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Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

El guardian de Lunitari (7 page)

—Los caminos vacíos son producto de la guerra o de ladrones.

—No ha habido rumores de guerra, así que debe de tratarse de lo segundo.

Hicieron un alto para ponerse las cotas de malla y los yelmos. No tenía sentido que se expusieran a recibir un flechazo cuando estaban a punto de llegar a Solamnia.

La espeluznante desolación persistió a lo largo de la jornada. De vez en cuando se cruzaban con los restos calcinados de una carreta o con los huesos blanqueados de caballos y ganado sacrificados de un modo brutal. Kitiara cabalgaba con la espada cruzada sobre la silla de montar.

Aún era temprano, pero se sentían cansados por la trifulca de la mañana, y decidieron acampar. En consecuencia, exploraron los alrededores y encontraron un agradable claro rodeado de robles a unos cien metros del camino. Ataron a
Zorro Alto
y a
Pira
a una estaca, con cuerda suficiente para que pudiesen pacer la hierba y la retama seca. Sturm descubrió un arroyo y trajo agua en tanto Kitiara preparaba una hoguera. Mientras cenaban —tocino y panecillos tostados al fuego—, se cerró la noche sobre el bosque y el dúo se acercó más a las llamas.

El humo de la fogata ascendía hacia las estrellas en una amplia espiral. Las lunas, Solinari y Lunitari, ya habían salido. «Las almas se elevan al cielo como el humo», pensó el caballero.

—Sturm...

—¿Sí? —La voz de Kitiara lo sacó de su ensoñación.

—Tendremos que dormir por turnos.

—¡De acuerdo! Montaré guardia primero, ¿te parece?

—Sí, claro. —La mujer rodeó la hoguera; cogió las mantas y las extendió junto a Sturm.

—Despiértame cuando se haya puesto la luna plateada —le advirtió a Sturm, y se acostó.

El caballero bajó la vista hacia la masa de oscuros rizos que reposaba junto a su rodilla: como una buena veterana, Kitiara se había quedado dormida en un abrir y cerrar de ojos. Sturm alimentó el fuego con trozos del montón de leña que tenía a mano, se sentó con las piernas cruzadas y colocó la espada sobre su regazo. En cierto momento, la mujer se removió inquieta y emitió unos apagados gemidos indescifrables. Sturm vaciló antes de decidirse a acariciarle el cabello; ella respondió a su gesto y se acercó más a él; colocó la cabeza sobre los tobillos cruzados del hombre.

El caballero no se dio cuenta del peculiar letargo en el que se hundió. Se hallaba despierto, frente a la hoguera, con Kit dormida a sus pies y, al instante, se encontró tendido boca abajo en el suelo, con la boca llena de un puñado de tierra y polvo que, por alguna extraña razón, era incapaz de escupir. Y, para colmo, no podía mover un solo músculo. Tenía los ojos cerrados y uno de ellos, debido a la postura, había quedado aplastado contra el suelo. Tras ímprobos esfuerzos, logró entreabrir el otro.

La fogata seguía encendida y a su alrededor distinguió varios pares de piernas enfundadas en andrajosas polainas de piel de gamo. El aire estaba impregnado de un olor raro y desagradable, como a piel quemada o pelo chamuscado. Kit yacía a su lado, boca arriba, con los párpados cerrados.

—¡No más que comida! —graznó una voz chirriante—. ¡No haber más que comida en la piojosa bolsa!

—¡Mí! ¡Mí! —dijo otra voz chillona—. ¡Mí encuentra moneda!

Un par de piernas se movieron y salieron del campo de visión del caballero.

—Tú, enseña. ¿Dónde está dinero?

Sturm escuchó un tintineo metálico y una de las últimas monedas de oro de Kitiara cayó al suelo. El de la voz chillona lanzó una exclamación y se dejó caer a cuatro patas; entonces, el caballero descubrió quiénes o, mejor dicho, qué eran.

