El guardian de Lunitari (43 page)

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Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

—Pronto saldrá el sol. ¿Afectarán las descargas el proceso?

—¿Cómo no? —La voz de la mujer sonó tensa—. Lo más probable es que la torre se nos venga encima. —Se acercó en un par de zancadas al pie del andamio y apremió a voces—. ¡Daos prisa! ¡Se acerca el amanecer!

Como era de esperar por su condición de gnomos, el trabajo bajo la presión del inminente amanecer provocó accidentes que se sucedieron de forma continua. Quemaduras con vitriolo, caídas y esguinces de tobillos se multiplicaron como una plaga contagiosa.

Las estrellas se difuminaron en un cielo cada vez más claro. Los habituales trazos brillantes de los meteoros recorrieron fugaces el horizonte de un extremo al otro y, al instante, la profunda quietud se rompió por una vibración en el aire que sólo fue perceptible a Kitiara.

—¡Fuera de ahí! ¡Rápido! —vociferó.

Los gnomos saltaron de los andamios como ratones que escapan de un edificio en llamas. Las vigas crujieron y se resquebrajaron al empaparse de vitriolo derramado; una espesa capa de grisáceos vapores nocivos velaba todo el tercio inferior del obelisco.

—¡Corred! —gritó Sturm—. ¡Corred tan lejos y tan rápido como podáis!

El caballero levantó en volandas al regordete y lento Carcoma y se lo echó al hombro. Kitiara se ocupó de Bramante y Chispa, los últimos en abandonar el andamiaje. Corrieron hacia donde se encontraba
El Señor de las Nubes,
tras el costado de la torre cuya pared no había sufrido la mordedura del vitriolo. Dejaron atrás la nave y ya alcanzaban la zona donde el terreno iniciaba su suave ascenso hacia los lejanos farallones, cuando se produjo un horrendo sonido rechinante que sobrepasó el estruendo de la primera descarga de energía. El valle retumbó.

Chispa, a pesar de su incómoda posición bajo el brazo de Kitiara, volvió la cabeza hacia atrás.

—¡Los bloques están cediendo! —exclamó con regocijo.

Todos frenaron su alocada carrera y miraron hacia atrás. Sus ojos se quedaron prendidos en el extraordinario evento que se desarrollaba.

Unas descargas de rayos azulados zigzaguearon restallantes desde el pináculo del obelisco, pero no alcanzaron los distantes taludes que abrazaban el valle, sino que se descargaron sobre el seco terreno, a cien metros de la base del monumento. El obelisco presentaba una inclinación perceptible. Bloques enteros se hundieron en el suelo. Por un instante, pareció que la descomunal aguja resistiría la pérdida de aquellos bloques, pero el peso de las secciones superiores fue más de lo que pudo aguantar la debilitada base. El gigante pétreo de ciento cincuenta metros de alto comenzó a inclinarse, de manera lenta e inexorable. El mármol se resquebrajó bajo la desmesurada presión. El pináculo se desprendió de la estructura cuando ésta todavía estaba a medio camino del suelo y, al desplomarse, levantó el fragor de cien truenos. Bloques enteros de cuatro metros por dos, y noventa centímetros de grosor, se precipitaron sobre el terreno esponjoso que se abrió en profundos cráteres. El obelisco se derrumbó como un árbol talado; secciones de varias toneladas de peso se desgajaron unas de otras en medio de atronadores crujidos. El remate en forma de pirámide centelleó y una miríada de chispas blancas y azules lo adornaron con una efímera corona. Un resplandor fantasmagórico, como un fuego fatuo, se alzó sobre la henchida nube de polvo, mudo testigo de la caída del gigante, y luego se disipó.

El sordo retumbar se desvaneció. Un profundo silencio cayó sobre el valle.

—¡Dioses! —musitó Tartajo con solemnidad.

—Funcionó —dijo Alerón.

—En verdad, sí —susurró Remiendos.

