El guardian de Lunitari (28 page)

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Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

También le preocupaba Kitiara, que iba a la cabeza del grupo caminando con determinación hacia el obelisco. Su brazo derecho aún reposaba en el cabestrillo, pero el izquierdo, con el puño apretado, subía y bajaba enérgica y rítmicamente a cada paso que daba. Los tacones de las botas dejaban unas huellas profundas. Sturm se preguntó hasta qué punto podría soportar el constante incremento de fuerza y poder.

Hubo un momento en que la perdió de vista entre los bastoncillos rosas y los tallos de flor-araña.

—¡Kit! ¡Kit, espéranos! —llamó preocupado. No hubo más respuesta que el vibrante zumbido.

El caballero la columbró de pie, bajo una enorme seta. Una suave llovizna de esporas rosas bañaba a la mujer. Sostenía una mano a la altura de la garganta y miraba con fijeza lo que guardaba en la palma.

—¿Kit? —Sturm la tocó en el hombro y ella tuvo un pequeño sobresalto, como si la hubiera sacado de un sueño.

—¡Sturm! Acabo de darme cuenta de esto. —Su mano se extendió. Era la gema de Tirolan, la amatista tallada en punta de flecha que había perdido el color cuando liberó a Kit del hechizo paralizador conjurado por el jefe de los goblins. La joya estaba ahora roja como la sangre.

—¿Cuándo ha ocurrido?

—En el palacio de Rapaldo. Allí descubrí que la joya se había tornado rosa pálido; pero ha sido desde el amanecer que el color se ha intensificado poco a poco.

—Deshazte de ella, Kit. Es un receptáculo de magia y no cabe duda de que está bajo el influjo de la atmósfera de Lunitari.

—¡No! —Kitiara se guardó la gema bajo la cota—. No pienso renunciar a ella. ¿Tan pronto has olvidado que nos salvó la vida?

—No. No lo he olvidado. Pero entonces su magia provenía de Tirolan. Su fuente actual de poder es otra... y desconocida. ¡Tírala, Kit, por favor! Si no lo haces, las consecuencias pueden ser terribles.

—¡No lo haré! —Los ojos oscuros de la mujer centellearon—. Eres un estúpido, Sturm; un chiquillo asustadizo y pusilánime. A mí no me asusta el poder. ¡Lo ansío!

El caballero se habría opuesto a aquella decisión, pero en aquel momento se les unieron los gnomos, y lo último que deseaba era ofrecer el triste espectáculo de una enconada discusión entre los dos. Además, Kitiara apenas lograba contener la cólera y, bajo aquellas circunstancias, insistir no les conduciría a nada.

—Alerón afirma que, en pocos momentos, divisaremos el obelisco —anunció Bramante, cuya mano estaba pegada con firmeza a la espalda de Remiendos. Aunque inmovilizado en el mismo punto, las piernas del joven gnomo proseguían su incesante carrera a tal velocidad, que resultaban casi invisibles—: Remiendos es incapaz de detenerse; soy el único capaz de sujetarlo —añadió el cordelero al advertir la expresión desconcertada de Sturm.

—¿Cómo estáis los demás? —A la pregunta del caballero, Carcoma y Alerón (con los oídos y ojos respectivamente tapados) aseguraron con entereza, por medio de un gesto, que no habían perdido los ánimos. Pluvio, empapado e indefenso bajo su nube particular, tampoco dudó en manifestar que se encontraba bien.

—Es evidente que conforme nos acercamos al obelisco, el poder neutral de Lunitari nos afecta más intensamente. —Argos carraspeó y arqueó una ceja. Su aire de superioridad era irritante.

—Sigamos adelante —dijo Sturm con un suspiro.

