El guardian de Lunitari (19 page)

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Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

Al removerse inquieto, Sturm se dio cuenta de que se hallaba tumbado de espaldas. Se incorporó con un ademán precipitado y estuvo a punto de caer del carro de los gnomos.

—¿Cómo he venido a parar aquí?

—Te subí yo. No estabas en condiciones de hacerlo por ti mismo.

—¿Me levantaste tú?

—Con una sola mano —aclaró Alerón.

El caballero miró a su alrededor. Todos los gnomos, a excepción de Argos, se inclinaban sobre los palos y empujaban el carricoche. De repente, se sintió abochornado, por ser una carga para sus compañeros, y saltó del carro. Kitiara también se bajó.

—¿Cuanto tiempo he permanecido en ese estado? —preguntó Sturm.

—Casi una hora —respondió Argos, mientras señalaba hacia las estrellas—. Las visiones se prolongan cada vez más, ¿verdad?

—Sí, aunque me parece que se desencadenan cuando rememoro algo ocurrido en el pasado. Si me concentro en el presente, quizá consiga evitar que se repitan sucesos semejantes.

—Sturm no aprueba lo sobrenatural —explicó la mujer a los gnomos—. Es parte de su código caballeresco.

Para entonces, Krynn se hallaba en lo alto del firmamento y el entorno resultaba tan visible como a la luz del día; no obstante, las plantas no crecían con aquel fulgor brillante y el paisaje aparecía frío y yermo al resplandor de Krynn. Entretanto, Argos había provocado un nuevo tema de discusión entre sus colegas. Kitiara y Sturm caminaban tras el carro; en consecuencia, nadie se percató de la existencia de una zanja hasta que las ruedas delanteras del carricoche se hundieron en ella. Los gnomos que iban en la pértiga delantera —Carcoma, Remiendos y Alerón— se fueron de bruces al suelo. Bramante, Pluvio y Crisol bregaron para evitar que el pesado carro se volcara. Los dos humanos se acercaron raudos y lo sujetaron por los costados.

—Dejad que ruede —instruyó Kitiara—. Soltadlo.

Pluvio y Crisol dieron un paso atrás, pero no así Bramante. El carricoche se deslizó botando por el borde de la zanja; los dos humanos corrían a los lados y el pobre Bramante rebotaba contra el palo trasero.

—¿Qué demonios te ocurre? —preguntó Crisol, una vez que el carro se hubo detenido—. ¿Por qué no lo sueltas?

—N...no puedo —protestó Bramante—. ¡Tengo las manos pegadas a la madera! —Se revolcó sobre sí mismo para ponerse de pie. De los bolsillos y bocamangas le salieron chorros de arena. Sus dedos regordetes estaban, en efecto, ligados con firmeza al palo de empuje. Pluvio intentó separárselos.

—¡Ay, ay! —gritó Bramante—. ¡Me estás arrancando los dedos!

—¡No seas llorica! —lo reprendió Argos.

—Carcoma, ¿pusiste pegamento en el extremo de este palo? —preguntó Pluvio.

—¡No, por supuesto! ¡Engranajes! Jamás haría algo así sin advertirlo primero. —La invocación del carpintero de la palabra sagrada, «engranajes», probó que decía la verdad.

Kitiara hizo repiquetear los dedos sobre la rueda del carro.

—Quizá sea otra muestra de la loca magia de Lunitari.

—¿Quieres decir que me quedaré pegado a este carro para siempre?

—No se aflija, maestro. Puedo serrar el palo —ofreció Remiendos, al tiempo que palmeaba la espalda de su jefe en un gesto alentador.

—¡Simplezas! —refunfuñó Crisol—. Si maese Brightblade me presta su daga, te despegaré los dedos en un santiamén.

—¡Ni se te ocurra! —bramó lívido Bramante.

—Entonces podríamos aserrar con cuidado la madera alrededor de tus dedos.