De pronto, Kitiara irrumpió en un largo y estridente grito de victoria al tiempo que daba saltos de alegría.

—¡Lo conseguimos! ¡Lo conseguimos!

Sturm se sorprendió a sí mismo; sonreía de oreja a oreja, satisfecho.

No obstante, a medida que se acercaron al derrumbado coloso, un reverente silencio se adueñó de los componentes del grupo. Los inmensos bloques de mármol yacían erectos, un tercio de su volumen hundido en el suelo. Sturm los contempló maravillado. La peculiar estructura del obelisco todavía era reconocible. El caballero escaló unos bloques apilados cerca de la, hasta entonces, base de la torre. El cúmulo de polvo provocado por el derrumbamiento se elevaba en el aire y formaba un anillo bermejo que flotaba en el cielo. Al hombre lo asaltó una idea extraña: ¿Podrían los astrónomos de Krynn percibir aquel anillo de polvo? La peculiar corona se extendía kilómetros y kilómetros, y su color era más oscuro que el de la superficie de la luna. Y, si los astrólogos lo vislumbraban, ¿plantearían teorías, pronunciarían eruditos discursos sobre la causa y el significado del evento?

Todo el grupo se reunió en la base del obelisco. Parte de la bóveda se había desplomado sobre el agujero del pavimento y había dejado un pequeño resquicio por el que sólo una persona muy pequeña podría pasar. Kitiara llamó a Remiendos.

—Entra y llama al dragón —le instruyó—. Comprueba que se encuentre bien. He tratado de comunicarme con él, pero no me ha contestado.

Remiendos se apresuró a meterse bajo la arqueada piedra y, como respuesta a su llamada, todos percibieron un telepático «¡Victoria!»

—Está vivo —proclamó Tartajo ante la evidencia.

—Retiremos todas estas piedras —dijo Sturm.

—Apártate, pequeño Remiendos. ¡Voy a salir!

El joven gnomo escapó a gatas de la bóveda, y todo el grupo retrocedió. La masa de bloques saltó por el aire y Cupelix emergió, el ancho rostro iluminado por una radiante sonrisa; los enormes dientes centelleaban. El dragón echó la cabeza hacia atrás y una profunda inspiración ensanchó su pecho.

—¡Regocijaos, amigos mortales! ¡Soy libre!

—No te ha sido difícil levantar esos bloques de piedra —comentó Kitiara.

—Así es, mi querida Kit. Al romperse la estructura ¡también quedó roto el hechizo restrictivo! —Cupelix respiró hondo y absorbió la tibia brisa con anhelantes boqueadas—. ¡Qué dulce es el primer aliento en libertad!, ¿no os parece?

Tras los primeros minutos de regocijo, nadie sabía muy bien qué hacer a continuación. Tartajo, con expresión meditabunda, propuso algo.

—Supongo que deberíamos iniciar los preparativos para nuestra marcha. Es decir, suponiendo que
El Señor de las Nubes
se eleve sólo con la bolsa de gas etéreo.

—Lo hará —afirmó con rotundidad Kitiara. Sturm le dirigió una mirada interrogante, a lo que la mujer respondió con una sonrisa propia de la Kit de antaño.

Cupelix extendió las alas. En el cerrado confinamiento del obelisco, jamás las habría desplegado en toda su magnificencia y ahora, al contemplarlas, emitió un gruñido de satisfacción. El dragón se elevó en el aire con un poderoso impulso y, con un aleteo pausado, exhuberante, ganó altura. Giró, planeó, se cernió sobre el grupo, colgado inmóvil en el aire, las alas henchidas por las corrientes de aire. Llegó a tanta altura que se redujo a un punto dorado en el cielo y después cayó en picado, con un salvaje abandono; por un instante pareció que se estrellaría en las ruinas del obelisco, pero en el último momento eludió el suelo por medio de una grácil curva.