No había error posible. Cabezas puntiagudas, facciones angulosas, piel gris, ojos rojizos... ¡goblins! El repugnante olor también era característico de ellos. El hombre hizo denodados esfuerzos por recobrar la movilidad e incorporarse, pero sentía la espalda como aprisionada por un montón de barras de plomo. Con todo, conservaba los sentidos de la vista y el tacto lo bastante despiertos para notar que no estaba atado. Aquel detalle y la velocidad en perder el conocimiento sólo podían significar una cosa; alguien los había hechizado. ¿Pero quién? Los goblins eran conocidos por su necedad y carecían de la concentración necesaria para realizar conjuros.

—Dejad vuestras ociosas discusiones y seguid buscando —ordenó una voz clara y humana.

Sus suposiciones habían sido correctas; los goblins no estaban solos.

Unas manos huesudas lo asieron por el brazo izquierdo y le dieron la vuelta con brusquedad. El ojo abierto de Sturm enfocó los rostros de dos de los asaltantes. Uno de ellos estaba lleno de verrugas y le faltaban los incisivos. El otro tenía una cicatriz en la mejilla y conservaba en el cuello las señales inequívocas de una fallida ejecución en la horca.

—¡Eh! ¡Él abre ojo! —graznó el desdentado—. ¡Él ver!

—Yo arreglo enseguida —dijo Caracortada al tiempo que blandía una horrenda daga de hoja bifurcada. Sin embargo, antes de que apuñalara al indefenso Sturm, otro de los ladrones pegó un chillido y los demás se apresuraron a rodearlo.

—¡Yo he encontrado! ¡Yo he encontrado! —barbotó el goblin; se refería a la amatista tallada a modo de punta de flecha que Tirolan había regalado a Kitiara. La mujer había atado una cuerda alrededor de los cincelados extremos superiores de la gema y la llevaba colgada al cuello. El goblin se apoderó de la joya y se alejó de sus compinches con brincos de alegría; pero los otros se echaron sobre él y se enzarzaron en una pelea general por la posesión de la clara piedra púrpura.

—Quiero verla —intervino el hombre. El escandaloso grupo se refrenó y se dirigió con actitud contrita hacia la oscuridad donde no llegaba la luz de la fogata—. ¡Basura! —exclamó el hombre—. Un trozo de cristal defectuoso.

La piedra voló y dibujó un arco en el aire; cayó en el suelo entre Kitiara y Sturm y rebotó hasta detenerse sobre la palma abierta y fláccida de la mujer. Los goblins corrieron para recuperarla.

—¡Dejadla! —ordenó el humano—. No tiene ningún valor.

—¡Bonita! ¡Bonita! —protestó Desdentado—. Yo guardo.

—¡He dicho que la dejéis! ¿O tendré que hacer uso de la vara mágica?

Los goblins —cuatro, según la estimación de Sturm—, se encogieron y empezaron a retroceder, mientras farfullaban palabras incomprensibles.

—Cogeremos las monedas y los caballos. Nada más —dijo el jefe de los bandidos.

—¿Y qué pasa con espadas? —intervino Caracortada—. Ser buen hierro. —Tomó el arma de Sturm y se la entregó al humano para que la examinara.

—Sí, demasiado buena para ti. Tráela. Conseguiremos un buen precio por ella de Lovo, el Comerciante. Coge también la de la mujer.

Desdentado se acercó a Kitiara, le apartó el brazo de una patada y se agachó para recoger el arma que estaba debajo del cuerpo de la muchacha. En ese momento, la mano de ella se cerró alrededor de su tobillo como un cepo.

—¿Aaah? —se sorprendió el goblin.

Kitiara tiró con fuerza de la pierna del individuo, que cayó al suelo con un golpe seco. Un instante después, la mujer se había puesto de pie y blandía su espada. Desdentado echó mano a su daga, pero no llegó a sacarla de la funda. Kit, de un solo tajo, le separó del cuerpo la fea cabeza.