—Nadie va a cortar ni aserrar nada —intervino Kitiara—. Si esta adherencia está relacionada con mi fuerza o las visiones de Sturm, más vale que os detengáis a pensar cómo funciona, antes de que le hagáis picadillo los dedos.

—Estoy por completo de acuerdo —dijo Argos—. No es una coincidencia que las habilidades adquiridas estén en cierto modo conectadas con nuestra especialización. Pluvio crea lluvia; Kitiara, un guerrero, aumenta su vigor... y Bramante, maestro de cuerdas y nudos, se encuentra a sí mismo atado con sus propias manos. Es como si una fuerza sutil, y sin embargo poderosa, intensificara nuestros atributos naturales.

—Es probable que Bramante pueda soltarse a sí mismo si lo anhela —sugirió Kitiara—. De la misma forma que Pluvio desencadena la lluvia con sólo desearlo.

—Pero yo sólo quise sujetar el carro cuando vi que se hundía en la zanja —explicó malhumorado. Luego apretó con fuerza los párpados a fin de invocar el deseo de soltarse.

—¡Con más empeño! ¡Concéntrate! —lo urgió Argos. Carcoma sacó su lupa y observó con interés las manos pegadas de su colega. Lenta, muy lentamente, con unos leves sonidos succionadores, las manos se desprendieron del palo.

—¡Ay, ay! —lloriqueó el cordelero en tanto agitaba las manos con desesperación—. ¡Qué dolor!

Tras subir a empujones el carro hasta el borde de la zanja, los gnomos se pasaron unos a otros una botella de agua, y echaron un trago. Remiendos se la entregó a Kitiara, que dio un pequeño sorbo antes de ofrecérsela a Sturm, pero él la sujetó en sus manos largo rato sin beber y con la mirada fija en el suelo.

—¿Y ahora qué pasa? —le dijo antes de quitarle la botella.

—La magia me tiene preocupado. ¿No habría una forma de rechazarla? ¿De evitar que nos afecte?

La mujer puso el tapón.

—¿Por qué? Tenemos que aprender a utilizarla, a controlar sus efectos. —Luego cerró una mano. Percibía con toda claridad la fuerza que manaba de su interior, como se siente el calorcillo de un vino dulce cuando corre por las venas. Aquella sensación de poder era intoxicante, embriagadora. Clavó su mirada en la del caballero—. Si regresamos a Krynn sin un céntimo, sin espadas, y sin armaduras, espero que, al menos, estos poderes perduren.

—No es honesto —dijo él con obstinación.

—¿Honesto? ¡Esto es lo único que importa! —Y al tiempo que hablaba reventó la botella entre sus dedos.

El pequeño Remiendos se agachó para recoger los pedazos vítreos.

—Rompiste la botella —le dijo—. ¿No te has cortado?

Ella le mostró su mano intacta.

—Más de una cosa acabará rota como pierda la paciencia. —Su voz temblaba por la cólera.

A la hora en que Krynn se puso por el horizonte noroccidental, el grupo de exploradores había recorrido más de la mitad de camino de regreso a
El Señor de las Nubes.
Al frente se divisaba sólo terreno llano, rocas y polvo rojo. Prosiguieron la marcha a buen paso, los dos humanos lejos el uno del otro y encerrados en un tenso mutismo; los gnomos, parloteando sin cesar.

La cadencia de los pasos del piloto se hizo más y más lenta hasta que se detuvo en seco.

—Vamos muchacho, muévete —lo animó Argos, al tiempo que lo empujaba—. No querrás quedarte atrás, ¿verdad?

—No está —anunció Alerón.

—¿No está qué?

—La nave.
El Señor de las Nubes.

—Eres un mentecato. Estamos a más de doce kilómetros de ella; ¿cómo sabes que no está?

—No lo sé, pero lo cierto es que diviso con claridad el lugar de aterrizaje. —El piloto oteó en la distancia con los ojos entrecerrados—. Es perceptible una amplia rodada, un conjunto de marcas dejadas por calzos, y unas cuantas cajas rotas esparcidas por los alrededores. Pero no hay ni rastro de la nave.