Sturm apartó la mirada del jubiloso dragón y se encontró con que los demás se habían marchado y lo habían dejado solo. Kitiara trepaba por los montones de ruinas; los gnomos se habían dispersado entre los bloques de mármol y tomaban medidas, discutían y disfrutaban coa alborozo de su triunfo.

La guerrera encontró en medio de los escombros los maravillosos tapices que viera en la guarida de Cupelix. Estaban hechos girones, pero aquí y allá se percibían fragmentos enteros que eran identificables. El dragón no se había tomado la molestia de salvar las deterioradas colgaduras, y la mujer se preguntó el porqué de tal actitud. Vislumbró un trozo del cuadro de La Asamblea de los Dioses, la parte en la que aparecía el rostro de la Reina Oscura. El tamaño del regio semblante entramado, casi igualaba la altura de Kit; con todo, la mujer enrolló el fragmento y se lo ciñó a la cintura; no sabía el motivo, pero sintió la imperiosa necesidad de salvar aquel pedazo de tela.

—¿Te apetece dar una vuelta? —dijo Cupelix.

Kitiara levantó la vista y se encontró al dragón cernido sobre ella; el batido de las poderosas alas levantó nubes de polvo en las ruinas. La mujer vaciló un breve instante.

—Me gustaría. Pero nada de acrobacias —dijo con voz recelosa.

—Por supuesto que no. —Las fauces del dragón se distendieron en una de sus peculiares sonrisas intimidantes.

Se posó junto a la guerrera y cuando ésta se hubo acomodado sobre su cuello le preguntó si estaba preparada.

Acto seguido, se lanzó al aire en un ascenso directo y vertiginoso que dejó a Kitiara sin aliento. Luego, con un batir de alas lento e indolente, voló en círculos sobre las ruinas y la nave.

La mujer sintió renacer la misma exaltación experimentada durante los primeros minutos de vuelo en
El Señor de las Nubes,
cuando contempló todo Krynn tendido a sus pies. Y así, con el corto cabello revuelto por el aire y el semblante iluminado por una amplia sonrisa satisfecha, la contempló el atónito Sturm.

—¡Eh, Sturm Brightblade! ¡Yuuu... juuu! —lo saludó al pasar sobre su cabeza—. ¡Deberías probar esto!

Los gnomos vitorearon entusiasmados cuando Cupelix se elevó en un ascenso vertical. El caballero observó con detenimiento la estampa del dragón, con Kitiara a su espalda, en un vuelo vertiginoso. Su espíritu se conmovió con un extraño desasosiego. No era que temiese por la seguridad de Kit. Había algo en la imagen de la mujer que cabalgaba sobre el dragón, que despertaba un frío terror en lo más hondo de su ser.

La voz de Argos lo sacó de tan inquietantes sensaciones.

—Me alegro de que lo pasen tan bien, pero deberíamos iniciar los preparativos para la marcha —dijo el gnomo con aspereza.

Sturm agitó las manos para llamar la atención de Kitiara y con un gesto le indicó que bajara. Tras varios fingidos ataques en picado sobre los escombros, los gnomos y Sturm, Cupelix aterrizó y la mujer desmontó de un salto. Tenía el rostro arrebolado.

—Gracias, dragón. —Luego, palmeó a Sturm en el hombro—. Pongámonos en marcha; no tenemos por qué perder todo el día aquí —dijo.

Los humanos y los gnomos se encaminaron hacia la nave, que permanecía amarrada a las estacas clavadas en el suelo. En un momento de vandalismo creativo, Chispa y Trinos habían llegado al acuerdo de seccionar las inútiles alas así como la cola; por ello, la embarcación ostentaba una apariencia austera y truncada.

Kitiara, sonriente, tarareaba una marcha castrense.

—¡Levanta esos pies, soldado! —dijo al enlazar su brazo al de Sturm.

—¿Por qué estás tan contenta? Existe la posibilidad de que la nave no alce el vuelo.

—Estoy segura de que volaremos. Así ocurrirá.

