El guardian de Lunitari (15 page)

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Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

—No podemos ir todos. Las provisiones de agua y alimentos de que disponemos no son suficientes para sustentar al grupo en una larga marcha —argumentó Sturm.

—Yo m...me quedaré —intervino Tartajo—. Soy r...responsable de
El Señor de las Nubes.

—Buen chico. ¿Quién se quedará con él? —Los gnomos miraron con supuesto interés el cielo púrpura, las estrellas, sus zapatos; a cualquier parte, menos al caballero—. Los que permanezcan en la nave tendrán que encargarse de los trabajos de reparación.

Trinos gorjeó su aquiescencia y Chispa le secundó.

—¡Al infierno con la expedición! Nadie conoce el funcionamiento de los depósitos de relámpagos como yo; ¡me quedo!

—Yo también —intervino Pluvio—. No sé mucho sobre reconocimientos de terreno.

—Lo mismo digo —declaró Carcoma.

—¡Parad el carro! —los interrumpió Kitiara—. No os quedaréis todos. Pluvio, te necesitamos. Vamos a marchar a cielo descubierto, y, si amenaza tormenta, nos gustaría saberlo de antemano.

El gnomo esbozó una sonrisa y se colocó junto a la mujer a quien miró rebosante de felicidad por el simple hecho de saberse necesitado por alguien.

—Con que se queden tres será suficiente para guardar la nave. El resto, id a recoger vuestros pertrechos. Pero recordad, sólo llevaréis lo que seáis capaces de cargar a la espalda sin problemas. —Los gnomos asintieron con vigorosos cabeceos—. Muy bien. Una vez hayamos cenado, nos iremos a dormir y así estaremos descansados para emprender la marcha por la mañana.

—¿Y cuándo es por la mañana? —inquirió Crisol.

Argos extendió un trípode al que acopló su telescopio y examinó la bóveda celeste en busca de estrellas conocidas. Tras una larga observación, cerró el tubo del telescopio.

—Dentro de dieciséis horas. Quizá más —anunció.

—¡Dieciséis horas! —se escandalizó Kitiara—. ¿Por qué tanto?

—Lunitari no está situada en el mismo plano celeste que Krynn. Justo en este momento, la sombra de nuestro planeta natal se cierne sobre nosotros y hasta que no salgamos de ella, no habrá más luz que la que tenemos ahora.

—Tendrá que bastarnos —declaró el caballero. Luego se volvió hacia Remiendos que por ser el miembro más joven de la tripulación era el encargado de la cocina.

—¿Qué hay para cenar? —preguntó.

—Judías —la respuesta del gnomo fue concisa.

En efecto, la cena se limitó a unas judías cocidas y aderezadas con el pequeño trozo de jamón que les quedaba. Y, a juzgar por las apariencias, aquello sería también su desayuno.

Sturm se sentó en cuclillas bajo la curvatura del casco que formaba la proa de la nave y devoró el plato de alubias. Mientras comía, imaginó lo que les aguardaba más allá del polvo y de las rocas. El color del cielo no era negro, sino de un púrpura oscuro que se aclaraba hasta alcanzar un cálido rosado en la línea del horizonte. En este mundo, todo estaba fraguado en diferentes tonos de rojo —la arena, las rocas; incluso las judías blancas parecían tener un leve matiz rosa. El caballero se preguntó si todo el paisaje Lunitari sería tan yermo e inanimado como aquel otro.

Kitiara se paseaba arriba y abajo. La mujer había reemplazado la pesada capa de piel por otra más cómoda, pero conservaba puestos los pantalones y el jubón que le llegaba a la cadera y se había colgado la espada sobre el hombro izquierdo, como solían hacer a menudo los habitantes de Ergoth, pues de esa forma no molestaba en las piernas al caminar. Se acercó a Sturm y se dejó caer a su lado.

—¿No te gusta? —le preguntó señalando la cena inacabada.

