El guardian de Lunitari (45 page)

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Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

Ella irguió los encorvados hombros y respondió con gran determinación.

—Estás equivocado, Sturm. El éxito es lo único que perdura en el recuerdo. Lo que cuenta es triunfar, nada más.

Él intentó replicarle, pero en aquel momento se abrió de golpe la puerta del puente de mando y una bocanada de aire helado precedió la entrada de Carcoma. El gnomo, que llevaba la cabeza envuelta con harapos de franela y guata, se detuvo en el umbral y señaló con un gesto dramático hacia la popa.

—¡El dragón! —gritó—. ¡El vuelo de Cupelix es inestable!

Toda la tripulación estaba arracimada en la popa, y cuando Sturm y Kitiara se les unieron, la concentración de peso propició una abrupta inclinación hacia atrás.

—¡Separaos! ¡No podemos quedarnos t...todos en el mismo lugar! —gritó Tartajo.

—Has tartamudeado. —Alerón sacudió la cabeza y lo miró de hito en hito.

—No importa ahora —intervino Kitiara, con la mirada fija en Cupelix. El dragón iba muy rezagado, quince metros más abajo de
El Señor de las Nubes;
mantenía las alas en posición de planeo y sólo las batía de tanto en tanto. El largo cuello se doblaba en una pronunciada curva y las poderosas patas traseras, que por lo común apretaba contra el vientre al volar, colgaban fláccidas. Kitiara hizo bocina con las manos y lo llamó.

—¡Cupelix! ¡Cupelix! ¿Me escuchas?

—Sí, querida mía.

—¡Puedes lograrlo, bestia! ¿Me oyes? ¡Puedes hacerlo!

—No. Se acabó... demasiado agotado.

La cola del dragón se derrumbó y el animal se tambaleó.

—¡Bate las alas, maldito! ¡No te des por vencido, eres un dragón broncíneo! ¡Ésta es tu oportunidad, Cupelix! ¡Tu oportunidad de ir a Krynn!

—No puedo más... estaba escrito, querida Kit.

—¿Podemos hacer algo? —preguntó Sturm a voces.

—Decid a otros que vivo. Pedid a otros que visiten Lunitari.

—Lo haremos —gritó Pluvio.

—Que traigan libros... Que vengan filósofos... Que...

La voz telepática se desvaneció. Los movimientos de las alas se debilitaron por momentos. Kitiara aferró a Alerón por el cuello de una forma tan brusca que lo levantó en el aire.

—¿Por qué no puede volar? —inquirió con furia impotente—. ¿Por qué pierde altura?

—El aire es demasiado tenue y sus alas no son lo bastante grandes para soportar su peso a tanta altura. —El gnomo estaba medio ahogado. Sturm forzó a la mujer a soltar su presa; ella dejó a Alerón en el suelo y el gnomo emitió un ronco resuello.

—El Señor de las Nubes
siguió elevándose porque contaba con dos pares de alas y la bolsa de gas. Él no tiene ni lo uno ni lo otro —añadió el gnomo una vez recuperado.

—Adiós.

Kitiara se abalanzó sobre la batayola. El astro carmesí se había reducido a un círculo del tamaño de un plato; en contraste con la esplendente luna, se perfilaba la oscura figura del dragón, una silueta atormentada. Cupelix, mal llamado Pteriol, se precipitó en una horripilante caída a plomo. Alerón hizo un precipitado comentario sobre el frustrado vuelo del dragón. Los macizos músculos de la espalda del reptil se contraían por brutales calambres; las alas se retorcían con espasmos. Por fin, tras un colosal esfuerzo sin duda doloroso, el dragón recobró el equilibrio y redujo la velocidad del descenso. Tras él dejó una estela continua de escamas broncíneas, arrancadas por la terrible tarea realizada.

—¡Cupelix! ¡No me dejes! ¡Nuestro trato! —Kitiara estaba desesperada—. ¡Estoy perdiendo la fuerza! ¿Me oyes? Te necesito... nuestros planes...