—¡Cogedla! ¡Cogedla, miserables sabandijas! ¡Sois tres contra una! —aulló el hombre desde las sombras.

Caracortada sacó un machete corto y ganchudo que llevaba sujeto al hombro y se lanzó al ataque. Kit paró varias veces las acometidas de la tosca arma, en tanto que los otros dos goblins intentaban rodearla. La joven maniobró de forma que la hoguera quedara a su espalda.

Sturm mientras tanto maldecía exasperado el hechizo que lo tenía inmovilizado; el pie de uno de los goblins pasó cerca de su mano derecha, pero ni siquiera fue capaz de mover un dedo para ayudar a Kitiara.

Sin embargo, no parecía que la mujer necesitara refuerzos. Cuando Caracortada arremetió, Kit enlazó el gancho del machete con su espada y lo rompió; el goblin miró con expresión estúpida el mango desnudo; ella aprovechó su distracción para ensartarlo.

—¡Ahora ya son dos contra uno! —dijo. Luego, salvó la hoguera de un salto y se plantó entre los dos ladrones, que soltaron un aullido aterrorizado y dejaron caer sus dagas al suelo. Apuñaló a uno de ellos en el mismo sitio en que permanecía paralizado por el terror. El último goblin echó a correr hacia el borde del claro; Sturm oyó su grito agónico procedente de los robles. Enseguida, se escucharon otros sonidos: pisadas apresuradas, jadeos, y un alarido de dolor.

—¿Pensaste que escaparías? —dijo Kitiara, que había logrado apresar al hasta entonces escondido hechicero, a quien traía a empujones hasta la fogata.

Era un tipo demacrado que doblaba la edad a Sturm e iba vestido con una andrajosa túnica gris. Los utensilios precisos para la práctica de su arte —una vara mágica, un saquillo con hierbas, amuletos forjados de plomo y cobre— colgaban de una cuerda atada a su cintura. Kitiara le hizo una zancadilla y el hechicero cayó despatarrado junto al caballero.

—Libera a mi amigo del hechizo —exigió la joven.

—No..., no puedo.

—¡Querrás decir que no quieres! —replicó, y lo pinchó con la espada.

—¡No, no! ¡Es que no sé cómo se deshace el conjuro! —El hombre parecía avergonzado—. Nunca he tenido que liberar a alguien de un hechizo paralizador. Los goblins siempre los degollaban.

—¡Porque tú se lo ordenabas!

—¡No, no!

Kitiara le escupió.

—No hay nada peor que un ladrón, que un ratero estúpido y pusilánime. —Levantó la espada a la altura de los hombros—. Sólo conozco una forma de romper un hechizo. —Y estaba en lo cierto. Cuando el mago cayó muerto, la sensación de pesadez que paralizaba los miembros de Sturm se desvaneció en el acto. El caballero se incorporó y se frotó los agarrotados músculos de la nuca.

—¡Por todos los dioses, Kitiara! ¡Qué despiadada eres! —dijo mientras recorría con la mirada el claro, convertido en un momento en un sangriento campo de batalla—. ¿Tenías que matarlos a todos?

—¿Así es como me lo agradeces? —La mujer limpió la hoja de la espada con un pico de la túnica del hechicero muerto—. Ellos nos habrían cortado el cuello sin vacilar. A veces no te entiendo, Sturm.

El hombre recordó la hoja ganchuda del machete que manejara uno de los goblins.

—Tienes razón. Aun así, matar a ese desarrapado mago no fue un acto honorable —afirmó.

—No me motivó a hacerlo el honor —replicó ella, enfundando la espada—. Sólo me comporté de una manera pragmática.

Comenzaron a recoger sus pertenencias, que los goblins habían esparcido por todas partes. Encontraron el colgante con la amatista.

—Mira —señaló ella—. Ha perdido el color.

A la luz de las llamas, Sturm estudió la gema antes púrpura y ahora convertida en un pedazo de cristal transparente.