Una hora después encontraron un sendero limpio de la extraña vegetación y, allá, justo donde la senda se unía con el horizonte, se perfilaba la encumbrada silueta de una aguja: el misterioso obelisco de Lunitari. El protagonismo de la estructura se realzaba por la total ausencia de cualquier otro relieve en su entorno. El grupo se hallaba todavía a unos quince kilómetros del monumento, pero el terreno descendía en una suave ladera que moría en su base.

—Da la impresión de que nos están esperando —musitó Sturm.

—¿Quién, La Voz? —preguntó Remiendos.

—¿Quién si no? —replicó Argos. El gnomo metió los pulgares bajo los tirantes, con gesto petulante—. Si no me equivoco, estamos a punto de conocer a un ser excepcional. Tan excepcional, que todas las otras maravillas de Lunitari semejarán burdos trucos carnavalescos.

Conforme se acercaban, la esbelta línea rojiza del obelisco se convirtió en una torre robusta de ciento cincuenta metros de alto. Unas bandas negras alternas rompían la monotonía de las rojas paredes y conferían a la estructura un curioso aspecto veteado. Cuanto más se aproximaban los exploradores, más parecía elevarse al cielo la grandiosa torre.

—¿Os habéis dado cuenta de que las plantas se inclinan hacia el obelisco? —Carcoma rompió el prolongado silencio.

Y así era. Todas ellas, incluso los espinosos cuescos de lobo, se curvaban en un ángulo que los situaba frente a la monumental aguja.

—Al igual que los lirios se vuelven hacia el sol —conjeturó Kitiara.

Se detuvieron a cincuenta metros de la base. Las losas de mármol rojo tenían un maravilloso acabado y estaban alineadas y ajustadas a la perfección, no como las burdas construcciones del pueblo de los hombres-árbol. El material de las bandas negras insertas entre las hileras de mármol era una especie de argamasa. A ras del suelo, frente a los exploradores, había una entrada, una hendidura practicada en la tersa pared, que daba acceso a una total y profunda oscuridad. En las paredes del obelisco aparecían a intervalos regulares unas ventanas estrechas y alargadas.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Remiendos con un hilo de voz.

—¡Acercaos!

Sturm y Kitiara retrocedieron un paso y asieron las empuñaduras de sus armas.

—¿Quién ha dicho eso? —gritó el caballero.

—Yo, El Guardián de las Nuevas Vidas —
respondió una voz grave y sedante que sonó en sus mentes.

—¿Dónde estás? —requirió la mujer.

—En el edificio que tenéis delante. Acercaos.

—Nos quedaremos donde estamos, gracias —dijo Carcoma.

—Ah, tenéis miedo. ¿Tan débil es la carne mortal que pasaréis por alto la oportunidad de regalar vuestros ojos con la contemplación de algo único y maravilloso, es decir, yo mismo? Contaba con que los humanos se asustaran, pero no esperaba esa reacción de vosotros, gnomos.

—No hace mucho presenciamos la muerte de uno de nuestros compañeros; por lo tanto nos disculparás si actuamos con cierta cautela —dijo Alerón.

—Si lo que requerís es una prueba de mi buena voluntad, ¡hela aquí!

Una silueta pequeña se perfiló en la oscura entrada, emergió a la luz del día y saludó con la mano. Parecía Tartajo.

—¡Tuercas y contratuercas! —profirió Remiendos. El pequeño gnomo salió disparado hacia la figura y, por supuesto, arrastró a Bramante con él. Carcoma y Alerón los siguieron dando tumbos, mientras Pluvio avanzaba en medio de una bruma, con Argos que sonreía satisfecho a su lado.

—Aguardad —gritó Sturm—. ¡Puede ser una ilusión!

Pero no lo era. Los gnomos rodearon a Tartajo en medio de gritos de entusiasmo desenfrenado. Trinos y Chispa aparecieron en la puerta y saltaron sobre el montón de gnomos felices. Tras el cordial y efusivo reencuentro, no exento de magulladuras, Tartajo logró salir del apretado revoltijo y se acercó presuroso a Sturm y Kitiara. Tras intercambiar un firme apretón de manos con el caballero, se preocupó por el hombro vendado de la guerrera.

