El haiku de las palabras perdidas (3 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

Se fijaron bien. Unos guardias arrojaban paladas de tierra contra el cuerpo del pow, que permanecía en posición de firmes con una serenidad pasmosa.

—No, no, no... —gimió Kazuo, como si estuvieran enterrándolo a él.

—¿Lo han cubierto ya? —preguntó Junko al rato, tapándose los ojos.

—Es aún peor —contestó, gélido.

—¿Peor?

—Le han dejado la cabeza fuera.

—¿Cómo pueden hacer eso?

—¡Yo qué sé! —estalló de nuevo—. ¡No puede moverse! ¡Seguro que ni siquiera puede respirar!

—¿Qué habrá hecho?

—¿Qué más da? ¡Mira su cabeza a ras de suelo! ¿Quién ha ideado esa tortura?

Junko se plantó delante de él.

—Vayámonos de aquí —le pidió con una abrumadora delicadeza.

—¿Cómo voy a irme? No puedo dejarlo así...

—Ven conmigo, por favor —repitió con los ojos vidriosos, mostrándose tan frágil como el tallo de uno de los arreglos ikebana de su madre.

¿Qué ocurría? ¿Por qué le pedía que abandonase su puesto de centinela? Su misión era observar, guardar en la memoria lo que les ocurriese a los prisioneros. Miró de forma alternativa al Campo 14 y a su princesa y por fin lo comprendió. Junko le recordaba, en el silencioso idioma de las flores, que era tan japonesa como los guardias, y que por ello necesitaba que él la cuidase más aún, que la preservase de convertirse en un ser tan abominable como ellos.

Guardó los prismáticos en la bolsa.

Mientras descendían la colina se concentró en no volver la vista hacia el campo.

—Cuando volvamos mañana ya lo habrán sacado de ahí —le aseguró Junko.

—¿Es una promesa?

—Es un deseo.

Cada uno tomó su camino de regreso a casa.

Al día siguiente, Kazuo volvió a acelerar el paso en su camino hacia la loma. Había hecho a toda prisa los recados que le había encargado la esposa del doctor al salir de la escuela y dejó los deberes para la noche. Atravesó la zona de matorrales arrastrándose con los codos como un soldado de infantería, corrió hacia la cima y se encaramó con los prismáticos a la piedra con forma de sofá para comprobar si los guardias se habían apiadado del prisionero.

Seguía enterrado.

El pelo, cubierto de polvo y tierra, apenas parecía ya rubio; la piel de la cara cuarteada, abrasada por el sol. Parecía un tocón de madera tirado en el patio.

Kazuo cerró los ojos y respiró hondo. Quizá mereciera el castigo. Pero ¿qué estaba diciendo? Malditos japoneses... Él se sentía igual, enterrado hasta el cuello en aquel país.

Junko apareció al poco.

Acompañada de un río de hojas, entornando los ojos para proteger las perlas negras.

—Qué pronto vienes —celebró Kazuo.

—Mi madre ha ido a buscar abono para sus plantas y mientras he aprovechado para abrir su caja de bambú y llevarme el haiku.

Esperaba que Kazuo le contara algo acerca del pow o le pasase los prismáticos para comprobar por ella misma si la cabeza seguía emergiendo del suelo.

—Enséñamelo ya —fue lo único que dijo él.

Junko supuso lo que había pasado con el prisionero. Desenrolló el pequeño pliego y surgió un poema del maestro Benseki. Unas líneas de tinta tan vivas que parecían recién derramadas del frasco. Kazuo lo observó con un nudo en el estómago. Una vez más, los versos hablaban del final. Labios, sílabas, todo era lo mismo, fundidas belleza y tragedia:

Niño del camino,

por fin me voy.

En la otra orilla, un sauce.

Apenas podía respirar. No sabía qué pensar.

—¿No te ha gustado? —le preguntó ella.

—¿Por qué son todos así?

—¿Cómo?

—Ya te lo dije ayer, tan tristes.

—Tienes que escuchar los cuatro para entenderlos.

—No quiero seguir con este juego.

—Sólo queda uno.

—Da igual.

—El último es especial.

—Que me dejes en paz.

—¿Ves como estás un poco raro?

Kazuo no quiso reconocer que Junko tenía razón, que su mundo se tambaleaba y no sabía qué hacer. Volvió la vista hacia el valle.

—Mírame —le reclamó Junko.

Se abrió un poco la camisola y le enseñó un lunar bastante grande que tenía bajo la clavícula. Le explicó que era un antojo de nacimiento. Tenía forma de pájaro, como si del centro salieran dos alas desplegadas y una pequeña cola. Él miró más allá del lunar, se sumergió en la palidez de su piel, casi alcanzó a ver sus pechos incipientes. No aguantó más. Su contención se vino abajo y comenzó a temblar. Desde que conocía a Junko había vuelto a querer algo con todo su corazón y ahora temía perderlo. Le aterraba quedarse sin ella. Al morir sus padres se enfundó una coraza forjada a base de rabia incandescente. Pero su delicada princesa había abierto una nueva llaga en el acero, una fisura por la que entraba el viento y se le escapaba el alma.

