—¿Por qué vamos en dirección Este, en lugar de Noreste, rumbo a las Llanuras de Solamnia?
—Pluvio d...dice que hay una turbulencia en esa dirección. C...cree que es más prudente dar un rodeo —explicó el gnomo y desapareció en el puente de mando.
—¡Sturm, mira eso! —gritó Kit—. ¡Es un pueblo! Se ven los tejados y el humo de las chimeneas... y ganado! ¿Crees que la gente podrá vernos desde allá abajo? ¡Sería divertidísimo caer sobre sus cabezas a toque de trompetas! ¡Ta-ta! ¡Les daríamos tal susto que envejecerían diez años, por lo menos!
Sturm, sin moverse del sitio en donde se había sentado al salir a cubierta, respondió con voz apagada.
—Jamás he temido a las alturas, lo sabes. Arboles, torreones, cumbres de montaña, nada me ha inquietado; pero esto..., esto es diferente.
—¡Es maravilloso, amigo! Vamos, sujétate a la barandilla y mira hacia abajo.
«Debo ponerme de pie», se dijo Sturm, «la Medida exige que un caballero se enfrente al peligro con honor y coraje»; pero los Caballeros de Solamnia no habían previsto un viaje por aire en su código de conducta. «Además, debo demostrar a Kitiara que no tengo miedo.» Sturm asió la barandilla.
«Mi padre, lord Angriff Brightblade, no se habría asustado», se amonestó, mientras se levantaba. La sangre le palpitó en los oídos. Ni el poder de su espada ni la disciplina de la batalla lo ayudarían en esta situación. Se trataba de una prueba más dura. Lo desconocido.
El hombre se puso de pie. El mundo allá abajo se deslizaba ondulante como una cinta agitada por el viento; en el horizonte se divisaba el destello de las aguas azules del Nuevo Mar, y Kitiara parloteaba con entusiasmo de los barcos que vislumbraba a los lejos. Sturm respiró hondo y se desembarazó del temor como quien se quita de encima una vestidura manchada.
—¡Fantástico! —exclamó una vez más la joven—. ¿Sabes una cosa, amigo? Retiro cuanto he dicho de los gnomos. ¡Esta nave voladora es algo fabuloso! Imagínate lo que podría lograr un general que dispusiera de una flota de estos artefactos en la que transportar a sus ejércitos. No habría paredes lo bastante altas para detenerlo. Ninguna flecha podría llegar a esta altura. No existiría en todo Krynn un sólo lugar capaz de defenderse de una flota de naves voladoras.
—Sería el fin del mundo —interrumpió Sturm—. Ciudades saqueadas y quemadas, granjas asoladas, gentes exterminadas... Igualaría al desastre del Cataclismo.
—Siempre ves el lado negativo de las cosas.
—Es que ya ha ocurrido antes, ¿sabes? En dos ocasiones los dragones de Krynn intentaron someter al mundo desde el aire; y lo habrían logrado de no ser por el gran Huma, que los derrotó a través de la Dragonlance.
—Sucedió hace mucho tiempo. Además, los hombres son diferentes a los dragones.
El caballero abrigaba serias dudas al respecto.
En aquel momento, Carcoma y Pluvio ascendieron por una escalera hasta el techo del puente de mando y lanzaron al viento una enorme cometa que se elevó sobre las alas de la nave; daba sacudidas y tirones del cable como una trucha recién pescada.
—¿Qué os proponéis ahora? —preguntó Kitiara.
—Lanzamos una sonda de relámpagos —respondió Carcoma—. Pluvio dice que los olfatea en las nubes.
—¿Es peligroso? —inquirió el caballero.
—¿Eh? —El gnomo se llevó una mano a la oreja.
—Digo que si es...
Un deslumbrante fogonazo ahorquillado se descargó sobre la cometa antes de que Sturm acabase de formular la pregunta. A pesar del aire despejado y el sol brillante, los rayos saltaron desde una nube cercana y redujeron la cometa a cenizas. La chispa eléctrica siguió avanzando por el cable y saltó hasta la escalera de cobre.