—Esto lo explica todo. Recobraste la movilidad cuando la amatista cayó en tu mano, ¿no es cierto?

—¡Claro! La llevaba colgada sobre la blusa y bajo la cota... —comprendió Kit.

—Y cuando te tocó la piel, el conjuro de paralización se rompió. Disipar el hechizo le robó todo el color; ahora no es más que un pedazo de cristal tallado en forma de flecha.

—No me importa. Lo conservaré, a pesar de todo. Probablemente Tirolan no sabía que al regalarme la gema iba a salvarnos la vida —dijo ella y se pasó el cordón por la cabeza.

Una vez recuperado todo su equipaje, el caballero recorrió el círculo de robles que rodeaba el claro y recogió leña seca que amontonó sobre la hoguera. Las llamas se avivaron.

—¿Por qué haces eso? —inquirió Kitiara.

—Prepararé una pira funeraria. No dejaremos esos cuerpos tirados en el suelo.

—Los buitres se ocuparán de ellos.

—No hago esto llevado por la compasión o el respeto. Los hechiceros del mal, incluso uno tan poco hábil como éste, tienen la funesta costumbre de volver de entre los muertos para hacer de los vivos sus víctimas. Ayúdame a ponerlos sobre la pira y entonces dejarán de representar un peligro.

Ella estuvo de acuerdo y, poco después, tanto los goblins como su jefe eran pasto de las llamas. Cuando la hoguera se consumió, el caballero esparció tierra sobre los rescoldos. Luego, él y Kitiara montaron en sus caballos.

—¿Cómo sabes tanto sobre la magia? —se interesó la mujer—. Creí que sentías un desprecio total por ese arte en todas sus facetas.

—Y así es —respondió él—. La práctica de la hechicería es el peor enemigo del orden; lo va socavando hasta que acaba por destruirlo. Ya es bastante difícil llevar una vida de honor y virtud sin tener que luchar también contra la tentación del poder que da la magia. Pero es algo que existe, y debemos aprender el modo de defendernos de ella. En lo que a mí se refiere, he pasado muchos ratos charlando con tu hermano y he aprendido algunas cosas necesarias para enfrentarme a ese peligro.

—¿Te refieres a Raistlin? —preguntó ella. Sturm asintió con la cabeza—. Sus disertaciones sobre la magia me aburren tanto que me dan sueño.

—Lo sé. Tienes una pasmosa facilidad para quedarte dormida.

Dieron la vuelta a sus monturas en dirección al sol naciente, y se pusieron en marcha.

5

El Señor de las Nubes

La mañana que siguió el ataque de los bandidos amaneció con una atmósfera cargada de humedad que se hizo sofocante conforme transcurrieron las horas.
Zorro Alto
y
Pira
avanzaban con pasos vacilantes y las cabezas gachas, y fue preciso parar con frecuencia para que los animales abrevaran.

Llegaron a una comarca de granjas y huertos. El terreno estaba despejado, lo que facilitaba una buena visibilidad en cualquier dirección.

Kit y Sturm se despojaron de las cotas de malla y se quedaron en mangas de camisa; a mediodía, ella se sacó los faldones de la blusa y se ató los picos a la cintura. Poco después, encontraron un campo de higueras y se detuvieron para almorzar.

—Qué pena que aún estén verdes —dijo Kitiara, apretando entre el índice y el pulgar uno de los frutos—. ¡Me encantan los higos!

—Me temo que el propietario del huerto no compartiría tu entusiasmo; a menos que le pagaras los que comieses —comentó Sturm, al tiempo que abría un bollo de pan que rellenó con lonchas de carne fría, frutos secos y queso.

—¡Oh, vamos! ¿Es que nunca has cogido manzanas o peras? No hay nada más divertido que robar un pollo y asarlo en las brasas de una hoguera mientras el granjero te persigue con una horca. ¿Nunca lo has hecho?

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