El haiku de las palabras perdidas (8 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

Reanudó su carrera hacia el sur de la ciudad tratando de no fijar la vista en ningún sitio, esquivando las llamas y los brazos que le reclamaban desde los escombros. Lo peor era que, después de haber corrido otro kilómetro, todo seguía igual. Llegó un momento en el que ni siquiera miraba dónde pisaba, por lo que no tardó en herirse la pantorrilla con un hierro que sobresalía de una viga caída. Dio un alarido seco y se sentó en el suelo para ver si era grave. Arrancó el pedazo de lona rasgado del pantalón, presionó la herida durante unos segundos y, al ver que el corte no había llegado al hueso, continuó corriendo como pudo. Con su mano izquierda seguía aprisionando el haiku, un rollito de papel arrugado, impregnado de la sangre que se filtraba entre los dedos.

Dio vueltas y más vueltas entre el humo y las nubes de polvo cada vez más aturdido, pero consiguió llegar a su casa. Se detuvo frente a lo que fue la entrada y sintió cómo las pocas fuerzas que le quedaban se le escapaban por la pernera ensangrentada del pantalón. Se vino abajo por completo, como los muros de madera y papel del que, hasta unas horas antes, había sido su hogar.

No había ni rastro de los jardines contiguos, ni de los vecinos amables, ni del olor a arroz hervido y a fritura, ni de las banderolas con sinogramas que decoraban la calle. Sólo cascotes y ceniza. Se acercó despacio hasta el murete que circundaba la propiedad. Caída en una esquina yacía la gran campana de bronce que el doctor había hecho instalar en el jardín tras rescatarla de un pequeño templo de la montaña bombardeado en un ataque. Cruzó el patío a paso lento. La mitad frontal de la casa estaba hundida. En la trasera se había desplomado parte del tejado, pero las paredes seguían en pie.

Se abrió paso a duras penas hasta la cocina situada al fondo. Le impresionó ver, colgada en su sitio, la lámina de papel de arroz que la mujer del doctor compró antes de la guerra en una galería del centro, con la imagen de una concubina cuyos largos cabellos se transformaban en un torrente. Mientras la contemplaba como ido, se dio cuenta. En un rincón, entre un montón de cascotes, algo se movía con levedad. Una figura, una persona arrodillada, cubierta de polvo y ceniza...

—¡Doctor!

—¡Kazuo! —Se volvió—. ¡Estás vivo!

Se abalanzó sobre el doctor para abrazarle como nunca lo había hecho. Le tocó la cara, los labios, sintiéndose niño a su lado como hacía años, por fin protegido, liberándose del terror.

—Kazuo... —sonó otra voz.

¿Quién había hablado?

—¡Madre!

Hasta entonces no se había dado cuenta de que estaba allí, aprisionada bajo las vigas. Sólo tenía fuera la cabeza, los brazos y la parte superior del pecho. El doctor la cogía de la mano. Ella sonrió, contenta por verle y orgullosa porque Kazuo la había llamado «madre», algo que nunca hasta entonces había hecho.

Un espasmo le robó la expresión de júbilo, imprimiendo en su rostro la marca del dolor extremo que venía padeciendo desde el estallido.

—Ahora puedo irme tranquila...

—¿Qué? —se escandalizó el chico.

—Todo está bien...

—¡Doctor, sácala de ahí!

—Kazuo... —musitó éste con los ojos inundados de pena.

—No te preocupes, hijo —siguió ella—. Que tú estés bien es mi premio, me considero tan afortunada...

—No, no, no...

—Mi premio, siempre lo has sido... —siguió, hablando cada vez más bajo.

La expresión del doctor traslucía que era imposible hacer nada por ella. Tenía todos los órganos reventados y la columna vertebral fracturada. Lo extraño era que pudiera mover los brazos. Sólo quedaba permanecer a su lado. Kazuo consiguió por fin abrir el puño que había mantenido apretado desde el estallido, dejó con cuidado en el suelo el papel del haiku y le cogió la mano que no sujetaba el doctor. Y así permanecieron un rato, ambos transmitiéndole su energía, su equilibrio; uno, las fuerzas del cielo; otro, las de la tierra, afianzando el camino hacia el lugar donde acuden las flores marchitas de los cerezos.

Por la mente de los tres, conectadas por sus dedos entrelazados, pasaron algunos momentos tan intensos y fugaces como las estrellas de la noche anterior: la muerte de los señores Van der Veer y la adopción del pequeño Victor, a quien llamaron Kazuo; el día que el doctor lo llevó a casa, vestido con un pantalón corto de tirantes y unos zapatos lustrosos que nunca volvería a ponerse; la alegría de su esposa, que siendo muy joven había quedado estéril por la tuberculosis de la que el propio doctor la sanó, tras lo cual le propuso matrimonio arrodillado junto a su cama, aun sabiendo que jamás podría darle un hijo; el ansia con la que Kazuo engulló el desayuno por la mañana, para salir a toda prisa a comerse el mundo.

