El hijo del desierto (36 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

Éstas eran las palabras que el viento parecía llevar a sus corazones mientras enterraban los restos de Merka. En una tumba improvisada cerca del lago, el escriba quedó sepultado por la arena y el olvido que caería sobre él por toda la eternidad. Su nombre no sería recordado y jamás hallarían sus restos. Su
ba
vagaría por los siglos de los siglos sin encontrar el descanso, pues su
ka,
el nexo que debía unirle con el mundo de los vivos, no reconocería nunca aquel cuerpo corrompido por el tiempo y tampoco a su alma. Merka terminaba sus días tal y como si no hubiera nacido; maldito para siempre a los ojos de la diosa Maat.

Animados por la cólera de Set, Sejemjet y Senu regresaron al campamento envueltos en su propia ira. No había hombre ni dios que pudiera interponerse en su camino en aquella hora, y encorvados como genios infernales en busca de venganza, se encaminaron cubiertos por sus frazadas como si fueran vagabundos que habitaran el Mundo Inferior.

Entre las difusas cortinas que la lluvia tejía a su paso, los dos hombres parecían guiados por la mano invisible de su sanguinario señor, que los empujaba para que terminaran el trabajo que habían comenzado. Fue así como encontraron la tienda de Meketre sin ninguna dificultad, como si en verdad todo estuviera predestinado.

En el interior de la jaima se respiraba una extraña quietud, como la que suele presentarse a aquellos que esperan un fin próximo. Eso mismo debieron de pensar las dos siluetas mientras se inclinaban sobre Meketre. Su respiración, suave y acompasada, dibujaba el mejor escenario posible donde representar el final de la tragedia. Una escena digna de la apoteosis del horror, y que duró apenas unos segundos. Sejemjet cogió uno de los cuchillos del portaestandarte y, tras taparle la boca, le abrió en canal como si se tratara de una res. La víctima ni siquiera tuvo tiempo de saber lo que ocurría. La muerte había entrado en él, y ya no había nada que hacer.

Cuando las dos figuras abandonaron la tienda de Meketre, éste ya había abandonado el mundo de los vivos. Estaba recostado en su catre, con su daga clavada en el vientre, tal y como hacían los hombres de honor cuando se suicidaban. Afuera el viento volvió a recibirlos alborozado, entre lamentos y felicitaciones; llovía a cántaros.

* * *

Los hechos acaecidos aquella noche sumieron a la guarnición de Kumidi en la sorpresa y la indignación. Sorpresa porque jamás nadie pudo imaginarse que pudieran cometerse robos de semejante magnitud, e indignación por la identidad de quienes los habían perpetrado. Cuando el escriba adjunto al
seshena-ta
tuvo acceso a los documentos que incriminaban a Merka y al portaestandarte, apenas pudo creer lo que leía, aunque no había duda de que, tal y como había descubierto Hor, la estafa al Estado era de unas proporciones sorprendentes. «Quién hubiera podido sospechar algo semejante de un hombre que había estudiado en la Casa de la Vida del dios Ptah», se dijo el funcionario.

Escandalizado por lo ocurrido, Penhat, el gobernador de Upi, mandó varios pelotones de soldados en busca del criminal Merka, que había conseguido huir, aunque afortunadamente toda su trama había quedado desmontada. Tarde o temprano darían con él, y si en su huida se hubiese dirigido hacia el desierto, no sobreviviría demasiado tiempo. En cuanto al portaestandarte, éste al menos había decidido morir como lo haría un hombre arrepentido, aunque su cuerpo acabaría por ser abandonado en el valle para regocijo de las alimañas. El suicidio era una venia que sólo la ley concedía a los honorables, y nunca un medio de eludir las responsabilidades.

Sin embargo, Penhat se congratuló de tener a su servicio a Hor, un sacerdote de Mut que por circunstancias increíbles había llegado a parar a Kumidi, y también de que grandes soldados como Sejemjet y Senu formaran parte de su guarnición. La fama de Sejemjet ya era notoria, como él bien sabía, y resultaba un privilegio poder contar con su brazo para lo que necesitara. Antes o después estaría junto al faraón como uno de sus valientes, y se convertiría en un personaje de gran importancia. En todo lo ocurrido había demostrado una gran integridad al ayudar al sacerdote a desenmascarar a los criminales, y eso era algo que le satisfacía y llenaba de respeto. Él mismo quedó impresionado cuando recibió su informe y la recomendación de que Hor ocupara el puesto de Merka. Había grandeza en aquel corazón que nada pedía para él, y Penhat había accedido de inmediato, ya que un hombre tan íntegro y capacitado como Hor merecía aquel puesto; por lo menos hasta que el ejército mandara a alguien que relevara al corrupto Merka.

A Sejemjet le ascendieron a portaestandarte de forma provisional, hasta que quedara ratificado por el general Djehuty, la máxima autoridad militar en Siria. Desde ese momento el joven ocuparía la vacante dejada por Meketre, ya que no había ningún otro
tay srit
de relevo en la guarnición. Todos estuvieron de acuerdo con el nombramiento, convencidos de que Djehuty se alegraría al conocer la noticia. Al fin y al cabo, era bien sabida la simpatía que profesaba a aquel soldado, por lo que políticamente significaba una buena apuesta.