Sturm la asió por los hombros y tiró de ella para apartarla de la batayola, pero los dedos de la mujer se aferraban, con todas sus fuerzas, a la suave madera, crispados como garfios.

—Adiós, querida Kit —
fue lo último que oyeron antes de que el acariciante roce de la voz telepática del dragón se perdiera en el silencio. Argos subió al techo del puente y oteó la luna con su catalejo, pero no percibió nada.

—¡Adiós, dragón! —gritó y cerró con un golpe seco su telescopio; luego, bajó de nuevo a la cubierta. El grupo de hombrecillos se dispersó en silencio.

Kitiara se echó a llorar, con el rostro enterrado en el pecho de Sturm, quien, aún más turbado por las lágrimas de la mujer que por el trágico fracaso del dragón, sólo pudo articular: «Lo siento».

De repente, ella lo rechazó de un empujón.

—¡Bestia estúpida! ¡Habíamos hecho un trato! ¡Nuestros planes, nuestros fabulosos planes! —Kitiara se sintió avergonzada y se limpió las lágrimas a manotazos, pero no pudo evitar que su voz temblara—. Todos me abandonan. No hay nadie en quien pueda confiar.

El hombre sintió que su compasión por la mujer se evaporaba.

—¿Nadie en quien puedas confiar? ¿Nadie? —preguntó con frialdad.

La mujer guardó un obstinado silencio. Sturm se dio media vuelta y la dejó sola en la cubierta.

* * *

Cupelix, vencido por las alturas que había soñado conquistar, planeó en una amplia espiral hacia la luna que fue, y siempre sería, su hogar. Los músculos le ardían a causa del agotamiento, y el odioso frío de las capas altas del aire le había entumecido el corazón y el alma. Sobrevoló los paisajes familiares, envueltos en el velo de la noche, hasta que los farallones que rodeaban su valle pasaron bajo sus patas descolgadas. Al llegar a las ruinas del obelisco, se posó, y la astada cabeza cayó con un sordo golpe en la arena rojiza. El polvillo le entró en las fosas nasales y lo hizo estornudar.

—Salud —oyó que alguien decía.

—Gracias —respondió con debilidad el dragón—. Un momento... ¿quién ha hablado?

Una figura diminuta apareció tras uno de los montones de lastre dejados por los gnomos, con quienes guardaba cierta semejanza el pequeño personaje, con la diferencia de que éste era barbilampiño y todo él —piel, ojos, ropajes— rojo.

—Fui yo —contestó la pequeña criatura—. Es el deseo que por lo general se expresa cuando alguien estornuda.

—Ya lo sé —dijo impaciente el dragón, que se sentía demasiado agotado para resistir la dialéctica gnoma—. ¿Quién eres?

—Tenía la esperanza de que me lo dijeses tú. Hace un día que desperté y vago desde entonces.

Cupelix se levantó sobre sus patas traseras y plegó las alas con toda clase de cuidados, ya que tenía las articulaciones doloridas. Soltó un gemido siseante, más fuerte que el de cien serpientes juntas.

—¿Te duele? —le preguntó solícito el hombrecillo rojo.

—¡Mucho!

—He visto un frasco de linimento por ahí. Quizá te vendría bien un poco. —El diminuto personaje se llevó los dedos a los labios y musitó—. Aunque, no sé muy bien qué es un linimento...

—No importa, Hombrecillo Rojo. Haz el favor de ir a buscarlo.

—¿Es ese mi nombre?

—Si te gusta, lo es.

—Parece muy apropiado, ¿verdad? —el simpático personajillo se alejó al trote en busca del frasco de El Eficaz Ungüento Del Doctor Dedo; de pronto se detuvo y se giró.

—¿Cómo te llamas? —inquirió.

—Cupelix.