Sólo quería leer haikus de vida.

Se despidió como siempre, con unas insoportables ganas de besarla.

Mientras atravesaba el puerto de regreso a casa se sentía aturdido. Percibía lo que le rodeaba de una forma diferente. Le acosaban las cajas de material militar que bajaban de un carguero, las alambradas, el olor a arroz hervido, los mutilados acurrucados en las esquinas y los suspiros impregnados de pintalabios que provenían de las casas de té. Nunca hasta entonces había experimentado la guerra como algo tan inmediato y tangible. De repente todo desprendía un hedor a muerte, comenzando por los haikus de su princesa. ¿Y si fueran señales? En Japón todo el mundo atendía a las señales. Le horrorizaba pensar que Junko, con esos breves poemas, le estuviera anunciando diferentes visiones de su propio final.

Cuando entró en casa se limitó a saludar a su madre adoptiva desde la puerta y se recogió en su cuarto. Desenrolló el colchón sobre el tatami y se tumbó mirando al techo.

El doctor Sato no tardó mucho en llegar. Su esposa le explicó que el chico se había encerrado en su habitación sin cenar. Eso era algo que no hacía ni en sus más violentos ataques de rebeldía, por lo que entró para ver si le ocurría algo.

—Hola. —Kazuo no contestó—. ¿Te encuentras bien?

—Cuéntame la historia de mis padres —le pidió por fin con entonación infantil.

El doctor se quedó perplejo. Varias veces había tratado de hacerlo, pero Kazuo siempre eludía la conversación. Tuvo que disimular su emoción. Quería que su esposa estuviera presente pero temía que, si abandonaba un instante la habitación o si daba un grito para avisarla, se rompiera el hechizo. Así que se colocó en una posición más cómoda, cruzando las piernas en el suelo, y sin perder un segundo comenzó a narrar lo que bien podría haber sido el comienzo de una novela.

—Japón era un mundo aparte, una isla enigmática inspiradora de atracción y miedo. Y Nagasaki fue durante siglos su única puerta al exterior. Una puerta por la que los comerciantes holandeses entraron en nuestra vida dejándonos muchas cosas buenas. La mejor de todas: a ti...

Y se remontó a los orígenes sin olvidar un solo detalle.

—Sigue —le pedía Kazuo con los ojos cerrados cada vez que el doctor se detenía a pensar.

Poco a poco los recuerdos dejaron paso a los sueños. En ellos apareció Junko. Destilaba luz y le mostraba su lunar en forma de pájaro.

Lo primero que percibió Kazuo al despertar fue el olor de la opa de miso. Se sentía mucho mejor. Enrolló el colchón y lo guardó en el armario empotrado. Corrió la ventana para ventilar la estancia, recogió la taza de té que la esposa del doctor le había dejado junto a su lecho y salió a la cocina. Llenó un cuenco con la sopa que burbujeaba en la cazuela. También había pescado caramelizado. Lo engulló todo en un instante y echó a correr hacia la escuela, como si con ello pudiera hacer que el tiempo también transcurriese más deprisa.

Al caer la tarde, encaramado a la piedra en lo alto de la colina, comprobó que la cabeza del soldado continuaba sobresaliendo del suelo. Guardó los prismáticos en la bolsa y trató de pensar sólo en Junko.

Por fortuna, no tardó en llegar.

—¡Ahí viene el cuarto haiku! —exclamó mientras ella superaba los últimos metros de subida.

—¿Es lo único que te importa de mí?

—Vamos, enséñamelo.

Con movimientos lentos, como un mago maniobrando en el interior de su chistera, Junko extrajo de su bolsa el pequeño pliego enrollado. Parecía mentira que aquel papel pudiera traer consigo algo tan intenso.

—Léelo ya.

—Esta vez lo leerás tú —le pidió Junko.

—Pues dámelo.

Estiró la mano para cogerlo.

—¡Pero no ahora! —dijo esquivándolo.

—¿Qué haces?

—Así es el juego.

—Déjate de bromas.

—Quiero que lo leas esta noche, y después te duermas pensando en el significado conjunto de los cuatro.

Junko se lo ofreció.

Kazuo no sabía qué hacer.

—¿No te da miedo que tu madre se dé cuenta de que te lo has llevado?

Ella negó con la cabeza y agregó:

—El riesgo merece la pena.

Kazuo asintió con un suspiro de conformidad. Lo cogió con cuidado, como si pudiera romperse, y permaneció unos segundos observándolo sin desenrollarlo. Lo guardó en el bolsillo.

Junko iluminó el valle de Urakami con su sonrisa. A él iba a salírsele el corazón del pecho.

—Y ahora, ¿qué hacemos? —preguntó.

—Vayámonos a casa —respondió ella.

—Si acabamos de llegar...

—Quiero decirte muchas cosas, pero prefiero hacerlo después de que hayas leído el haiku.

—¿No podemos hablar de nada mientras tanto?

—No —objetó Junko sin perder su dulzura habitual.

—¿Nos vemos mañana a la hora de siempre?