Para festejar todo aquello, el gobernador decidió celebrar un banquete al que invitó a los principales de la ciudad, y también a sus oficiales y primeros cargos. La noticia de cuanto había ocurrido corrió por Retenu como el Nilo en la estación
áeAjet
, y la imagen del gobernador había salido fortalecida de todo ello, pues incluso había recibido una felicitación del mismísimo Iamunedyeh, supervisor de la Sala de la Justicia, y que poseía nada menos que quince títulos, entre los que se encontraban el de primer heraldo del rey y contable de los Impuestos del Alto y Bajo Egipto.

La esposa del gobernador, la noble Mutnofret, estaba entusiasmada por lo acontecido, y al leer el mensaje de felicitación que tan importante personaje enviaba a su marido se sintió eufórica, pues en sus fantasías, algo a lo que era muy proclive la señora, se vio de regreso a la corte de Tebas convertida en la mujer de un alto cargo del Estado, que era lo que merecía ser su esposo. Era necesario celebrarlo, pues además sería una buena oportunidad para estrenar las nuevas túnicas plisadas que estaban haciendo furor entre la alta sociedad tebana. Una moda elegante y a la vez atrevida, que dejaba entrever los encantos sin acabar de mostrarlos, y que a la vez hacía destacar la figura estilizándola más que con la anterior moda, de vestidos demasiado rectos y poco entallados. Por fin podría estrenarlos en una ocasión que lo merecía.

Después de unos días en los que Hor había sufrido un indudable retraimiento en su habitual locuacidad, el sacerdote volvió a mostrarse tal y como acostumbraba, aunque todavía se encontrara bajo los efectos de la impresión que le habían causado los hechos vividos recientemente. Durante varias noches no había podido conciliar el sueño, ya que las escenas presenciadas en la tienda del infausto Merka se le presentaban una y otra vez, como pesadillas que nunca podría borrar de su corazón.

—Se hizo justicia, créeme, noble sacerdote —le decía Senu al verle tan melancólico—. Si no nos hubiéramos adelantado, tú ya habrías pasado por el Tribunal de Osiris, hermano. Merka nos habría despachado al día siguiente. Te lo digo yo.

Aunque al curioso hombrecillo no le faltara razón, él no podía olvidar que semejante conducta no estaba dentro de las mejores recomendaciones que Maat instaba a observar. Las veía algo exageradas, y eso que prefirió no conocer los detalles. Senu le juró por su amadísimo padre, al que nunca había conocido, que Merka se les escapó cuando iban a rematarle, y que cuando fueron a ver a Meketre, éste ya se había suicidado; pero Hor no creyó ni una palabra.

Desde aquel día, su desgraciado futuro había dado un inesperado giro hacia la esperanza. Sus rezos a Mut habían procurado resultados, como no podía ser de otra forma, y según parecía ya no tendría que levantar su espada contra nadie. Su nuevo empleo le facilitaría un pronto regreso a su hogar, donde ansiaba llegar para abrazar a su esposa e hijos.

Sin embargo, un casual acontecimiento había venido a poner colofón a toda aquella trama. El gobernador quería celebrar un banquete conmemorativo, al que habían invitado a Hor junto a sus amigos, algo que podía resultar verdaderamente catastrófico. De hecho, Senu anduvo en su persecución durante varios días. Hor se lo encontraba a cada momento, y eso sin contar las veces que iba a su tienda a visitarle.

—Espero que hagas justicia con lo que me corresponde —le decía cuando le veía—. Merka me hizo un daño irreparable, y ahora tú eres la autoridad. Te recuerdo que le entregué un total de noventa y ocho manos y veinticinco penes, amén de los prisioneros, que ascienden a treinta y cinco.

Hor lo miraba frunciendo el ceño, y lo despedía con cajas destempladas.

—Esos trofeos que demandas fueron conseguidos, en su mayoría, por Sejemjet. ¿Acaso pretendes engañarle?

—No, no. No me has entendido, sapientísimo escriba. Tú apúntalos adecuadamente que ya me encargaré yo de arreglar los detalles con el hijo de Montu.

Hor solía despedirlo de forma airada, aunque el hombrecillo no tardaba mucho en regresar. Una de sus obsesiones era que inscribiese en la documentación oficial una pequeña bolsa que llevaba siempre atada a su cintura llena de dientes de oro. Éstos habían pertenecido a sus víctimas, y Senu era muy escrupuloso a la hora de sacar el mayor rendimiento a sus logros. No dejaba pasar ni un solo cadáver al que no hubiera examinado la dentadura.

—Son los ahorros de toda una vida de penurias, noble sacerdote —se lamentaba con teatralidad—. Mi futuro está en tus manos. Inscribe en tus documentos este botín para que no tenga que cargar con él durante el resto de mis días. Ya me lo han intentado robar en numerosas ocasiones, y he tenido que matar para impedirlo.

Hor lo miraba horrorizado, y le conminaba a que lo dejara en paz con la amenaza de un castigo ejemplar si no se comportaba.

