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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El hijo de Tarzán (16 page)

X

Cuando el felino se abalanzó sobre el gigantesco antropoide, el horror y la sorpresa dejaron a Meriem boquiabierta. No por la suerte fatal que parecía amenazar al simio, sino por la reacción del muchacho, que momentos antes había golpeado con furia a su extraño compañero. Porque apenas había surgido el carnívoro de la espesura, cuando el joven, cuchillo en mano, saltó de la alta enramada y, en el instante en que Sheeta estaba casi a punto de hundir sus dientes y sus garras en la amplia espalda de Akut, «el matador» cayó sobre el lomo del leopardo.

Interceptado en pleno vuelo, el felino falló el salto por un milímetro y rodó por el suelo, entre escalofriantes rugidos, agitó las patas con ferocidad y se revolvió colérico, en inútil esfuerzo por quitarse de encima a aquel adversario que le lanzaba dentelladas al cuello y le asestaba puñalada tras puñalada en el costado.

Estremecido y sobresaltado a causa del súbito ataque por la espalda y obedeciendo al instinto de conservación, Akut se plantó en lo alto del árbol, junto a la niña, en una fracción de segundo. Su agilidad, poco menos que maravillosa en un animal tan pesado, asombró a Meriem. Pero en el mismo instante en que se volvió para enterarse de lo que ocurría abajo, Akut saltó de nuevo al suelo. Las diferencias personales quedaron automáticamente olvidadas ante el peligro que amenazaba a su compañero, y el simio acudió en auxilio de su camarada humano, sin pensar en su propia seguridad, con la misma presteza y empeño con que Korak había saltado en su ayuda poco antes.

El resultado fue que Sheeta se encontró con que dos feroces criaturas le desgarraban y le arrancaban la piel a tiras. Aullando, gruñendo y rugiendo, los tres rodaron y se revolvieron de aquí para allá, entre la maleza, mientras la única espectadora de aquella encarnizada pelea contemplaba aquella lucha a muerte con los ojos desorbitados, temblorosa, encogida en una rama del árbol desde la que se dominaba la escena, mientras oprimía frenéticamente a Geeka contra su pecho.

Al final, el cuchillo de Korak decidió el desenlace de la pelea y el aterrador felino se estremeció convulsamente y cayó de costado. El joven y el simio se pusieron en pie y se miraron el uno al otro por encima del cadáver tendido en el suelo. Korak sacudió la cabeza en dirección al árbol donde estaba la niña.

—Déjala en paz —ordenó—, es mía.

Akut gruñó, pestañearon sus ojos inyectados en sangre y se volvió hacia el cuerpo sin vida de Sheeta. Le plantó el pie encima, se irguió, alzó la cara hacia las alturas celestes y lanzó un alarido horroroso que de nuevo hizo estremecer y encogerse más a la niña. Era el grito de victoria del mono macho que ha matado a un enemigo. Korak se limitó a mirarlo durante un momento; luego subió de un brinco a la enramada y fue a colocarse al lado de Meriem. Akut se reunió en seguida con ellos. Dedicó unos minutos a lamerse las heridas y después partió en busca de su desayuno.