Al poco cerró los ojos. Dulcemente dejó de respirar, como queriendo que no se notase el tránsito. El doctor le acarició el pelo. Se inclinó y la besó en los párpados, en las orejas. Pegó la mano de ella a su corazón y, volviéndola a retirar con delicadeza, se levantó.

—¿Ha... muerto? —preguntó el chico.

—Vayamos a la clínica.

—Pero...

—Muchas personas me esperan.

—¿Cómo puedes comportarte así —se escandalizó—, de forma tan fría?

—Confía en mí.

Le afloraban las lágrimas a borbotones. No se resignaba.

—¿De verdad vamos a dejarla ahí?

El doctor levantó la vista hacia el techo derruido.

—En unos minutos, todo el barrio será pasto de los incendios.

—No podemos abandonarla.

—Mi esposa ya no está ahí —resolvió.

—¿Qué estás diciendo?

Dulcificó la voz.

—Ha partido hacia el templo de cristal.

—¿Dónde está ese templo?

El doctor se volvió y lanzó una mirada cómplice al cuerpo de su compañera.

—Así le gustaba a ella imaginar que sería cuando llegase el momento: un templo de cristal, a través de cuyas paredes verá el gran jardín que crece en su interior, en el cual se internará para fundirse de nuevo con el flujo del universo y adoptar una nueva forma, un nuevo ciclo vital. Seguro que en su caso será un árbol de fruta. Ella amaba la fruta.

—Pero...

—La muerte no es el fin de la vida, Kazuo. Pero estoy obligado a retrasar en lo posible el momento en el que mis pacientes se encuentren con ella. Por eso te pido que me acompañes a la clínica. Nuestros vecinos me necesitan. —Se fijó en la herida de la pierna—. Y tengo que curarte ese corte.

—No me duele —dijo al tiempo que sentía una punzada de culpa por haber renegado del doctor y su esposa durante los últimos meses.

—Además —añadió con calidez, apelando a la tradición—, ya sabes que el espíritu de mi esposa permanecerá cuarenta y nueve días entre los vivos, contemplándonos desde un espacio intermedio. Hagamos que se sienta orgullosa de nosotros, ¿de acuerdo?

Kazuo asintió y abandonó la casa escuchando el crepitar de las llamas cada vez más próximas.

Durante el camino a la clínica no dijeron una sola palabra. Anduvieron lo más rápido posible. Resultaba angustioso no poder detenerse para auxiliar a los heridos que les salían al paso. Poco a poco iba incrementándose su número en la calle. La mayoría estaban abrasados, pero no por la exposición directa a la bomba sino por el fuego de los hornos, de repente avivados por la onda expansiva, en los que hervían los almuerzos en el momento del estallido. Lo más extraño era que a medida que aumentaba la presencia de cuerpos errantes sobre los escombros se volvía más sepulcral el silencio que inundaba la ciudad. Era como si la incredulidad hubiera dejado mudos a los supervivientes.

Iniciaron el ascenso hacia la clínica por un sendero trazado en la cara sur de la colina que no había estado sometido a la onda y seguía siendo practicable. En el último tramo les salió al paso Suzume, la joven enfermera que el doctor tenía empleada desde hacía poco más de un año.

—¡Doctor, menos mal que ha vuelto!

Se paró a su lado y le dedicó tres inclinaciones de cabeza consecutivas. Era poquita cosa, apenas tenía pecho y los hombros tendían a caérsele hacia delante, pero derrochaba tanta energía en cada uno de sus actos —incluso al caminar— que cuando entraba a una habitación todos los presentes se volvían a mirarla. No era fea, pero escondía sus rasgos más delicados, los pómulos y las cejas, detrás de unas gafas redondas de metal que no le favorecían. Solía llevar su abundante pelo castaño recogido en una coleta. Kazuo se fijó en que lo tenía cubierto de ceniza y, sobre ésta, restos de sangre. No dejaba de alisárselo de forma compulsiva. La Suzume que él conocía nunca hubiera hecho algo tan poco higiénico. Ya nadie era como antes del estallido.

—Ya estoy aquí —la tranquilizó el doctor.

—Hay muchos heridos, doctor Sato. La sala de espera está llena y no paran de llegar. Todos imploran... Están... Están...

—Cálmate.

—Están todos...

—Quemados, ya lo sé. Vamos a ver qué podemos hacer.

—He pasado al armario de la consulta todas las unidades de morfina que teníamos en el almacén.

—Eres una buena enfermera. Me alegro de trabajar contigo.

—Huelen como las sepias secas puestas a la plancha...

Se echó a llorar de puro agotamiento. Era un llanto contenido, tembloroso, como si fuera una ardilla la que llorase. El doctor se interpuso entre ella y la clínica, que ya asomaba tras una curva al final del sendero, y le sujetó con firmeza de los brazos.

—Llora ahora lo que necesites, pero prométeme que no lo harás delante de ellos.

La enfermera trató de calmarse entre suspiros llenos de angustia.

—¿Ha encontrado a su esposa? —le preguntó de repente.

El doctor negó con la cabeza.

La enfermera rompió a lloriquear de nuevo.

