—¿Cómo va eso? —les preguntó. Tartajo respondió:
—A buen ritmo. Y vosotros, ¿habéis adelantado mucho?
—Lamento decirte que no. —La mujer se pasó los dedos por los bíceps—. No sirven de gran cosa estos músculos. Si golpeo fuerte, se rompe la herramienta.
El jefe de los gnomos levantó la vista al cielo.
—No quedan más que un par de horas de luz. Vamos a echar una ojeada a vuestro trabajo.
Cuando ambos entraron en el obelisco, encontraron a Sturm de rodillas, con la mirada fija en el jarro de agua. Después, volvió los ojos a la zona marcada en la tersa superficie de mármol y de nuevo los posó en el recipiente del agua. Cupelix, subido en su percha, lo contemplaba en silencio.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Kitiara.
—Los maestros de obra del Castillo de Brightblade sacaban de las canteras bloques enormes de piedra entre cuatro hombres. He recordado cómo lo hacían.
—¿Cómo? —se interesó el gnomo.
—Abrían agujeros a lo largo del bloque que querían extraer y clavaban unas gruesas estacas de madera. Después las empapaban de agua. Al hincharse la madera, la piedra se resquebrajaba.
—Es muy ingenioso. —Tartajo miró al caballero y parpadeó.
—Me pregunto si podremos abrir agujeros en el mármol —dijo Kitiara.
—Tenemos unas cuantas barrenas de acero. Con tu fuerza y un planteamiento correcto... sí, ¡con facilidad! —exclamó el gnomo y, sin pensárselo dos veces, corrió hacia los montones de objetos apilados junto a la nave. No demoró mucho en regresar con un berbiquí y una barrena, y explicó de modo sucinto la importancia de mantener el taladro frío y lubricado cuando se barrenaba piedra. Los dos humanos se pusieron manos a la obra; mientras Kitiara hacía girar la herramienta, Sturm la remojaba con agua.
Al cabo de treinta minutos, habían atravesado los sesenta centímetros de grosor del suelo. Animados por el éxito, abrieron más agujeros que conectaban el primer orificio de los Micones con el segundo, distante unos cuatro metros. Tomaron esta línea como base de un triángulo y giraron en diagonal hacia el tercer agujero. Casi habían acabado el segundo lado, cuando el sol se puso y el bullicioso grupo de gnomos entró en el obelisco. Chispa informó que los andamios estaban listos. La mujer los increpó con voz apremiante.
—En ese caso, buscad otra barrena y echadnos una mano. ¡Sturm, más agua! ¡El mango está caliente!
Había pasado la medianoche cuando el triángulo quedó cerrado. Habían practicado treinta y seis agujeros en total y roto cuatro barrenas. Cupelix conjuró un reparador refrigerio consistente en un buen estofado y cantidades ingentes de pan.
Kitiara se miró, las manos. Estaban llenas de ampollas y rozaduras. Pluvio le ofreció un ungüento balsámico, pero ella lo rechazó.
—Sigamos con la tarea. Preparad las estacas —propuso impaciente.
Los hombrecillos se encargaron de cortar unas largas cuñas de los tablones sobrantes de los andamios, y Sturm las introdujo en los agujeros a golpe de mazo. Una vez finalizado el proceso, todo el grupo salió del área triangular. Entretanto, Kitiara había llenado un balde con agua y se lo alargó al caballero.
—Haz los honores —ofreció—. Al fin y al cabo, la idea fue tuya.
Sturm cogió el cubo.
—Esto es por todos los hombres leales al Castillo de Brightblade —declaró. Luego mojó las estacas una por una; cuando vació el cubo, lo volvió a llenar y repitió la operación.
No ocurrió nada.
—¿Y bien? —dijo Kitiara, con los brazos en jarras.
—Requiere su tiempo —respondió Sturm—. Las estacas tienen que hincharse. Será mejor que vierta más agua.
El hombre remojó las cuñas de madera otras tres veces.
La parte que sobresalía de los agujeros se notaba ya claramente henchida, pero aparte de aquello, no se produjo ninguna otra reacción.
—Maravilloso. —La voz de Kitiara era sarcástica. Luego se alejó a zancadas, no sin antes soltar un desdeñoso resoplido. Los gnomos también se dieron por vencidos y, uno a uno, salieron del obelisco. Sturm frunció el entrecejo y agitó la cabeza.
—Con los maestros canteros de mi padre funcionaba.
—Ese oficio es un arte arcano —dijo Cupelix—. Sus secretos no son fáciles de aplicar sin la debida instrucción.
En aquel momento, el suelo emitió un sordo crujido.
Cerca del orificio en el que Sturm y Kitiara habían trabajado de forma tan laboriosa, una raja, fina como un cabello, se extendía sobre el mármol desde la primera estaca hasta el borde del agujero. El hombre tomó el mazo y se acercó presuroso. Iba a descargar un golpe en la zona resquebrajada cuando se escuchó otro crujido y una nueva fisura avanzó zigzagueante desde el vértice alto del triángulo hasta su base. Sturm levantó el mazo.