El Señor de las Nubes
cabeceó; las alas dieron un pequeño brinco y recuperaron enseguida su ritmo normal; pero el meteorólogo yacía inconsciente en el suelo.
Entre todos transportaron al chamuscado Pluvio al comedor. El gnomo tenía el rostro y las manos negros de hollín, había perdido los zapatos y los calcetines, y todos los botones de su chaleco se habían derretido.
—Todavía respira —informó Carcoma, con la oreja apoyada sobre el pecho de su colega.
La sirena de la nave ululó su «¡AH-OO-GAH!» y por el tubo intercomunicador se vociferó una orden.
—¡Todos los colegas y pasajeros deben presentarse en el cuarto de máquinas de inmediato! —Tartajo y el resto de los gnomos enfilaron hacia la puerta, seguidos de cerca por los humanos.
—¿Qué ha... hacemos con él? —preguntó Tartajo; se refería al inconsciente Pluvio.
—Podríamos llevarlo con nosotros —sugirió Argos.
—Haremos una camilla —intervino Carcoma, y extrajo de un bolsillo lápiz y papel para dibujar un bosquejo.
—Yo lo llevaré —dijo el caballero; tomó en sus brazos al hombrecillo y puso fin a la discusión.
Abajo, dentro de la sala de máquinas, se reunieron todos los integrantes del grupo.
Sturm se alarmó cuando vio que Alerón también asistía a la reunión.
—¿Quién está pilotando la nave? —preguntó con voz tensa.
—He dejado el timón atado.
—Colegas y pasajeros —comenzó con solemnidad Chispa—. Solicito permiso para dar un informe sobre el fallo que afecta al motor.
—No es necesario que hagas una solicitud. Infórmanos ahora...
Kitiara interrumpió a Carcoma con brusquedad.
—¡Oh, cierra la boca! ¿Se trata de una avería importante, Chispa?
—El motor no se puede parar. La descarga eléctrica del rayo ha fundido los interruptores y los ha dejado fijos en posición de «encendido».
—No parece tan grave. —Un gorjeo de Trinos subrayó la afirmación de Argos, pero Kit no estaba de acuerdo.
—¡No podemos quedarnos aquí arriba eternamente! —protestó.
—Por supuesto que no. Según mis estimaciones, tenemos una autonomía de vuelo de... digamos, seis semanas y media. —Chispa facilitó esta información con absoluta impasibilidad.
—¡Seis semanas! —gritaron al unísono Sturm y Kitiara.
—Para ser más exactos, mil ochenta y una horas, veintinueve minutos. Aunque, si lo deseáis, también puedo calcular los segundos. No tardaría ni un minuto en tener los datos.
—¡Sujétame, Sturm, o le retorceré el cuello!
—¡Cálmate, Kit!
—¿Y por qué no desprendemos las alas? Sin duda, descenderíamos. —La propuesta de Carcoma recibió un mordaz comentario de Crisol.
—Sin duda. Y también haríamos un buen agujero en el suelo.
—Humm. Me pregunto qué tamaño tendría ese agujero... —Carcoma abrió al azar una libreta y se puso a garabatear. Los demás gnomos lo rodearon y ofrecieron alternativas y correcciones a sus cálculos aritméticos. La ira, a duras penas controlada por Kitiara, le congestionó el rostro.
—¡Basta ya! —gritó Sturm. Como los gnomos seguían enfrascados en sus discusiones sin prestarle la menor atención, el caballero arrancó de un tirón el papel que Carcoma tenía en las manos.
—¿Cómo es posible que unas personas tan inteligentes sean tan poco prácticas? —inquirió—. A ninguno se le ha ocurrido formular la pregunta más importante. Dime, Chispa, ¿puedes arreglar la avería?
Un destello desafiante iluminó los ojos del aludido.