—Recuerda que ahora yo soy la ley —le decía Hor muy enfadado—. Eres peor que Hetepni.

Senu solía salir corriendo como alma que pierde el diablo, ya que no tenía ni idea de lo que quería decirle el nuevo
sesh mes,
aunque a su entender el tal Hetepni debía de ser un mal bicho.

Más al aproximarse la fecha de la celebración del evento, Hor no tuvo más remedio que confraternizar con el veterano. Le preocupaba verdaderamente el comportamiento del hombrecillo durante el banquete, y ése fue el motivo que le llevó a reunirse más a menudo con él.

—Deberás comportarte como corresponde a un soldado del dios. Con educación y prudencia —le dijo Hor muy serio una tarde—. No debes dejarte llevar por tus malos hábitos.

—Esa parte de mi vida quedó atrás, divino adorador de Mut. Ahora soy un hombre nuevo.

—Ya —replicó Hor lacónico—. En cualquier caso harás bien en seguir los preceptos que dictan las buenas maneras. No hay más que cumplir con lo que ya nos advierte la
Sátira de los oficios.

Senu lo miró con los ojos muy abiertos.

—¿Y qué sátira es ésa? —le preguntó.

—Mut nos asista. Esto es una catástrofe. ¿Nunca has oído hablar de ella? —Senu negó con su cabeza—. No voy a explicarte todo lo que dicen porque resultaría un tiempo perdido, aunque sí te diré que entre otras muchas materias hacen referencia a cómo debe ser nuestro comportamiento en sociedad, y la forma correcta en la que debemos conducirnos. Presta, pues, atención a lo que voy a decirte.

—No olvidaré ni una sola palabra —contestó el hombrecillo.

—Lo primero que has de hacer es presentarte correctamente vestido. Aséate con esmero y procura que tus ropas estén limpias.

—Brillaré como Ra-Horajty en el mediodía —le aseguró Senu.

—No me interrumpas y permíteme continuar. Cuando llegues a casa del gobernador, permanecerás a nuestro lado y esperarás tu turno para ser recibido. Las formas lo son todo, y no puedes acceder al interior hasta que te inviten a hacerlo. Si los anfitriones están ocupados no les preguntes, «mantén la mano sobre la boca». Te sentarán en una pequeña mesa con otros invitados, tres o cuatro a lo sumo, que como comprenderás tendrán un rango superior al tuyo. Debes dejar que ellos empiecen a comer antes que tú, y cuando comiences a hacerlo procura escoger las porciones del plato que se encuentren más cerca de ti, y no se te ocurra introducir la mano al mismo tiempo que otro comensal.

—¿En serio?

—Debes ser paciente y nunca te pares a elegir tu porción preferida. Por supuesto evita mostrar tu glotonería. Sí, ya sé que eres un glotón redomado y que has pasado mucha hambre en la vida, pero no tienes por qué resarcirte de ello en un banquete como éste; el gobernador no tiene la culpa. Mastica con calma y mantén la boca cerrada al hacerlo, que ya sé lo aficionado que eres a hablar con ella llena. Si tienes que arrojar algo, utiliza las escupideras, y que no se te ocurra emborracharte, como acostumbras.

Senu se rascaba la cabeza, admirado de que existieran tal cantidad de normas de comportamiento en la mesa.

—Ah, y por último lo más importante, algo que te cuidarás de hacer pase lo que pase. Bajo ningún concepto eructes o hagas alarde de tu virtuosismo en el regoldo. La residencia del
seshena-ta
no es el campamento en el que sueles cometer este tipo de barbaridades, y ni que decir tiene que te abstengas de ventosear. Si se te ocurre hacer algo semejante, te arrestaré hasta el día que te licencies, ordenaré que te apaleen y además, te confiscaré tu bolsa.

Aquello lo entendió Senu al momento, pues alzó su mirada suplicante y aseguró que jamás osaría cometer tales desmanes, y que haría todo lo que le habían ordenado.

—Desde hace días ando sumido en una duda que me reconcome, y que es debida a mi natural ignorancia —dijo el veterano a modo de despedida—. Un enigma que estoy convencido de que tú puedes resolver.

—¿Qué es lo que te aflige? —le inquirió Hor con cierta desgana.

—Es referente a lo que me llamaste el otro día. Dijiste que era como Hetepni. Y creo que debe ser algo terrible, sin duda.

Hor lanzó una carcajada, y estuvo un buen rato riendo con ganas; hasta se le saltaron las lágrimas.

—Querido amigo y protector —dijo al fin tras recuperarse de su acceso de hilaridad—, nada más lejos de la realidad. No hay mejor cumplido para tu persona que el que te llamen así.

—¿En serio?

—Completamente. Has de saber que Hetepni fue un hombre probo y responsable que desempeñó cargos de gran importancia. —Senu pareció considerar lo que le decía su amigo, ya que se le alegró la expresión del rostro—. Fue recaudador de impuestos durante la VI dinastía. Era de profesión contable, y alardeaba de poder llevar cuenta «de cualquier cosa que vuele o trepe, en el agua y en las marismas». Tú eres como él, querido Senu, ¡no se te escapa nada!

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