El dragón consideró su situación. Sí, estaba condenado a vivir en esta luna pero, al menos, tenía con quien hablar. Bien mirado, las circunstancias no eran tan trágicas. Su voz resonó en el valle.

—¡Hombrecillo Rojo! ¿Te apetece comer algo?

31

Oro viejo

La segunda travesía de
El Señor de las Nubes
fue muy diferente a la primera; aquélla, con el incesante ronroneo del motor y el poderoso tremolar de las alas había dado a los que iban a bordo una sensación de actividad, la de recorrer un trayecto. La actual moción silente propiciada por la bolsa de gas había creado un ambiente de letargo que se propagó a todos los miembros del grupo. Había poco que hacer en lo que se refería al gobierno de la nave y, cuantos menos cometidos se presentaban, tanto más crecía la abulia.

Además, los gnomos empezaron a pelearse. Antes intercambiaban observaciones sarcásticas o suaves golpes de vez en cuando, y a los pocos segundos los habían olvidado y ninguno les daba importancia. Pero ahora, encerrados en el desmantelado casco de
El Señor de las Nubes,
el talante, noble por naturaleza, de los hombrecillos, se había perdido. Bramante y Remiendos tuvieron un altercado por la forma correcta de almacenar la pequeña reserva de cordaje que les quedaba. Carcoma perdió de manera paulatina su extraordinaria capacidad auditiva hasta recobrar un nivel normal y Chispa le hablaba a gritos todo el tiempo. Argos gritaba a Chispa por haber gritado a Carcoma. Alerón sostuvo un combate con Trinos y, horas después, todavía eran perceptibles las marcas rojas de las bofetadas en las mejillas de ambos. Y Pluvio, el pobre y sensible Pluvio, se acurrucó en un oscuro rincón y se puso a llorar. Tartajo fue en busca de Sturm.

—Las cosas se están p...poniendo muy feas. Mis c...colegas se comportan como una banda de enanos gully. Están aburridos; no t...tienen que realizar ninguna empresa importante, como derribar un obelisco.

—¿Qué puedo hacer? —se interesó el caballero.

—T...tendremos que encargarles algún c...cometido, algo que distraiga sus mentes de esta lenta t...travesía.

—¿Qué clase de cometido?

—Quizás Argos p...podría dirigir la confección de una relación c...con las estrellas; que les p...pongan nombres.

—No traería más que discusiones.

—P...podríamos hacer una hornada de p...panecillos.

—No queda harina —le recordó Sturm—. ¿Se te ocurre algo más?

—Bueno, p...podrías enfermarte de gravedad.

—Oh, no. Tus buenos colegas son capaces de cortarme en trozos para descubrir qué es lo que me pasa. ¿Algo más?

Los hombros del gnomo se hundieron en un gesto de derrota.

—Era m...mi última idea.

«Es serio», pensó Sturm. «Jamás había oído que un gnomo se quedara sin ideas». El caballero se atusó el bigote y propuso.

—Quizás haya un modo de conseguir que la nave se mueva más rápido.

—¿Sin m...motor?

—Los barcos que surcan los mares tampoco lo tienen. ¿Cómo lo hacen?

—Déjame p...pensar. —Tartajo apoyó la barbilla en los puños y frunció el entrecejo—. Con remos, velas, animales que los arrastran d...desde la orilla, magia... —En este punto el gnomo intercambió una mirada desaprobadora con el caballero—. C...con ruedas de paletas accionadas por fuerza muscular, remolcados por ballenas o s...serpientes marinas... —Las azules pupilas del gnomo se iluminaron—. Discúlpame, pero he de c...conferenciar con mis c...colegas.

—Estupendo. —Sturm siguió con la mirada a Tartajo, que se alejaba a toda prisa con brincos de alegría.

Al poco tiempo, de la cubierta inferior llegaron unos vítores generalizados. Los porrazos y los crujidos confirmaron de manera definitiva que la desusada indolencia de los gnomos había llegado a su fin. El caballero sonrió y buscó a Kitiara.

