—¡No es justo! —gritó, aunque al momento afianzó los talones en el suelo y se lanzó por el borde de la cortada en una enconada persecución de la mujer.
El caballero perdió de inmediato el control del trineo, que carenó de forma pronunciada hacia la derecha; Sturm se inclinó para el lado contrario del giro. Se escuchó un seco chasquido que le puso los pelos de punta, y el asiento cedió bajo su peso. El caballero redujo el ángulo del cuerpo y el trineo recobró poco a poco una posición estable.
Kitiara bajaba como una exhalación, en línea recta, los pies juntos; las rodillas sobresalían por los lados del trineo. Gritaba entusiasmada. Había sacado una buena ventaja a Sturm, que parecía incapaz de mantener su montura recta sin sufrir constantes tumbos a uno y otro lado.
La mujer chocó contra una de las protuberancias y el bote la levantó unos centímetros del asiento. En lugar de asustarse, el brinco enardeció su entusiasmo. Se acercaba a una serie continua de prominencias; sin embargo, no aminoró la velocidad.
No se dio cuenta de que estaba en serias dificultades hasta que rebotó por cuarta vez, y cayó con brusquedad sobre las delgadas tablas del asiento. La fuerza del golpe partió el patín izquierdo a todo lo largo. Kit bajó el pie para frenar; los clavos de la bota se hincaron en el suelo y la pierna izquierda le dio un repentino tirón hacia atrás. Recordó lo que había dicho Carcoma sobre la rotura de los dedos de los pies y no opuso resistencia al tirón. Entonces, salió arrastrada del trineo. Al caer, recibió un fuerte golpe en el hombro derecho y comenzó a caer por la ladera dando vueltas como un trompo. Sturm no se atrevió a frenar su trineo y se deslizó cuesta abajo hasta alcanzar el final. En el mismo instante en que los patines del artilugio frenaron en la grava, se puso de pie. Kitiara yacía inmóvil boca abajo.
Sturm corrió hacia la mujer, seguido de cerca por los gnomos. Se agachó sobre una rodilla y le dio la vuelta con gran delicadeza. Su rostro estaba crispado en una mueca de dolor; profirió una airada maldición.
—¿Dónde te duele? —se interesó él.
—En el hombro —siseó con los dientes apretados.
—Quizá se haya roto la clavícula —sugirió Pluvio.
—¿Hay algún modo de asegurarse?
—Que se toque el hombro izquierdo con la mano derecha —indicó Bramante—. Si lo logra, el hueso no estará roto.
—¡Qué gran ignorancia sobre anatomía! —protestó Argos—. Hay que palpar con los dedos para descubrir los extremos de la rotura...
—No dejes que me toquen —susurró Kitiara—. Si no ven otro modo de probarlo, son capaces de decidir cortarme en trozos para examinarme los huesos. —Justo en aquel momento, Sturm escuchó a Carcoma decir algo sobre «cirugía exploratoria».
—No hay ningún hueso roto —manifestó Alerón, situado a los pies de la mujer.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Carcoma.
—Porque los estoy viendo —replicó—. Ni siquiera se aprecian fisuras. Es una dislocación.
—¿Es que ahora también puedes ver a través de la
carne? —
La incredulidad de Sturm era patente. Al exponerlo de un modo tan llano, el piloto se dio cuenta de repente de lo que estaba haciendo.
—¡Por Reorx! —exclamó—. ¡Es extraordinario! ¿A través de qué otras cosas podré ver? —Los gnomos se arremolinaron en torno a él, olvidados por completo de Kitiara, y se turnaron para que Alerón atisbara en sus cuerpos y les describiese lo que veía. Exclamaciones de «¡Hidrodinámica!» brotaron en rápida secuencia.
Kitiara intentó sentarse, pero el dolor la dejó sin respiración.
—No te muevas —la amonestó Sturm—. Buscaré algo con qué vendarte el hombro.