—¡Prométemelo! —repitió él, agitándola con una cierta violencia.

Suzume sabía bien cuánto amaba el doctor a su mujer. Sus ojos enrojecidos parecían estar a punto de estallar, pero él sí que era capaz de aguantar sin derramar una lágrima. Comprendió que en ese momento tenían que ser más fuertes que nunca. Se lo debían a los pacientes.

—Se lo prometo, doctor —accedió por fin.

—Así me gusta. Ahora haz honor a tu nombre —Suzume significaba gorrión— y vuela muy alto, por encima de este páramo quemado. Haz que los heridos te sigan y planeen junto a ti entre las nubes. Las nubes son húmedas, eso les vendrá bien.

—Se lo prometo —repitió.

Se encaminaron los tres con paso firme hacia la clínica. Se trataba de un edificio sencillo de dos plantas. En la de abajo estaban la sala de espera, el despacho privado del doctor, que hacía las veces de consulta, un quirófano en el que podían practicarse pequeñas intervenciones y un almacén. La superior, casi diáfana, estaba ocupada por unas cuantas camas que rara vez se utilizaban, ya que el doctor no tenía personal suficiente para atender a pacientes convalecientes. Con él sólo trabajaba Suzume y otra enfermera de más edad a quien la bomba había sorprendido en la casa del barrio de Urakami que compartía con su marido, empleado de la Mitsubishi. Ni Suzume ni el doctor la habían mencionado. En la fachada que daba a la ladera sobresalían los balconcillos del piso superior. Debajo estaba el porche donde el doctor se sentaba tiempo atrás con el padre de Kazuo para disfrutar de los atardeceres sobre la bahía. Ahora, cualquiera que contemplase el panorama desde aquel improvisado mirador sólo conseguiría volverse loco. El valle seguía anegado de humo. Los incendios perduraban en la zona del epicentro y se extendían cada vez más densos por los barrios adyacentes. Los supervivientes, como lombrices, se encaminaban en escuetas hileras hacia la montaña para escapar de las llamas.

Cuando cruzaron el umbral de la puerta, todos los heridos se giraron en silencio al mismo tiempo. Durante unos segundos, el doctor, Kazuo y Suzume no pudieron sino permanecer anclados a las baldosas del suelo, como estatuas de sal condenadas por asomarse a lo prohibido. Lo que tenían delante no eran cuerpos, sino carne viva entreverada de hollín, ropa adherida a los brazos y al pecho, ojos ensangrentados hundiéndose en las cabezas sin pelo. Por fortuna no podían ver lo que pasaba por la mente del doctor. Echaba ya de menos a su esposa hasta el punto de resultarle difícil dar cada paso, y sabía que sus conocimientos de poco servirían en aquellas circunstancias.

Se sentía incapaz de reaccionar. Una mujer embarazada con el rostro abrasado se lanzó a sus pies y le dijo que sabía que ella iba a morir, pero que sentía las patadas de su hijo en su vientre, que por favor lo sacase de ahí, que lo sacase... Suzume, de pie en una esquina, esperaba instrucciones. ¿Por dónde empezar? Pensó en las unidades de morfina. Tendría unas ciento sesenta que había ido acumulando a lo largo de los últimos meses a fin de estar preparado para un bombardeo severo. Pero aquello era distinto. Ciento sesenta unidades eran poco más que nada. Mil veces mil unidades hubieran sido poco más que nada.

—Quiero ayudar —dijo Kazuo.

El doctor se volvió un instante hacia él.

—Quizá tenga una misión para ti —dijo pensativo.

—Lo que sea.

—Quiero que vayas al barrio alto para comprobar si el hospital sigue en pie y si mis colegas están trabajando. Quizá podamos trasladar a unos cuantos pacientes.

Se refería a un centro médico de gran tamaño que no distaba mucho de allí. Estaba ubicado en la zona más noble de la ciudad, más o menos a la misma altura y con idéntica orientación que su pequeña clínica. Tal vez hubiera tenido la misma suerte.

—¡Ahora mismo voy!

—Echa un vistazo a las casas ricas —añadió el doctor reteniéndole—. Si aún se mantienen en pie, también podrán albergar a los heridos.

Salió como una bala. Le emocionaba que le confiase aquel encargo en lugar de cobijarlo como a un bebé indefenso. Pensó que si cumplía bien su cometido, el doctor accedería a acompañarle al valle arrasado para buscar a Junko.

Entretanto, el doctor se dedicó a organizar a los heridos. ¿Por qué seguían mudos? ¿Por qué no rompían a gritar? Aquel quejido apesadumbrado le rozaba cada nervio de su cerebro. Durante mis años de ejercicio he curado infinidad de quemaduras, se decía. Para aliviar el dolor de las ampollas bastaba con poner la parte quemada en agua de hielo, detener la abrasión del tejido bajo la piel...

Pero lo que tenía delante era distinto. Todo el tejido estaba quemado. Aquellas personas respiraban, pero ya habían muerto. Por eso apenas se quejaban. La mujer embarazada yacía en un rincón, abrazando su propio vientre callado.

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