—¡No, espera! —pidió el fascinado dragón.
Uno de los lados, entre los orificios de los Micones, se resquebrajó, y una sección de mármol, más grande que cualquiera de las que habían roto a golpe de pico, se soltó y se desplomó sobre el suelo de la caverna. Fue como si se hubiesen abierto las esclusas a una riada. Sturm retrocedió justo a tiempo. La totalidad del triángulo se precipitó de golpe sobre la gruta. El obelisco retumbó con el estruendo levantado al derrumbarse una tonelada de mármol contra el resonante suelo, treinta metros más abajo.
Kitiara entró precipitadamente, con los gnomos pisándole los talones.
—¡Por todos los dioses! ¿Qué ha sido eso? —gritó.
Sturm se sacudió las manos y señaló con gesto melodramático al enorme boquete del pavimento.
—¡Cupelix ya tiene paso libre!
Los gnomos querían seguir adelante y derrumbar el obelisco aquella misma noche, pero tanto Sturm como Kitiara se sentían exhaustos y se opusieron. Cupelix estuvo de acuerdo con los dos humanos; deseaba poner a buen recaudo muchos objetos antes de que destruyeran la torre. Por tanto, subió a su guarida y dejó que el grupo disfrutara de un merecido descanso.
El arrebato que el éxito obtenido había despertado en los gnomos no duró mucho y, poco después, se cobijaron junto a sus pertenencias amontonados cerca de
El Señor de las Nubes.
Pronto se quedaron dormidos, y sus ronquidos se alzaron en el silencio de la noche como un peculiar coro de chirridos de grillos y croar de ranas. Sturm extendió su manta entre unas cajas de embalaje y se tumbó boca arriba. La bóveda celeste aparecía cuajada de estrellas y el caballero empezó a contarlas con la intención de dormirse. Kitiara se asomó tras una de las cajas.
—¿Duermes? —preguntó.
—¿Eh? No, aún no.
Ella se acercó y se sentó frente a él, con la espalda reclinada en el cajón.
—Tal vez sea la última noche que pasamos en Lunitari.
—Me gustaría que así fuese.
—¿Sabes? He intentado calcular cuánto hace que estamos aquí. Si nos guiamos por el tiempo local transcurrido, habrán sido cuarenta y cuatro días y cuarenta y cinco noches, pero ¿cuánto significará ese mismo período allá, en Krynn?
—No lo sé —admitió Sturm.
—Imagínate que volvemos y nos encontramos con que han transcurrido años.
El caballero casi soltó una carcajada, pero se contuvo. A decir verdad, no estaba seguro de que no hubiesen pasado años en su planeta natal mientras ellos habían estado atrapados en la luna roja. Kitiara prosiguió con su razonamiento.
—Existen viejas historias sobre humanos que se internaron en los reinos elfos y al regresar a sus hogares, tras lo que creían unos pocos meses, encontraron a sus hijos adultos y a sus amigos envejecidos o ya muertos.
Sturm por un momento creyó que se estaba dejando llevar por la fantasía en una charla intrascendente, pero de pronto cayó en la cuenta de que la mujer estaba de verdad desasosegada.
—¿Qué te preocupa, Kit? —le preguntó solícito.
—La cita acordada para dentro de cinco años. No quiero perderla.
—¿Ni a Tanis?
—Eso es.
—¿Quieres volver con él?
Kitiara se removió inquieta.
—No, no se trata de eso. Nuestra última conversación terminó de mala manera y quiero hacer las paces con él antes de... —La mujer se interrumpió con brusquedad.
—¿Antes de qué? —presionó Sturm.
—Antes de que emprenda viaje con Cupelix.
«Entonces, es cierto», pensó el hombre.
—¿Has renunciado a encontrar a la familia de tu padre? —inquirió en voz alta.
—Mi padre siempre dijo que su familia había renegado de él y de los suyos —dijo con voz tensa Kitiara—. Me habría gustado llegar hasta su puerta para escupirles en la cara, pero la asociación con el dragón me parece mucho más excitante. —Se encogió de hombros—. ¡Al Abismo con la familia Uth Matar!
Los dos amigos se sumieron en un prolongado silencio. A Sturm le pesaban los párpados; estaba a punto de quedarse dormido, cuando Kitiara volvió a hablar.
—Sturm, si ves a Tanis antes que yo, ¿le dirás de mi parte que lo siento, y que él tenía razón?
El hombre era lo bastante educado para no preguntar por qué se tenía que disculpar, y se limitó a prometerle por su honor de caballero que le daría el mensaje a Tanis Semielfo.
La caída del obelisco
Unas horas más tarde, la voz del dragón, que llamaba a voces, los sacó de su sueño tranquilo. Los gnomos se levantaron con premura, ansiosos por reanudar la tarea. Por el contrario, Sturm, que sentía los músculos agarrotados, se desperezó antes de incorporarse y se frotó los párpados para ahuyentar el sueño y el cansancio. Todavía sentado en la manta, buscó a Kitiara, pero no la vio por los alrededores. Por fin se incorporó; tenía la boca seca. En uno de los abigarrados montones de enseres variopintos encontró un frasco con agua. Mientras bebía un trago del fresco líquido, apareció la mujer. La guerrera arrojó a un lado el serrucho que traía en la mano.