Revolvió en su petate y encontró la única camisa que llevaba de muda —un blusón blanco de lino confeccionado por el mejor sastre de Solace. Con gran pesar, la rasgó en tiras de tres centímetros de ancho que ató hasta formar un largo vendaje.
—Descúbrete el brazo —dijo a la mujer.
—Corta las costuras —sugirió ella.
—Las costuras están por dentro, así que no tendrás más remedio que sacar la manga —dijo Sturm después de examinar la prenda de piel.
—Está bien. Ayúdame a incorporarme.
Así lo hizo él, mientras evitaba cualquier movimiento brusco que la molestara. Con todo, el rostro de Kit palideció y no pudo evitar que las lágrimas humedecieran sus mejillas cuando se desembarazó de la manga.
—¿Sabes que jamás te había visto llorar? —dijo él en voz baja.
—¡Ay...! ¿De qué te extrañas? ¿Tan insensible me crees?
Sturm eludió responder. Apartó la capa de pieles. El jubón de cuero lo podría cortar, pero bajo aquél aún quedaba la cota.
—Haré el vendaje sobre la malla.
—Sí, sí, como quieras. —El dolor exacerbaba el carácter impaciente de la mujer.
Sturm se acomodó frente a ella y levantó su brazo con lentitud hasta que la mano descansó sobre el hombro contrario; a continuación, envolvió las tiras de lino de forma que le sujetasen el hombro y, al mismo tiempo, le dejaran libre el brazo.
—¿Está bastante fuerte así? —le preguntó.
—Sí. —El monosílabo se escapó de entre sus dientes apretados.
—Bien. Dejaré un trozo de tela lo bastante largo para hacer un cabestrillo.
—Haz lo que quieras. —Kit enterró la faz en su mano derecha. Tenía las mejillas arreboladas.
«Creí que era más fuerte», pensó Sturm mientras procedía con el vendaje. «¡Tiene que haber recibido peores heridas que ésta en el transcurso de las batallas!»
—Con tu veteranía en los combates, tendrás una gran experiencia en las curas de campaña. ¿Lo hago bien? —dijo en voz alta.
—No lo sé. Nunca me han herido —murmuró Kitiara—. He recibido unos cuantos cortes y arañazos superficiales, nada más.
—Has sido muy afortunada. —Sturm no salía de su asombro.
—Puede. Pero tampoco dejo que mis enemigos se aproximen lo bastante para alcanzarme.
El caballero la ayudó a ponerse de pie y colocó la prenda de forma que la manga vacía colgara sobre el hombro herido. Entretanto, los gnomos se habían enzarzado en un debate sobre la naturaleza del incremento de la facultad visual de Alerón.
—Obviamente, ahora percibe una sutil variante de luz que un ojo normal no detecta —sentenció Carcoma.
—Obviamente para un estúpido —rebatió Argos—. El procedimiento es el siguiente: los ojos de Alerón emiten unos rayos que traspasan carne y ropa. Y esa capacidad se genera en sus propios ojos.
—¡Ejem! —interrumpió Sturm—. No tendríais inconveniente en proseguir la discusión mientras andamos, ¿verdad? Nos queda por delante un largo camino y disponemos de pocas horas nocturnas para recorrerlo.
—¿Cómo se encuentra ella? —se interesó Bramante—. ¿Podrá caminar?
—Y correr. ¿Y tú? —La voz de Kitiara sonó desafiante.
El aparatoso choque había dejado los trineos tan destrozados que resultaban poco aprovechables y Sturm comprendió que, por primera vez, los gnomos no tendrían más remedio que viajar con un equipaje ligero, puesto que no disponían de medio de transporte para sus pesados e inútiles pertrechos. Los hombrecillos deliberaron sobre qué debían llevar y qué abandonar; no faltó mucho para que adoptaran la sugerencia de Bramante de asignar un valor numérico a cada objeto, a fin de elegir después aquéllos cuya suma no excediera de doscientos puntos por gnomo.