—Las judías siempre son judías —replicó al tiempo que las dejaba caer de la cuchara al plato—. He comido cosas peores.

—Yo también. Durante el asedio de Silvamori, el menú de nuestra tropa se redujo a una sopa de bota cocida y hojas de árbol. ¡Y eso que éramos los sitiadores!

—¿Qué comían entonces los habitantes de la ciudad? —preguntó él.

—Nada. Miles murieron de inanición —respondió con voz tranquila, sin que al parecer el recuerdo la molestase en lo más mínimo. Sin embargo, a Sturm se le atragantaron las alubias que tenía en la boca como si fuesen un amasijo pastoso. Por fin, se decidió a preguntar.

—¿No te importa que pereciesen tantas personas?

—En realidad, no. De haber muerto otras mil, el asedio habría finalizado antes y no habrían caído tantos de mis camaradas.

A Sturm se le cayó el plato de las manos al escuchar tan frío razonamiento. Luego se incorporó y echó a andar. Kitiara quedó algo desconcertada por su reacción.

—¿Ya no quieres más? ¿Te importa si me las acabo yo? —le preguntó.

Él se detuvo y, sin volverse, le respondió:

—No, cómetelas todas. Esas masacres me quitan el apetito.

Después, ascendió por la rampa y desapareció en el interior de
El Señor de las Nubes.
Una súbita cólera se apoderó de la mujer. ¿Qué se creía que era ese joven maese Brightblade que se atrevía a mirarla por encima del hombro y despreciaba su código de guerrero?

De repente, la cuchara que Kit sujetaba con fuerza en la mano se partió y los trozos cayeron. Se los quedó mirando absorta; su ira había remitido con tanta rapidez como se había producido. La cuchara era de sólida madera de fresno y, sin embargo, se había quebrado limpiamente por el punto en que su pulgar había estado presionando. Las cejas de la guerrera se arquearon en un gesto de asombro. Llegó a la conclusión de que se trataba de un defecto en la madera.

10

La Primera Marcha Exploradora de Lunitari

Tras unas cuantas horas de descanso, los gnomos emergieron de la nave tambaleándose bajo los pesados bultos de herramientas, ropas, instrumentos y otros muchos trastos de difícil identificación. Kitiara miró con fijeza a Bramante y a Remiendos, que empujaban una especie de carretilla con cuatro ruedas.

—¿Qué lleváis vosotros dos ahí? —les preguntó.

Bramante clavó los talones en el suelo para detener la marcha del carricoche. Sobre el hombro izquierdo portaba un rollo de cuerda tan gruesa que le impedía girar la cabeza en aquella dirección.

—Pocas cosas y todas esenciales —respondió.

—¡Pero es ridículo! ¿De dónde demonios habéis sacado este artilugio?

—Lo hicimos entre Remiendos y yo. Es todo de madera, ¿ves? No tiene nada de metal. —Para ratificar sus palabras, el gnomo dio unos golpecitos con la punta del pie en la parte delantera del carro.

—¿Y de dónde salió la madera? —quiso saber Kitiara.

—Oh, echamos abajo unas cuantas paredes interiores de la nave.

—¡Por todos los dioses! Ha sido una buena idea el planear esta marcha. De no ser así, ¡en muy poco tiempo habríais desmantelado el barco por completo!

El grupo explorador se reunió en el terreno llano que se extendía por el lado de babor de
El Señor de las Nubes.
Los gnomos, con su habitual buen humor, se alinearon como una guardia de honor dispuesta a desfilar, y Sturm brindó una sonrisa a los joviales e ingeniosos hombrecillos.