Durante muchos meses, la vida del trío se desarrolló sin que ningún acontecimiento fuera de lo normal la alterase. Al menos, acontecimientos que les parecieran fuera de lo normal al muchacho y al antropoide. Para Meriem, sin embargo, fue una pesadilla de horrores constantes que se prolongó durante días y semanas, hasta que logró acostumbrarse a ver las cuencas vacías de los ojos de la muerte y a percibir el soplo helado de su manto semejante a un sudario. Fue aprendiendo poco a poco los fundamentos del único medio de comunicación que poseían sus compañeros: el lenguaje de los grandes simios. Se perfeccionó con más rapidez en el arte y las mañas para sobrevivir en la selva, de modo que no tardó en convertirse en un factor importante en las misiones de caza, ya que montaba guardia mientras el muchacho y el mono dormían o les ayudaba en la tarea de seguir el rastro de cualquier presa a la que pudieran perseguir. Akut la aceptaba casi en pie de igualdad, cuando necesitaban entrar en estrecho contacto, pero la mayor parte del tiempo procuraba evitarla. El muchacho, Korak, siempre se mostraba afectuoso con ella y si bien abundaban las ocasiones en que la presencia de la niña constituía una carga, siempre se esforzaba en ocultárselo a Meriem. Al darse cuenta de que la humedad y el frío nocturnos causaban a la chiquilla incomodidad e incluso sufrimiento, Korak construyó a bastante altura un refugio entre las ramas oscilantes de un árbol gigante. Meriem dormía allí con relativa comodidad y seguridad, mientras «el matador» y Akut se acurrucaban en la horquilla de alguna rama próxima —el primero siempre ante la entrada de aquella cabaña colgante—, donde se encontraba en mejor situación para proteger a su inquilina de los peligros que podían acecharla en los árboles. Se encontraban a demasiada altura para que Sheeta pudiese alcanzarlo, pero siempre quedaba Histah, la serpiente, para inspirar terror al más pintado, sin contar a los grandes babuinos que vivían por las proximidades, quienes, aunque nunca los atacaban no por eso se abstenían de enseñarles los dientes y gruñir a cualquier miembro del trío que pasase cerca de ellos.

Después de construir aquel albergue, las actividades de Akut, Korak y Meriem se limitaron territorialmente a las cercanías de aquella zona. El radio de sus expediciones de caza se redujo mucho, porque al caer la noche tenían que volver al refugio del árbol. Circulaba un río por las proximidades. Abundaba la fruta y la caza, así como la pesca. La existencia se había adaptado a la cotidiana rutina de la búsqueda de piezas con que alimentarse y a dormir con la barriga llena. Vivían al día, sin pensar en el mañana. Si Korak se acordaba del pasado y de las personas que suspiraban por él en la remota metrópoli, era un recuerdo más bien impersonal, como si se tratara de la vida de otra persona ajena a él. Había renunciado a la esperanza de regresar a la civilización, porque los diversos desaires que recibió de aquellos a quienes consideraba amigos le obligaron a alejarse tanto, tierra adentro, que se daba ya por extraviado por completo en los laberintos de la selva.

Además, desde la llegada de Meriem había encontrado en la niña lo único que había echado de menos antes de lanzarse de lleno a la vida selvática: compañía humana. En la amistad que sentía hacia la niña no existía, que Korak reconociera conscientemente, ningún rastro de influencia sexual. Eran amigos, compañeros, y nada más. Lo mismo podían ser dos muchachos, si no fuera por las manifestaciones de semiternura, siempre autoritarias, que el instinto de protección imponía en la actitud de Korak.

La chiquilla le idolatraba como hubiera podido adorar a un indulgente hermano mayor, de haberlo tenido. El amor era un sentimiento desconocido para ambos; pero comoquiera que el muchacho iba acercándose a la virilidad, era inevitable que hiciese su aparición en el espíritu del chico, lo mismo que ocurría con todos los demás animales machos que pululaban por la jungla.

A medida que Meriem avanzaba en su conocimiento del lenguaje común, el placer de su camaradería aumentaba en la misma proporción, porque entonces podían conversar y, con la ayuda de la capacidad mental heredada de sus ancestros, iban ampliando asimismo el limitado vocabulario de los simios, hasta que hablar dejó de ser una especie de trabajo y se convirtió en un pasatiempo agradable. Cuando Korak iba de caza, Meriem solía acompañarle, porque la niña había aprendido el exquisito arte del silencio, cuando el silencio era recomendable. Era capaz ya de trasladarse por las enramadas con la misma agilidad y cautela que el propio Korak y las grandes alturas ya no le asustaban ni le producían vértigo. Saltaba de rama en rama o corría por encima de ellas con pie firme y seguro, con intrepidez y movimientos flexibles. Korak se sentía orgulloso de ella y hasta el viejo Akut lanzaba gruñidos de aprobación en vez de rezongar desdeñosamente como hacía antes.