—Me marcho —anunció Kitiara malhumorada, al tiempo que trataba de cargar tanto su petate como el de Sturm; el hombre asió las correas y se los quitó de la mano—. ¡He perdido la apuesta! —protestó Kitiara.
—No seas absurda. Yo los llevaré.
Caminaron casi un kilómetro antes de hacer un alto para dar tiempo a que les alcanzara el grupo de gnomos. ¡Y qué grupo tan ruidoso formaban! Cada uno de ellos parecía un taller ambulante por la ingente cantidad de herramientas que colgaban de sus chalecos y cinturones.
—Confío en que nuestra presencia no tenga que pasar desapercibida —musitó Kitiara.
Por fin, el agotado pero resuelto grupo reasumió la formación de marcha y se encaminó hacia el gran obelisco y hacia La Voz que lo habitaba.
Habían recorrido quince kilómetros cuando Carcoma comenzó a quejarse de unas fuertes palpitaciones que le martilleaban la cabeza. Sus colegas se tomaron la cosa a chacota hasta que Sturm impuso orden otra vez. Pluvio examinó de modo superficial al carpintero.
—No veo nada fuera de lo normal —dictaminó.
—No es preciso que chilles —protestó Carcoma, dando un respingo.
El meteorólogo arqueó las encrespadas cejas con un gesto de sorpresa.
—¿Y quién está chillando? —preguntó con un hilo de voz. Entretanto, Argos se había puesto a la espalda del carpintero y acto seguido chasqueó los dedos. Carcoma hundió la cabeza y se la cubrió con los brazos, como si tratara de detener un golpe invisible.
—¿Habéis oído ese trueno descomunal? —preguntó con voz temblorosa.
—Muy interesante. La capacidad auditiva de Carcoma se ha incrementado del mismo modo que la visión de Alerón —manifestó Argos.
—¿Significa que adquirimos más poder? —Pluvio estaba maravillado.
—Eso parece. —Argos se mostraba circunspecto.
—¡Por favor, dejad de gritar! —suplicó Carcoma en un susurro.
En un visto y no visto, Bramante preparó unas toscas orejeras con tiras del forro de su cantimplora y un par de viejos calcetines, y se las puso a Carcoma. Este sonrió satisfecho.
—Las palpitaciones son ahora más soportables. ¡Gracias!
—No hay de qué —contestó el cordelero en un susurro. Carcoma exhibió una amplia sonrisa y le palmeó la espalda.
—¿Y tú? —preguntó Sturm a Kitiara—. ¿Sientes algo diferente?
Ella negó con la cabeza.
—Lo único que siento es una desesperada añoranza por una jarra grande de la mejor cerveza de Otik.
Sturm no pudo menos que sonreír. Parecía que hubiesen transcurrido eones desde el día en que se habían reunido todos en El Último Hogar y habían disfrutado de la inmejorable cerveza del posadero y, a juzgar por el curso de los acontecimientos, parecía que, del mismo modo, habrían de transcurrir eones antes de que pudiesen paladearla de nuevo.
A los veinte kilómetros de marcha, los gnomos se fueron rezagando hasta formar una larga fila tras Kitiara y Sturm. Las piernas cortas de los hombrecillos no podían mantener el rápido ritmo de las zancadas de los humanos. Aunque de mala gana, Sturm no tuvo más remedio que ordenar un alto para descansar. Los gnomos se desplomaron como abatidos por una lluvia de flechas.
De pronto, el aire vibró y una tenue claridad rosada surgió en el este, o en lo que habían asumido que era el este.
—Amanece. —La voz de Kitiara carecía de inflexiones.
Por el oeste, en el centro del valle, reverberó un trémulo destello. Argos procuró enfocar con su catalejo el origen de aquel remedo de amanecer.
—Es el obelisco. —Alerón oteó la lejanía con los párpados entrecerrados—. Diviso un resplandor a modo de halo en la parte más alta de la estructura.