—¿Qué demonios gritaba esa bestia? No entendí lo que decía —inquirió.
—Quiere que procedamos con la demolición.
—Estupendo. Estoy lista.
Los hombrecillos recogieron todos los recipientes de cristal y loza que encontraron, para transportar el vitriolo que verterían en las junturas de plomo. Se pusieron en fila, con las jarras y vasijas asidas como espadas, y aguardaron circunspectos, cual soldados prestos a entrar en combate. Kitiara, burlona, los saludó firme y les dijo que su momento de gloria había llegado. Luego, acompañada por Sturm, se dirigió al interior de la torre.
Cupelix los esperaba muy excitado y se removía inquieto sobre una y otra pata alternativamente. Su voz también denotaba su ansiedad.
—Todos mis libros y manuscritos están a salvo. Los Micones se han encargado de ponerlos a buen recaudo en un rincón seguro de las cavernas.
No había razón para demorar por más tiempo la última fase del rescate, así que el dragón se aproximó al agujero. Entrar por él no resultaría una tarea fácil ya que su enorme corpachón igualaba el contorno. Cupelix enroscó de manera apretada la cola contra el pecho y empezó a introducirse por el triangular hueco.
—Mete ahora las alas. ¡Ciérralas más! Eso es —lo instruyó Sturm.
—Por fortuna, soy un ejemplar muy esbelto —comentó el dragón con cierta sorna. Tras unos cuantos esfuerzos, logró por fin pasar a través de la abertura y sólo su cabeza asomó sobre el pavimento. Miró a su alrededor y esbozó un comentario.
—Creo que voy a echar de menos este sitio.
—¡Vamos, muévete! —lo urgió Kitiara. La cabeza del dragón se hundió. Cupelix cayó a plomo doce metros antes de tener oportunidad de abrir las alas para frenar la caída. El impacto del golpe, cuando se precipitó sobre el suelo de la caverna, sacudió la estructura del obelisco hasta los cimientos. Para el dragón, sin embargo, aquello no representó más que una pequeña voltereta y su voz telepática llegó a los humanos advirtiéndoles que se encontraba bien y que podían iniciar los trabajos. Sturm y Kitiara salieron al exterior.
—Cupelix está a cubierto —avisó el caballero al jefe de los gnomos.
Tartajo se llevó dos dedos a la boca y emitió un penetrante silbido.
—¡Comenzad con el vertido! —gritó.
Sus compañeros, repartidos a intervalos regulares en la plataforma más alta de los tres andamiajes, aplicaron el vitriolo en las oscuras franjas de plomo. Al momento, de las paredes emanaron unas volutas de vapores nocivos, y los hombrecillos comenzaron a toser, a excepción de Bramante y Remiendos, que se habían fabricado un Filtro Buconasal Para Emanaciones Cáusticas, Fase II. A cualquier observador avispado no le habría pasado desapercibido que los tales «filtros» estaban elaborados con unos viejos pañuelos y un par de tirantes. Acabada la primera hilera, Tartajo voceó:
—¡Bien! ¡Descended al siguiente nivel e impregnad esa franja!
Los gnomos bajaron primero las improvisadas retortas a la plataforma inferior. Chispa se descolgó entre el intrincado repertorio de cuerdas y tablones y, al posar el pie en la madera, dio una patada al recipiente. El aceite de vitriolo se derramó y comenzó a corroer la madera y el cordaje en un visto y no visto.
—¡Cuidado! —voceó Sturm. Los soportes cedieron bajo los pies de Chispa y se rompieron en dos. El gnomo trató con desesperación de recuperar el equilibrio, pero fue inútil. Por fortuna, Kitiara reaccionó y se plantó de un salto al pie del andamio, justo a tiempo de extender los brazos y recoger el cuerpo del mecánico.
—Te estoy muy agradecido —dijo Chispa.
—Sin duda.
Entretanto, las paredes del obelisco soltaban nubes de vapor, bajo las que se percibían unos regueros negruzcos que chorreaban por el mármol allí donde el vitriolo había licuado el plomo. El corrosivo fluido penetraba con perseverante eficacia en las uniones por lo que, media hora después de comenzada la operación, los gnomos ya habían bajado a la cuarta plataforma. Sturm, que observaba con interés la reacción de la estructura, hizo un comentario.
—Parece que sí, que lo diluye; sin embargo, no da la impresión de que afecte al conjunto.
—El efecto es acumulativo —explicó Tartajo—. Sin el soporte de las uniones, cada bloque cederá bajo el peso de los que tiene encima. Para cuando hayamos alcanzado el nivel del suelo, toda la estructura se habrá desviado de la vertical al menos un metro. La cuarta pared no soportará la fuerte tensión de un desequilibrio tan acusado, y el obelisco se desplomará.
Con lentitud, el púrpura oscuro del cielo fue clareando hasta adoptar un profundo rosado. Sturm frunció el entrecejo.