Una lejana aldea de negros había proporcionado a Meriem un manto de piel y plumas, con adornos de cobre. Y armas, porque Korak no le permitía andar desarmada ni sin saber emplear las armas que él robó para la niña. Una correa de cuero colgada del hombro de Meriem aguantaba a la omnipresente Geeka, que seguía siendo la receptora de las sagradas confidencias de la chica. Un venablo ligero y un largo cuchillo constituían sus armas de ataque y defensa. Su cuerpo, que un principio de madurez empezaba a redondear, se ceñía a las líneas de una diosa griega; pero allí terminaba la similitud, porque el semblante de Meriem era precioso.

Al tiempo que se acomodaba a la jungla y a las costumbres de sus salvajes habitantes, el miedo iba abandonándola. Con el tiempo llegó a decidirse incluso a salir a cazar sola, cuando Korak y Akut se alejaban en busca de alguna presa distante, como sucedía a veces cuando los gamos escaseaban por las inmediaciones del lugar donde habían asentado sus reales. En tales ocasiones acostumbraba a limitar sus empresas a la caza de animales pequeños, aunque a veces llegaba a atreverse con venados y en una ocasión con Horta, el jabalí… una pieza dotada de unos colmillos tan impresionantes que hasta Sheeta se lo hubiera pensado dos veces antes de atacarlo.

En la región de la selva que cubrían en sus expediciones eran tres figuras familiares. Los monos pequeños los conocían muy bien y con frecuencia se iban a charlar cerca de ellos. Cuando Akut andaba por allí, los más pequeños se mantenían a distancia, pero con Korak eran menos tímidos y precavidos. Y cuando los dos machos estaban ausentes, los micos se llegaban hasta Meriem, le tiraban de la ropa y de los adornos o jugaban con Geeka, que parecía ser una fuente inagotable de diversión para ellos. La niña también jugaba con los micos y les daba de comer. Y cuando se encontraba sola, la ayudaban a pasar las largas horas de tediosa espera, hasta el regreso de Korak.

No es que su amistad fuese estéril. En las cacerías, los micos la ayudaban a localizar y cobrar algunas piezas. Con frecuencia corrían junto a la chica para anunciarle la cercana presencia de un antílope o una jirafa, o para advertirle con gestos excitados de la proximidad de Sheeta o Numa. Aquellos minúsculos y ágiles aliados le llevaban deliciosas frutas de las que pendían de los frágiles arbustos. En ocasiones le gastaban bromas más o menos pesadas, pero Meriem siempre se mostraba amable con ellos y, dentro de su carácter semihumano, los pequeños simios también la trataban bondadosa y afectuosamente. El lenguaje de los micos era similar al de los grandes monos y Meriem conversaba con ellos, aunque la pobreza de vocabulario hacía que sus diálogos fueran cualquier cosa menos tertulias filosóficas. Para los objetos familiares tenían el nombre correspondiente, lo mismo que para las condiciones que llevaban al placer, la alegría, la tristeza, el dolor o la cólera. Aquellas palabras raíz eran tan semejantes a las que utilizaban los grandes antropoides que parecían sugerir la idea de que el idioma de los manus era la lengua madre. Sueños, aspiraciones, esperanzas, el pasado o el futuro no tenían lugar en la conversación de Manu, el mico. Todo era presente… en particular en cuanto afectaba a llenar el estómago y a quitarse los piojos.

Pobre alimento era aquél para nutrir las apetencias intelectuales de una niña a punto de convertirse en mujer. Y como los manus nada más le resultaban divertidos a ratos, sólo jugaba con ellos de vez en cuando, así que Meriem seguía derramando las más dulces confidencias de su corazón sobre los sordos oídos de la cabeza de marfil de Geeka. A la muñeca le hablaba en árabe, sabedora de que Geeka no entendía el lenguaje de Korak y Akut, y de que el lenguaje de Korak y Akut, al ser un lenguaje de monos machos, carecía por completo de interés para una muñeca árabe.