—Tartajo me ha pedido que me ponga al mando de esta expedición por las montañas, con objeto de encontrar una veta de metal para reparar la nave; todos vosotros obedeceréis mis instrucciones. Mi... eh... colega, Kitiara, será responsable por igual de esta marcha. Cuenta con una considerable experiencia en incursiones de estas características, así que deberemos dejarnos guiar por sus sabios consejos. —Kitiara no agradeció el cumplido, sino que guardó silencio y se recostó contra el casco de la nave. Mantuvo una mirada fija e impasible hacia el frente, con la mano apoyada en la empuñadura de la espada.

—Argos calcula que las montañas están a unos veinticinco kilómetros, por lo que llegaremos a las estribaciones cuando empiece a amanecer, ¿no es así? —prosiguió.

Argos repasó una columna de números garabateados en el puño de su camisa.

—Veinticinco kilómetros en seis horas; sí, es correcto.

El caballero recorrió con la mirada a sus «tropas» alineadas. No se le ocurría nada más que decir.

—Bien, pongámonos en marcha. —Así dio por finalizada su primera arenga como líder tras unos instantes de vacilación.

Bramante y Remiendos corrieron alrededor de su remedo de carro y acomodaron unos largos palos en los soportes preparados en la parte delantera y en la trasera. Luego se colocaron en el palo posterior, mientras Crisol y Carcoma tomaban posiciones en el delantero.

—¡Una carreta exploradora de cuatro gnomos de potencia! —exclamó admirado Alerón.

—Fase I —aclaró Pluvio.

—Poneos en marcha —dijo Kitiara con impaciencia. Y sin más fanfarria ni festejos, comenzó La Primera Marcha Exploradora de Lunitari. Tartajo, Trinos y Chispa los despidieron desde el techo del puente de mando agitando las manos. Desde su elevada posición, observaron la marcha del grupo expedicionario hasta mucho después de que aquéllos perdieran de vista a
El Señor de las Nubes
en la fluctuante penumbra cárdena.

Kitiara se llevó a los labios resecos el odre de agua. Saboreó con placer el fresco y dulce líquido de Krynn. «Sólo un sorbito», se dijo. «Estos dos litros es todo cuanto queda.»

Sturm había sustituido su capucha de piel por el yelmo de guerra, una hermosa pieza solámnica de hierro y cuero adornada con dos cuernos. El caballero marcaba un ritmo rápido con sus largas y poderosas zancadas y caminaba a la derecha de la formación de gnomos. Kitiara, que iba a la izquierda y un paso más atrás que él, había adoptado una marcha fácil y relajada que amenguaría el cansancio.

Mantuvieron un ritmo constante durante casi dos horas y luego Sturm ordenó hacer un alto para descansar. Esta decisión provocó las airadas protestas de los gnomos que llevaban el carro; ellos pretendían hacer todo el trayecto de una sola tirada, pero el caballero no se dejó convencer. No había necesidad de apresurar la marcha pues llegarían a las colinas en poco tiempo.

Se sentaron en círculo con las espaldas apoyadas en el carricoche. Kit se puso, a propósito y sin disimulo, lejos de Sturm y el hombre suspiró para sus adentros. «¿Qué voy a hacer con esta mujer?», pensó.

La Medida de los Caballeros de Solamnia proclamaba que el trato debido a las mujeres había de ser en todo momento cortés y respetuoso, incluso en el caso de que su comportamiento no las hiciese merecedoras de ello. Estaba muy claro. Sturm sentía un gran respeto por Kitiara como guerrero, pero su relajada moralidad lo hacía entrar en conflicto. Vivía con un entusiasmo tan agresivo, luchaba y amaba de una forma tan desenfrenada que él no lograba comprenderla. ¿Y a qué guardaba lealtad? Los vínculos eran los pilares en los que se sustentaba una persona en los momentos de adversidad, pensó el caballero. Sin embargo, ella se burlaba de los sentimientos compasivos y de los dioses. Tomaba parte en invasiones y matanzas carentes de justicia y honor. ¿Qué conmovía el corazón de Kitiara?