La mujer no estaba en el comedor; entonces, Sturm se dirigió a la cubierta inferior. Al pasar frente al umbral, ahora sin la puerta, del camarote de proa, vio que los gnomos se habían reunido allí. Chispa y Alerón dibujaban como locos sobre los tablones del suelo.

—No, no. Tenéis que incrementar el grado del arco, en relación con el ángulo de incidencia —indicaba Argos.

—¡Lo que hay que oír! Hasta un tonto sabe que se debe disminuir la superficie planar —rebatió Chispa, con un golpe de su pequeño puño sobre las tablas.

—¡Sí, un tonto, sí!

Sturm se alejó del camarote. Los gnomos se sentían de nuevo felices.

Descendió por la corta escalera hasta la bodega. La temperatura allí abajo era glacial; el delgado parche apenas impedía que entrara el aire pero no el frío. Encontró a Kitiara en un rincón, sentada en una de las robustas cuadernas. La mujer estaba bebiendo de su frasco de agua.

—Pareces cómoda —le dijo.

—Oh, lo estoy. ¿Te apetece un trago?

Sturm tomó la botella que le ofrecía y la llevó a sus labios, pero antes de beber, percibió el aroma dulzón de vino.

—¿De dónde lo has sacado?

—Cupelix me lo dio. Es vino de Ergoth.

El caballero tragó una pequeña cantidad. El caldo tenía un sabor dulce, pero al bajarle por la garganta lo abrasó. Se puso rojo, y Kitiara rió y le hizo burla.

—Es engañoso, ¿verdad? Al principio parece almíbar y luego te cocea como una mula a la que le ha picado una avispa —explicó.

—Creí que preferías la cerveza —comentó él, al tiempo que le devolvía el frasco. Kitiara echó otro trago antes de responder.

—La cerveza es para los buenos ratos, las buenas comidas y la buena compañía. El vino dulce de Ergoth es para los momentos melancólicos, la soledad, y los funerales.

—No deberías sentirte melancólica. Por fin, volvemos a casa. —Sturm se agachó en cuclillas frente a ella y Kitiara se recostó en la combada cuaderna.

—A veces envidio tu conformidad, pero en otros momentos me revienta. —Cerró los ojos y preguntó de manera inesperada—. ¿Te has preguntado alguna vez cómo será el resto de tu vida?

—Sólo en un sentido básico. Una faceta de la caballería es la aceptación del destino que te haya sido asignado por los dioses.

—Yo jamás podría pensar así. Quiero ser la artífice de mi futuro. Por ese motivo, me hacen tanto daño las oportunidades perdidas. Tenía fuerza y ahora está desapareciendo. Tenía un dragón como aliado, y también lo he perdido.

—¿Y Tanis?

Ella le clavó una fría mirada.

—Sí, maldita sea tu sinceridad. También perdí a Tanis. Y a mi padre. —Kitiara hizo dar vueltas la botella, ya casi vacía—. Estoy harta. Haré una promesa, Sturm, y tú serás mi testigo. De hoy en adelante, razonaré, reflexionaré, planearé y calcularé; todo cuanto sirva para alcanzar mi propósito será bueno, y aquello que lo dificulte, será malo. No confiaré en nadie, excepto en mí misma; no compartiré nada con nadie, excepto con mis más leales camaradas de armas. Seré la regente de mi propio reino, éste —dijo y se palmeó la pierna—, y no temeré a nada, salvo al fracaso. —Kit volvió el rostro hacia Sturm. Su mirada estaba ofuscada—. ¿Qué te parece mi resolución?

—Has bebido demasiado. —Él se levantó, dispuesto a marcharse, pero la mujer lo llamó.

—Hace frío aquí —protestó quejosa.

—Entonces, ven al camarote.

Kitiara levantó los brazos y trató de izarse. No se había incorporado gran cosa, cuando se hundió de nuevo en la cuaderna.

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