Desde que su madrecita abandonó la aldea del jeque, Geeka había experimentado una gran transformación. Su indumentaria era un reflejo en miniatura de la vestimenta de Meriem. Un retazo de piel de pantera cubría su torso de piel de rata desde el hombro hasta la rodilla del palito que hacía las veces de pierna. Alrededor de la frente llevaba una cinta confeccionada a base de hierbas entretejidas, la cual sostenía unas cuantas plumas multicolores de periquito. Y otras hierbas trenzadas imitaban las ajorcas y adornos metálicos que lucía Meriem en las piernas y los brazos. Geeka era una perfecta cría salvaje; pero su espíritu continuaba inalterable y seguía siendo la omnívora oyente de otrora. Una cualidad excelente de Geeka era que nunca interrumpía para meter baza y hablar ella. Aquel día no fue una excepción. Escuchó atentamente a Meriem durante una hora, con la espalda apoyada en el tronco de un árbol, mientras su flexible y joven ama se estiraba felina y voluptuosamente, tendida en una rama, frente a ella.

—Pequeña Geeka —decía Meriem—, nuestro Korak lleva hoy mucho tiempo ausente. ¿Verdad que le echamos de menos, Geeka de mi corazón? Cuando Korak no está aquí, la jungla es aburrida, triste y solitaria. ¿Qué nos traerá esta vez? ¿Otro brillante aro de metal para el tobillo de Meriem? ¿O un taparrabos de suave piel de gamo que haya adornado el cuerpo de alguna negra? Me ha contado que es mucho más difícil apoderarse de cosas pertenecientes a las mujeres negras, porque él no quiere matarlas como a los machos y ellas se defienden y luchan como fieras cuando Korak las asalta para quitarles sus adornos. Luego llegan los hombres con venablos y flechas, y Korak salta a las ramas de los árboles. A veces se lleva a la mujer negra a la copa de un árbol y allí le arrebata todas las cosas que desea traerle a Meriem. Dicen que los negros le tienen un miedo espantoso y que, en cuanto le ven, las mujeres y los niños se ponen a chillar, huyen despavoridos y se refugian en sus chozas; pero Korak los sigue hasta allí y casi nunca vuelve sin flechas para él o un regalo para Meriem. Korak es muy poderoso entre los habitantes de la jungla… Nuestro Korak, Geeka… Mejor dicho, ¡mi Korak!

El monólogo de Meriem se vio interrumpido por la repentina aparición de un mico, nervioso y excitado, que se le posó en el hombro, tras un rápido descenso desde la rama de un árbol próximo.

—¡Sube! —apremió—. ¡Súbete a un árbol! ¡Vienen manganis!

Lánguidamente, Meriem lanzó una mirada por encima del hombro hacia el exaltado mico que alteraba su tranquilidad.

—Súbete tú, pequeño Manu —dijo—. En nuestra jungla, los únicos manganis son Korak y Akut. A ellos es a quienes habéis visto. Vuelven de cazar. Un día de estos verás tu propia sombra, pequeño Manu, y te morirás de miedo.

Pero el mico arreció en sus advertencias, a las que añadió mayor tono y nerviosismo, antes de que, por último, trepara por las ramas de un árbol hacia la seguridad de la parte alta, adonde los gigantescos manganis no podían seguirle. Al cabo de un momento Meriem oyó el ruido de unos cuerpos que se aproximaban a través de la enramada. Aguzó el oído. Eran dos y eran grandes monos, Korak y Akut. Para ella, Korak era un mono, un mangan, porque como tales se llamaban siempre a sí mismos los tres. El hombre era su enemigo, de modo que ya no se consideraban miembros de esa especie. Tarmangani, o gran mono blanco, que era el nombre con que designaban en su lenguaje al hombre blanco, no pertenecía a su mismo género, gomangani —gran mono negro, o negro sin más— tampoco encajaba con ellos, de forma que se aplicaban a sí mismos el nombre de manganis, simplemente.

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