—Eres tú —fue lo único que Kitiara articuló, al tiempo que le pellizcaba la oreja.

—Sí, y me encuentro muy bien, gracias. Hace días que aguardo vuestra llegada.

—¿Qué ha pasado con tu tartamudez? —preguntó Sturm con una brusquedad hija del recelo.

—¡Oh, eso! Ha desaparecido, ¿sabes? ¡Puff! El Guardián dice que se debe a la acción equiparadora de las fuerzas mágicas presentes en Lunitari. —Tartajo buscó con la mirada en derredor—. ¿Dónde está Crisol?

—Me temo que tengo muy malas noticias, amigo mío. —Sturm posó una mano en el hombro del gnomo.

—¿Malas noticias...? ¿Muy, muy malas?

—¿Se han disipado ya vuestros temores? —
interrumpió La Voz.

—Por el momento —respondió Kitiara—. ¿Nos quieres entregar nuestra nave, por favor?

—¡No seas tan impetuosa! Ni siquiera nos hemos presentado de un modo adecuado. Entrad, por favor.

—Me lo contarás después —dijo Tartajo al caballero. Tomó de la mano a los dos humanos y los condujo a la puerta—. Hemos vivido una extraordinaria aventura desde que partisteis en busca del filón —les informó—. El Guardián nos ha dado un trato maravilloso.

—¿Quién es El Guardián y dónde está? —preguntó Kitiara.

—Venid y lo veréis por vosotros mismos.

El gnomo les soltó las manos. Sturm y Kitiara cruzaron la profunda abertura y penetraron en el umbroso interior del gran obelisco.

Las luz del sol se filtraba a través de las alargadas hendiduras abiertas en la parte alta de la torre. En el centro de la inmensa estancia, iluminado por los dorados haces del astro, estaba
El Señor de las Nubes.
La bolsa de gas etéreo se había reducido a la mitad de su tamaño original; una masa informe entre los pliegues de la floja red. Habían desmontado las alas del casco, sin duda con el propósito de hacer posible el acceso de la nave por la puerta del obelisco, y ahora aparecían plegadas con cuidado y colocadas sobre el mármol rojo del suelo, al lado de la embarcación. Una sucesión de sonidos secos y breves, procedentes de la zona situada tras
El Señor de las Nubes,
denunció la presencia de los Micones.

De inmediato, la mirada de los dos guerreros se alzó hacia la rampante cavidad del interior. Adosada a las descomunales paredes, surgía una serie de salientes y pilares horizontales. Posado a unos quince metros del suelo estaba el morador del obelisco, El Guardián... Un dragón.

Los haces del sol que incidían sobre su cuerpo escamoso arrancaban destellos cobrizos.

Siglos atrás, los dragones habían desaparecido de Krynn, y en la actualidad se habían convertido en un tema de controversia entre historiadores, clérigos y filósofos. Sturm había creído desde su infancia en la existencia de estos seres; pero al encontrarse cara a cara con una de aquellas criaturas, le asaltó un terror tan intenso que las piernas le flaquearon.

«¡Sé un hombre, un caballero!», se amonestó. Los hombres ya se habían enfrentado a los dragones en el pasado. Huma lo había hecho. La evocación del héroe lo ayudó a mantener firmes los pies en el suelo, en tanto que su mente aún se debatía por asimilar esta nueva y grandiosa revelación.

También Kitiara se hallaba sobrecogida; los ojos le brillaban desencajados en la penumbra de la estancia. Con todo, la mujer se sobrepuso antes que su compañero.

—¿Eres tú quien nos ha hablado? —inquirió.