—Mejor antes. ¡A las once!

—¿A las once? Tenemos clase...

—No irás a echarte atrás... Escapemos a la hora del recreo.

A Kazuo le pareció la mejor idea del mundo. Le emocionaba pensar que Junko estaba preparando un encuentro especial. Por primera vez tuvo la certeza de que ella también quería besarle. Imaginó que ocurriría mientras el último verso del juego aún flotase en el aire.

Ya se había hecho de noche cuando el doctor llegó a casa después de terminar su trabajo en la clínica. Encontró a Kazuo sentado a la mesa, con una expresión un tanto perdida.

—¿Ya es hora de cenar? —Miró el reloj—. Siento llegar tan tarde. He tenido un par de urgencias...

—Deja de hablar y siéntate a la mesa —le pidió su esposa.

Kazuo sólo pensaba en el momento de encerrarse en su cuarto para leer el haiku.

—¿Qué tal te encuentras hoy? —le preguntó el doctor.

Kazuo permaneció pensativo unos segundos.

—Bastante bien —contestó de forma inesperada—. Lo único...

—¿Qué ocurre?

—Esta noche hay demasiadas estrellas fugaces.

El doctor miró al cielo a través de la ventana.

—¿Desde cuándo eso es malo?

—Es como si nos estuvieran dando la última oportunidad de pedir todos nuestros deseos —declaró el chico.

—¿Qué deseos?

—Mis padres me contaban de pequeño que cuando ves una estrella fugaz has de pedir un deseo.

—¿Qué pides tú? —le interrogó el doctor aprovechando el instante de intimidad.

—Tengo uno. Pero no se puede decir.

La esposa del doctor se acercó con un gran bol de soba caliente, unos fideos gruesos bañados en sopa de tofu con perejil y piñones.

—Que se acabe esta maldita guerra —intervino mientras llenaba sus cuencos—. Eso es lo que tendríamos que pedir todos a la vez, a ver si de ese modo el emperador nos escucha.

—Japón ya no depende del emperador —le contestó el doctor, sorprendido de que su esposa opinase sobre política—. Son los militares los que...

—Los que terminarán con todos los japoneses —le cortó ella.

—Aquí estamos seguros —repuso el doctor con calma.

—¿Por qué dices eso? —le replicó ella alzando la voz como Kazuo nunca le había visto hacerlo—. ¿Porque hasta ahora apenas nos han bombardeado? ¿Acaso crees que somos diferentes de otras ciudades del país?

—Quizá sea por los prisioneros aliados encerrados en los campos circundantes —comentó el doctor—. O por los católicos —añadió, refiriéndose a la comunidad de japoneses practicantes de la catedral de Urakami, el templo cristiano más grande de Asia.

—¿De verdad crees que el dios de los cristianos desviará los «iones cuando vengan a por nosotros?

—Tranquila, mujer...

—Te aseguro que estaría más tranquila si nos hubieran bombardeado cien veces. Entiendo a Kazuo cuando habla de las estrellas fugaces. A mí también me inquieta esta calma.

Dejó el bol de soba con nerviosismo sobre la bandeja, derramando parte del líquido.

—Pero ¿qué te ocurre?

Ella respiró hondo.

—Esta mañana he ido a la estación para recoger el paquete de medicinas que te enviaban de Kokura.

—¿Y?

—Nunca había visto nada igual. Sus caras...

—Pero ¿qué pasa? ¿Las caras de quién?

—La gente que llegaba en el tren de la región de Honshu. Nos han contado que Hiroshima ha sido destruida.

—¿La han bombardeado? —saltó Kazuo.

—Me extraña —negó el doctor—. No han dicho nada en la radio.

—Ha sido una sola bomba —explicó en tono grave su esposa.

—¿Cómo que una sola bomba?

—Todos los males del mundo en el interior de una sola bomba.

—Eso es imposible —negó el doctor.

—Asistieron al momento del estallido con sus propios ojos. Ellos son algunos de los pocos que han sobrevivido... de entre más de cien mil.

—¿Cien mil? —exclamó Kazuo.

—No pretendo llevarte la contraria —murmuró el doctor con estupor—, pero insisto en que la radio habría dicho algo.

—Puede que el gobierno no quiera que lo sepamos. Sabes mejor que yo que más de una vez nos han ocultado las derrotas de nuestro ejército.

Perdió la mirada en la pared.

—¿Qué os contaron exactamente? —se interesó por fin el doctor.

—Al principio no querían hablar. Sólo pensaban en llegar a casa de sus familiares y olvidar cuanto antes lo que habían vivido, pero los que estábamos en la estación los acorralamos en un círculo para que nos dieran más detalles. Ya ni siquiera respetamos el dolor ajeno.

—No te tortures por eso.

Unos segundos de silencio.

—¿De verdad existe una bomba capaz de destruir una ciudad? —intervino Kazuo.

—Nos han dicho que una gran luz se apoderó del cielo. Y que al momento se convirtió en un viento incandescente que barrió todo lo que estaba sobre el suelo: casas, árboles, vehículos... personas.

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