Sturm y Kitiara se acercaron al gnomo de aguda visión.

—¿Estás seguro, Alerón? —inquirió el caballero.

—Ha desaparecido —insistió.

Argos y el resto de los gnomos hicieron patente su escepticismo con comentarios en voz alta, pero Sturm ordenó que aceleraran la marcha. Los kilómetros quedaron atrás y Alerón se mantuvo firme en su aseveración de que la nave ya no estaba en el lugar de aterrizaje. Les describió con minuciosidad el lastre abandonado en el paraje y la certeza de su voz provocó una aprensión general. Faltaban menos de dos kilómetros, y Kitiara no logró dominar su impaciencia por más tiempo. Echó a correr y pronto dejó muy atrás a los demás.

Sturm y los gnomos prosiguieron con paso vivo. Kit no tardó en regresar corriendo.

—Alerón está en lo cierto —anunció—.
El Señor de las Nubes
ha desaparecido.

Los hombrecillos se apelotonaron en derredor del piloto y comenzaron a darle golpes en el rostro y a estirarle de los párpados. Alerón manoteó los inoportunos dedos de sus colegas, quienes, olvidados por completo de la novedad que había traído Kitiara, se afanaban en descubrir la causa de tan extraordinaria agudeza de visión.

—Es la magia de Lunitari —sentenció el piloto—. ¡Dejadme en paz!

—¿Existe la posibilidad de que Tartajo y los otros hayan reparado el motor y se hayan marchado? —inquirió Sturm.

Kitiara se soltó el cuello de la capa de pieles para refrescarse un poco.

—Hay huellas por todas partes, huellas pequeñas y circulares. Creo que alguien, de algún modo, se ha llevado la nave.

—¿Cómo? —dijo Remiendos amedrentado.

—¿Sabes lo que pesa esa máquina? —dijo Argos.

—Me da igual si pesa más que el Monte Noimporta. Algo o alguien se la ha llevado. —Kitiara levantó la barbilla con arrogancia.

—En tal caso; ese «algo» es muy fuerte o se trata de un grupo muy numeroso —razonó Sturm.

—O ambas cosas. —La voz de la mujer sonó lúgubre.

13

Los árboles animados

El sol brillaba sobre el campo de rocas donde
El Señor de las Nubes
había tomado contacto por vez primera con Lunitari. El grupo explorador rodeó el emplazamiento; en todos los rostros se manifestó la impotencia al contemplar el surco vacío que marcaba el terreno.

Tal como Alerón divisara a doce kilómetros de distancia, tanto la nave como los tres gnomos que se quedaron en ella habían desaparecido. Las ruedas de aterrizaje, destrozadas por el impacto con la luna, eran los únicos componentes de la embarcación que permanecían en el emplazamiento; aparte de eso, sólo había dos cajones vacíos, algunos sacos de judías, y los vestigios de una hoguera de campamento.

—¿Quién puede ser el autor de esto? —dijo Crisol.

Carcoma, a gatas, deambuló de acá para allá examinando las huellas con la lupa. Sturm removió con la punta de la bota los lastimosos despojos del campamento.

—Al menos, no hay señales de que se haya producido derramamiento de sangre —comentó.

—Sesenta —proclamó Carcoma, con la nariz y la barba llenas de arena—. Como mínimo, fueron sesenta personas las que estuvieron aquí. Se debieron llevar a
El Señor de las Nubes
sobre los hombros, puesto que, de haberlo arrastrado, el casco habría dejado la huella y no es así.

—No puedo creerlo —porfió Argos—. Es imposible que sesenta humanos acarreasen sobre los hombros a
El Señor de las Nubes.

—¿Ni aun cuando fuesen tan fuertes como Kitiara? —La insinuación de Bramante los dejó a todos pensativos.

La mujer se agachó junto a las huellas y las examinó.

—Estas marcas no son humanas —dijo—. Las impresiones son redondas, muy semejantes a las que dejarían los cascos de caballos sin herrar. ¡Los muy zoquetes deben de haberse pisado los talones! Iremos tras ellos y los rastrearemos hasta recuperar la nave —añadió Kitiara al advertir cuán cerca estaban, unas de otras, las huellas.