—Me comportaré como un cabeza a pájaros si con eso contribuyo a que se levante del suelo. —Ella se rió de su tono circunspecto.

Los gnomos ya habían cargado la nave con alimentos, agua y unos cuantos utensilios para casos de emergencia: los tablones sobrantes, las herramientas, los clavos, etc., etc. Sturm se agachó junto al casco de la embarcación y comprobó que la quilla se asentara con firmeza en el terreno. Los gnomos subieron deprisa por la rampa, pero los dos guerreros hicieron una pausa, con uno de los pies en el maderaje y el otro todavía en el rojizo suelo.

—¿Creerá alguien que hemos estado aquí? —preguntó él, mientras recorría con la vista el panorama—. Parece una fantasía descabellada.

—¿Qué importa? Sabemos dónde hemos estado y lo que hemos hecho; aunque jamás se lo contemos a nadie, nosotros lo sabremos.

Los dos subieron por la rampa y la cerraron tras de sí. Después de asegurarla, Sturm se dirigió a la cubierta y Kitiara desapareció en la bodega.

Cupelix descendió en picado, batió las alas con fuerza, y aterrizó con grácil suavidad junto a
El Señor de las Nubes.

—¡Espléndido, amigos míos! He vuelto a nacer... no, ¡he nacido por vez primera! Libre por fin de ese sarcófago pétreo, soy un nuevo dragón. ¡En adelante, ya no me llamaré Cupelix, sino Pteriol el Aeronauta!

—Encantado de conocerte, Pteriol —dijo Remiendos.

—Mejor será que nos pongamos en marcha mientras haya luz de día —interrumpió el caballero. Tartajo se mostró de acuerdo.

—Sí, sí. Escuchad; cada uno se colocará junto a los cabos de amarre. Cuando dé la señal, soltad los nudos.

—Adviérteles que recojan las cuerdas. Son las últimas que nos quedan —intervino Bramante.

—¡Y recoged los cabos! —gritó Tartajo—. ¿Preparados? —Los gnomos, lanzaron gritos afirmativos—. Muy bien. Atentos... ¡soltad amarras!

El grupo desanudó los cabos casi la mismo tiempo. A Pluvio, situado en la popa, le había tocado en suerte un nudo bastante prieto y se demoró un poco más. La nave se balanceó a uno y otro lado, los maderos de la quilla crujieron.

—¡Tenemos mucho peso! —gritó Alerón.

En aquel momento, retumbó bajo sus pies el ruido inconfundible de maderos que se quebraban. El lado de estribor se alzó con brusquedad y todos salieron despedidos hacia babor y rodaron en un confuso revoltijo; Sturm se golpeó la cabeza contra la estructura del puente de mando. Luego, con un crujido ensordecedor,
El Señor de las Nubes
se enderezó y comenzó a elevarse con lentitud.

—¡Holaaa! —llamó Pteriol—. ¡Habéis perdido algo!

El caballero y los gnomos se asomaron por la borda. Se elevaban muy despacio y habían alcanzado una altura de unos quince metros; desde allí, se divisaba claramente una amplia sección de la quilla y un bulto oscuro de metal caídos en el rojizo terreno.

—¡El motor! —aulló Chispa. Trinos emitió un alarido semejante al grito de un halcón. Ambos se precipitaron hacia la escalera que bajaba a la bodega. Cerca de la escotilla de la cubierta inferior, Chispa se dio de bruces con Kitiara, que silbaba una tonada popular de Solace.

—¡Rápido! ¡Hemos perdido el motor! ¡Volvamos a recogerlo! —gritó el excitado gnomo.

La mujer cesó de silbar.

—No —respondió con firmeza.

—¿No? ¿No?

—Desconozco todo lo relacionado con la navegación aérea; no obstante, sí sabía que la nave tenía demasiado peso para elevarse. En consecuencia, tomé las medidas oportunas para aligerarla de cualquier carga superflua.

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