—Puedo. ¡Y lo haré! —afirmó rotundo. Sacó de un bolsillo un martillo y de otro una llave inglesa—. ¡Vamos, Trinos! ¡Manos a la obra! —El mecánico jefe gorjeó animadamente y fue tras él pisándole los talones. Sturm se volvió hacia el piloto.
—Alerón, ¿si mantenemos las actuales condiciones de vuelo, hacia dónde nos dirigimos? —preguntó.
—Las alas han quedado atascadas en posición «ascenso», lo que significa que nos elevamos de manera continua y progresiva. —El gnomo arrugó la aguileña nariz—. Hará frío y el aire perderá densidad poco a poco. Esta es la razón por la que tanto los buitres como las águilas no llegan a esa altitud. Sus alas no tienen bastante envergadura para sustentarse en un aire tan sutil. Pero en ese sentido,
El Señor de las Nubes
no tendrá ningún problema.
—En ese caso, habremos de procurarnos ropas de abrigo —dijo Sturm.
—Nosotros tenemos las capas de pieles, pero no sé qué utilizarán los gnomos —señaló Kitiara, cuya cólera había remitido ante la apremiante situación.
—¡Eh! —Bramante agitó una mano para llamarles la atención—. Confeccionaré unos Atuendos Caloríferos Individuales con materiales que guardo en el armario de las cuerdas.
—Muy bien. Encárgate de ello. —Bramante y su aprendiz salieron deprisa. Remiendos iba tan absorto en las explicaciones de su maestro que tropezó primero con una pieza del motor y más tarde chocó contra el dintel de la puerta.
Entonces Pluvio empezó a quejarse débilmente. Sturm, llevado por la excitación del momento, había olvidado por completo que acarreaba cogido bajo el brazo al chamuscado gnomo como si fuese un fardo. El hombrecillo exhaló más gemidos y tosió; el caballero lo tumbó en el suelo. Lo primero que hizo Pluvio fue preguntar por su cometa y, cuando Carcoma le explicó lo que había sido de ella, los ojos del gnomo se arrasaron en lágrimas.
—Una pregunta más, Alerón —intervino la mujer—. Dijiste que el aire perdería densidad; ¿significa que ocurrirá lo mismo que cuando se sube a la cumbre de una montaña?
—Exacto.
Kitiara puso los brazos en jarras y recordó en voz alta.
—En cierta ocasión guié a una tropa de caballería por las altas Montañas Khalkist. Pasamos frío; ya lo creo que sí. Pero no fue lo peor. Los oídos nos sangraban; nos desmayábamos al más mínimo esfuerzo; sufríamos fortísimos dolores de cabeza. Un chamán llamado Ning preparó una pócima y nos la dio a beber; alivió bastante nuestros padecimientos.
—Lo que un chamán primitivo hace con m...magia, un gnomo lo consigue con t...tecnología —manifestó Tartajo.
Sturm oteó a través de la portilla de la sala de máquinas. Estaba oscureciendo; en la parte exterior del cristal había empezado a formarse una fina película de hielo.
—Confío en que así sea, amigo mío. Nuestras vidas dependen de ello.
¡Hidrodinámica!
La cubierta estaba en silencio. Sturm se dirigió a proa por el lado de estribor. Argos había instalado allí un telescopio y el caballero quería echar una mirada alrededor. No le fue fácil alcanzar su meta; la gruesa capa de pieles, la capucha, las manoplas, le obstaculizaban cualquier movimiento; se consoló con el pensamiento de que no era tan incómodo como llevar una armadura completa.
El batir de las alas se hacía imperceptible conforme
El Señor de las Nubes
ganaba altura. La nave voladora había atravesado un banco de nubes blancas y esponjosas y, a su paso, la cubierta y el tejado se habían cubierto de nieve. Sin embargo, al dejar atrás el cúmulo, una ráfaga de aire barrió hasta el último copo.
Unas enormes columnas de vapor se alzaban alrededor de la nave, gruesos pilares blancos y azules que parecían sólidos como mármol a la luz de las lunas. El caballero observó los imponentes torreones de nubes en el telescopio de Argos, pero sólo divisó sus esculpidas superficies, tan tersas e inmóviles como un estanque helado.