Sturm se recostó contra el carro. ¿Se llevarían bien su padre y su madre cuando se encontraron por primera vez? Sabía que se habían amado profundamente a pesar del carácter orgulloso e independiente de ambos. Rememoró de nuevo la escena presenciada en el patio de armas del Castillo Brightblade, cuando sus padres se vieron por última vez. Se habían abrazado, pero no se besaron. La nieve caía en remolinos a su alrededor.

Nieve.

De manera imprevista, lo sacudió un estremecimiento tan violento y súbito que sus dientes entrechocaron. El paisaje carmesí de Lunitari se desdibujó ante sus ojos hasta desvanecerse por completo y, bruscamente, ¡se encontró en medio de una ululante tormenta de nieve! La campiña no le era familiar, pero supo que se hallaba en Krynn.

Vio una fila de hombres, cuatro en total, que caminaban con dificultad por la profunda nieve, iban arropados con mantas viejas y pieles hechas jirones bajo las que se advertía el apagado brillo de las armaduras. Las fundas de las espadas chocaban contra las piernas mientras se afanaban por el desolado bosque helado.

—¿Sturm? ¡Sturm!

Parpadeó aturdido, y al abrir los ojos se encontró con Kitiara agachada frente a él.

—¿Qué? —preguntó con voz débil.

—¿Te ocurre algo? Hace un rato que tienes la mirada perdida y no cesas de gemir. ¿Estás enfermo?

El caballero se llevó la mano al rostro. Tenía la piel fría como el hielo.

—No lo sé. De repente me pareció encontrarme en otro lugar —balbuceó desconcertado.

Kitiara, olvidado su enfado, preguntó interesada.

—¿Dónde?

—N...no lo sé. No reconocí el paraje. Pero estoy seguro de que era en Krynn... Había una tormenta de nieve y vi a varios hombres perdidos en el bosque. —Sturm sacudió la cabeza para aclarar su mente—. No lo comprendo.

—Yo tampoco. ¿Quieres que lo consulte a Pluvio? —La sugerencia de la mujer no le agradó. A pesar de que el pronosticador del tiempo poseía algunos conocimientos médicos, el caballero todavía recordaba la accidentada recuperación de Argos y su barba cortada.

—No, no. Me encuentro bien. —Se puso de pie. El aire fresco y sutil de Lunitari actuó como un bálsamo.

—Pongámonos en marcha —dijo tras respirar hondo un par de veces.

Los gnomos se levantaron de un salto y retomaron sus posiciones alrededor del carro. Bramante y Remiendos lo empujaron mientras que Crisol y Carcoma tiraban de él para que se moviera. Pero, durante el rato que habían estado descansando, las ruedas del carricoche se habían hundido en el esponjoso césped a causa del peso. El artefacto se columpió con levedad, atrás y adelante, pero se negó en redondo a salir de los surcos abiertos bajo sus ruedas.

—¡Dioses misericordiosos! —protestó Kitiara. Impaciente, se colocó entre Crisol y el costado del carro y agarró el palo con la mano izquierda—. ¡Todos a una! —gritó, al tiempo que tiraba con todas sus fuerzas. Los tendones se le marcaron en el cuello y... ¡crack! El palo se quebró justo por donde lo sujetaba la mujer y tanto ella como el gnomo cayeron al suelo dando tumbos.

—¡Lo ha roto! —exclamó Remiendos.

—Simplezas. Ese palo era de madera sólida de diez centímetros de espesor —refunfuñó Argos, que observaba el tocón astillado.

—Tendría un defecto —sugirió el piloto.

Argos había estado examinando la madera.

—No. Es tan firme como las peñas del Monte Noimporta —declaró y miró a Kitiara con los ojos entrecerrados; ella aún sujetaba el trozo de palo—. Y lo has roto con una sola mano.

La mujer, sin decir una palabra, lo tomó con ambas manos y comenzó a ejercer presión. La madera se astilló con un sonoro crujido.

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