—Sí.
¿Preferís que me exprese en lenguaje oral? —dijo el dragón. Su voz no era tan fragorosa como había esperado Sturm; en realidad, si se tenía en cuenta el tamaño del ser (once metros desde el hocico a la punta de la cola), el tono fue sin duda suave.

—Mejor será que hables. De ese modo estaré segura de lo que oigo —respondió Kitiara.

—Como gustes. De hecho, a mí me agrada hablar y hace infinidad de tiempo que no tengo con quien hacerlo, puesto que las hormigas responden mejor a la telepatía. —El dragón sacudió la vasta cabeza angulosa y se escuchó un tintineo metálico. Después, con un tenue movimiento de sus alas, descendió al pilar más cercano al suelo. Un leve golpe de aire acarició a los perplejos exploradores—. ¿Pero en qué estaré pensando? Aún no me he presentado. Soy Cupelix Trisfendamir, El Guardián de las Nuevas Vidas y morador de este obelisco.

Los gnomos, que al entrar se habían replegado tras Kitiara y Sturm, salieron ahora en tromba y bombardearon con preguntas al dragón.

—¿El Guardián de qué nuevas vidas?

—¿Cuánto pesas?

—¿Cómo llegaste aquí?

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—¿Tienes algunas pasas?

A Cupelix pareció divertirle la trepidante andanada de los siempre curiosos gnomos, pero acalló su parloteo con un leve gesto de una gigantesca garra derecha y volvió su atención a los dos humanos.

—Aquí estáis. Kitiara Uth Matar y Sturm Brightblade. —Ellos asintieron en silencio—. Vuestro pequeño amigo, Tartajo, sólo tiene palabras de alabanza para vosotros. En apariencia, está impresionado por vuestras muchas y sobresalientes virtudes.

—¿En apariencia? —repitió Kitiara con voz fría.

—Bien, no tengo más evidencia que la opinión personal de Tartajo. Sea como fuere, me alegro de que estéis aquí. He seguido con atención vuestro progreso tras las huellas dejadas por los Micones... según mis instrucciones. —Cupelix acercó la cabeza a Sturm y lo miró fijamente—. Sí, mi buen caballero, el rastro era deliberado.

—Lees la mente —afirmó más que preguntó Sturm, con evidente inquietud.

—Profundamente, no. Sólo en los casos en que el pensamiento está a punto de hacerse palabra, como ha ocurrido ahora.

Tartajo presentó a sus colegas. Cupelix dedicó a cada uno de los hombrecillos unas palabras rebosantes de ingenio y humor; hasta que llegó el turno de Argos.

—¿Eres un dragón de cobre? —inquirió el gnomo.

—Broncíneo, para ser exacto. ¡Pero basta ya de trivialidades! Habéis recorrido un largo y arduo camino para recuperar vuestra nave voladora. Ahora, que ya la habéis encontrado y os habéis reunido con vuestros amigos, disfrutad de un momento de reposo en mi morada.

—Preferiríamos ponernos en marcha —intervino Sturm.

—Insisto en que os quedéis —dijo el dragón, que se deslizó a lo largo del pilar asiéndose con las garras traseras al pétreo saliente y batiendo las alas para mantener el equilibrio. Cupelix bordeó el perímetro de la estructura hasta detenerse justo sobre la puerta que era la única salida existente.

A Sturm no le gustaba el cariz que estaba tomando la situación. Por instinto, su mano se desvió hacia la empuñadura de su espada... que se transformó en un muslo de pollo cuando sus dedos se cerraron sobre ella. A los gnomos casi se les salieron los ojos de las órbitas y Kitiara se quedó boquiabierta por la sorpresa.

—Por favor, disculpa mi pequeña broma —dijo Cupelix. En un abrir y cerrar de ojos, el muslo de pollo se esfumó y apareció de nuevo la espada—. Vuestras armas están de más aquí y ése ha sido el modo de probar la veracidad de tal circunstancia. Los hombres precisan a menudo que se les demuestre la verdad para que crean en ella.

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