No había visto a ninguno de los gnomos durante la última hora. Todos, incluso Alerón, que había atado de nuevo la rueda del timón, habían desaparecido en la cubierta inferior para proseguir con sus inventos. De tanto en tanto, escuchaba o percibía bajo sus pies el estruendo de golpes o explosiones. Kitiara, arrebujada en su atractiva capa de piel de zorro, se había tumbado sobre la mesa del comedor y daba una cabezada.
Sturm giró el telescopio hacia la izquierda y lo enfocó más allá de la puntiaguda proa. Solinari brillaba entre dos cúmulos de nubes que semejaban profundas quebradas; sus rayos blancos pintaban de plata la nave. El caballero escudriñó las extrañas estructuras de las nubes; en una vio una cara; en otra, una carreta; más allá, un caballo rampante. La vista era maravillosa pero de una aplastante soledad. Sturm tuvo la sensación de ser la única persona viva del mundo.
El frío traspasaba las gruesas ropas, y el caballero tuvo que golpearse los brazos con las palmas para estimular la circulación de la sangre, pero no le sirvió de mucho. Por fin, abandonó su puesto de observación y regresó al comedor. Durante un momento contempló a Kitiara, que dormía profundamente, acunada por el movimiento de vaivén de la nave. Entonces percibió un olor. Humo. Algo ardía.
El caballero encogió la nariz y tosió. La mujer se removió en la improvisada cama y se sentó justo a tiempo de presenciar la entrada de una estrafalaria aparición. Tenía el aspecto de un espantapájaros hecho con cuerdas y esparto; pero este espantapájaros llevaba en la cabeza un frasco de cristal y le fluía humo de la espalda.
—¡Hola! —saludó la aparición.
—¿Alerón? —interrogó vacilante Kitiara.
El pequeño espantajo alzó las manos, dio un giro al frasco y se lo sacó de la cabeza; debajo aparecieron las aguileñas facciones del piloto.
—¿Qué os parece el invento de Bramante? Lo llama Atuendo Calorífero Refinado Individual, Fase III.
—¿Fase III? —preguntó el caballero.
—Sí, los dos primeros prototipos no tuvieron éxito. El pobre Remiendos sufrió una quemadura en el... ¡ejem!, bueno, tendrá que cenar de pie durante algún tiempo. Esa fue la Fase I. La Fase II le arrancó a Bramante casi toda la barba. Le advertí que no utilizase pegamento en el Casco de Visión Perfecta. —Alerón levantó los brazos y giró sobre sí mismo—. ¿Veis?, Bramante cosió un rollo entero de cuerda a un juego de ropa interior, después barnizó todo el conjunto para hacerlo impermeable al agua y al aire. El calor lo proporciona
esta,
pequeña estufa que llevo aquí. —El gnomo se esforzó por señalar un minúsculo brasero barrigudo acoplado a su espalda—. Una vela de sebo abastece de calor durante cuatro horas, y estos flejes de estaño lo conducen por todo el traje.
Alerón dejó caer los brazos.
—Muy ingenioso —lo cortó terminante Kitiara—. ¿Se ha hecho ya algo en el motor?
—Trinos y Chispa no se ponen de acuerdo sobre lo que causó la avería. Trinos insiste en que el fallo se produjo en los depósitos de relámpagos de Chispa, mientras que éste afirma que el motor se ha fusionado con el interruptor de arranque en marcha.
—Para cuando esos dos quieran ponerse de acuerdo en lo que tienen que reparar, nos habremos salido del cielo —gimió la mujer—. ¿Existe algo que pueda volar tan alto como nosotros?
—No hay razón para que cualquier otra nave no pudiera llegar hasta aquí. En gran parte, es una cuestión de eficiencia aerodinámica. —Alerón dio unos golpes en las esferas de un par de indicadores—. Imagino que un dragón podría alcanzar esta altura. Suponiendo que aún existan, claro.