—Sin lugar a dudas —convino Sturm.

Kitiara abrió la bolsa que colgaba de su cintura y extrajo la piedra de afilar; tomó asiento y comenzó a pasarla a lo largo de los filos de su espada. Entretanto, el caballero reunía a los gnomos.

—Vamos a rescatar a vuestros compañeros —les anunció. Los hombrecillos acogieron sus palabras con vítores entusiastas y Sturm tuvo que agitar las manos a fin de imponerles silencio—. Ya que ignoramos la ventaja que nos llevan, avanzaremos lo más rápido posible. Con esto quiero decir —miró sus rostros expectantes—, que sólo llevaréis lo que podáis acarrear.

Sus palabras desencadenaron un tumulto de preparativos y contrapreparativos. Ante los desconcertados ojos del caballero, los gnomos desmontaron el Carro-Explorador-Con-Cuatro-Gnomos-De-Potencia, e iniciaron la construcción de Mochilas-De-Exploración-Para-Un-Gnomo; para ello utilizaron láminas de madera, tiras de lona y trozos de mantas. Su invento se sujetaba a la espalda como cualquier otra mochila, con la pequeña diferencia de que las suyas alcanzaban una altura que duplicaba la de los portadores. Aquel problema requirió toda clase de soportes, cuerdas y contrapesos de balance. Poco después, cada gnomo se tambaleaba bajo una compleja tienda de campaña de madera y tela, pero su propósito se había cumplido: se llevaron hasta el más insignificante componente de su adorado equipo.

Sturm levantó los ojos al cielo y refunfuñó. A aquel paso, jamás alcanzarían a
El Señor de las Nubes,
ni regresarían a Krynn, ni él encontraría a su padre. Quiso emprenderla a gritos con los hombrecillos, pero se contuvo, consciente de que no serviría de nada. Los gnomos obraban a su manera, torpe y descuidada; pero nunca se daban por vencidos.

Argos pasó ante él tambaleante, sin dejar de garabatear anotaciones, bajo un crujiente dosel de lona.

—He iniciado un nuevo diario de a bordo —anunció, mientras se bamboleaba de un lado a otro. La parte superior de su mochila de exploración pasó rozando la nariz de Sturm—. Esto ya no es La Marcha Exploradora de Lunitari. —Y siguió su camino.

—Ahora somos La Misión de Rescate de la Nave Voladora de Lunitari —añadió Alerón, que iba tras sus pasos, entre resoplidos.

El rastro era ancho y claro y, en apariencia, no se había hecho el menor esfuerzo para disimularlo, lo que hacía pensar que los captores de la nave no eran muy despiertos o creían que los únicos tripulantes eran Tartajo, Trinos y Chispa.

Kitiara y Alerón se adelantaron al resto del grupo. La mujer quería poner a prueba la visión a larga distancia del gnomo e hizo que le fuese describiendo la posición de las rocas a una distancia de diez kilómetros. Al pobre Alerón le sobrevino un terrible dolor de cabeza; como agravante, sus piernas cortas no podían mantener los largos y rápidos pasos de la mujer. Por fin, Kitiara se echó al hombro su mochila de exploración (cuyas correas estaban tan tirantes que casi reventaban), lo cogió por el cuello del abrigo y se lo puso bajo el brazo. Luego echó a correr y se distanció del grupo; confiaba en la destreza visual del gnomo para no extraviarse. El rastro proseguía en una inmutable línea recta rumbo al oeste.

Sturm continuó la trabajosa marcha con los sobrecargados gnomos, que caminaban a ambos lados del rastro, sin dejar de discutir sobre las causas de la facultad adquirida por Alerón. El caballero, con la mano en visera sobre los ojos para resguardarlos del sol, estudió las huellas; se trataba de unas depresiones circulares sorprendentemente regulares marcadas en cinco columnas discernibles con total claridad.

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