Unas líneas argénteas, estrellas fugaces, surcaron la bóveda celeste; el creciente y uniforme resplandor del este tuvo un inmediato reflejo en el oeste. La luz del astro, dorada y tibia, alumbró las cumbres; el fulgor del obelisco era bermejo oscuro.
Cuando el curvo perfil del sol asomó tras los afilados riscos, sonó un bronco estampido, semejante a un trueno, y del lejano obelisco se proyectaron unos ardientes rayos de fuego hacia las estribaciones montañosas. Los exploradores se echaron cuerpo a tierra. Una ráfaga ardiente los golpeó cuando los rayos pasaron restallantes sobre sus cabezas. En cinco ocasiones se repitió el zigzagueante relampagueo escarlata, seguido del eco de los truenos que retumbaron en el cielo. Una vez que la totalidad de la esfera solar se alzó sobre el valle, cesó la actividad de la peculiar tormenta.
Sturm se sentó y miró a su alrededor. El suelo emanaba un fino vapor. Kitiara, de pie, estudió el valle a la luz del día; las plantas ya empezaban a brotar del laminado terreno. Alerón se sacudió el polvo de las ropas y se volvió hacia el risco por el que habían descendido.
—Ahora entiendo por qué esas laderas son a la vez sólidas y suaves como cristal. Las descargas de los rayos inciden contra ellas cada mañana.
—Pero no se trataba de descargas pluviales —aseguró el meteorólogo con voz temblorosa—. La atmósfera está cargada con otra clase de fuerza.
—Magia. —Sturm escupió virtualmente la palabra. Su rostro se endureció con un gesto de repulsa. Aun cuando lo ocurrido no era del todo inesperado, la repentina embestida de un poder mágico tan desmesurado lo hizo sentirse vulnerable, inerme... y mancillado.
Cupelix
La vegetación del valle era similar a la del resto de Lunitari. No crecía con excesiva profusión, pero en cambio alcanzaba un tamaño mucho mayor. Los bastoncillos rosas se erguían a cuatro metros una hora después de haber brotado, y las setas remontaban los seis o siete. Los exploradores descubrieron una nueva especie de cuesco de lobo que tenía un metro y medio de ancho y, cuando presenciaron el estallido de uno de aquellos gigantescos hongos, que lanzó una lluvia de púas punzantes como jabalinas en todas direcciones, se mantuvieron a una prudente distancia de ellos.
El cielo parecía más luminoso y, por el aire, se propagaba una vibración constante y regular que saturaba los oídos. El pobre Carcoma, a pesar de las orejeras, se quejó de un incesante y agudo zumbido que lo martirizaba. Por su parte, Alerón se cubrió los ojos con las manos a fin de guarecerse del intenso resplandor que percibía en todas partes. Los atributos especiales de cada gnomo se hicieron más y más molestos. Bramante no podía tocar nada sin que las manos se le quedaran pegadas; en un descuido se rascó la nariz y les costó más de una hora separarle los dedos del apéndice nasal. Remiendos era un continuo revuelo de acá para allá, como un desaforado colibrí; corría a tal velocidad que a los ojos de sus compañeros era apenas un borrón en movimiento; además sufría caída tras caída y chocaba de manera permanente contra los demás componentes del grupo. Pluvio avanzaba en medio de una perpetua bruma, una niebla real que se cernía sobre su cabeza y hombros. La humedad se condensaba en su rostro, y las orejas y la barba le goteaban sin cesar.
De todos ellos, sólo Argos parecía libre de secuelas negativas. Sin embargo, a Sturm no le pasó desapercibido un sutil cambio en el gnomo. Su habitual expresión perspicaz se había deformado con una mueca jactanciosa; como si alguien estuviera susurrando a su oído una historia sarcástica. Sturm dudó que el mundo estuviese preparado para acoger en su seno a un gnomo racional.