El hijo del desierto (16 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El comentario del faraón hizo que la sala se alborotara con chanzas y no pocas risas, que a Sejemjet no le hicieron ninguna gracia. El joven no ocultó su disgusto por ello, y tuvo que hacer esfuerzos por dominar su cólera. Él no tenía ningún deseo de estar allí, y si hubiera podido habría desaparecido camino del desierto del Neguev para compartir el rancho de putrefactos cereales con sus compañeros de armas. Entonces, su mirada se volvió torva y cuantos le rodeaban evitaron sostenérsela.

—Bien —señaló Tutmosis, elevando su voz sobre el pequeño tumulto—. Poca culpa tiene nuestro noble guerrero de las afirmaciones de Djehuty. Como ya dije, él es grato a mis ojos, y puede que el gobernador de Siria tenga razón.

De nuevo los comentarios llenaron la sala, en tanto los oficiales allí presentes se miraban unos a otros con cara de pocos amigos. El viejo general había ido demasiado lejos, llevado seguramente por su entusiasmo y también, por qué no decirlo, por los años. Hacía tiempo que había quien opinaba que Djehuty chocheaba.

A Mehu, las palabras de su superior le parecieron inaceptables, e incluso insultantes. Mehu aborrecía a Djehuty, al que consideraba una especie de funcionario con armadura que había llegado a alcanzar la gloria a base de sus intrigas, y sin dar un par de mandobles en condiciones. Como él era consciente de que jamás tendría semejantes habilidades, las actitudes del general le parecían una burla para los auténticos valores militares y una afrenta para su persona. Él sabía que Djehuty le despreciaba pero también que, de alguna forma, le temía. Seguramente porque jamás podría comparársele en el campo de batalla.

Ahora y ante toda la corte de Tebas, el
mer mes
pretendía ponerle en evidencia en el instante en el que había conseguido su gloria, y para ello no se le había ocurrido otra cosa mejor que utilizar a un estúpido soldado que, sin saberlo, se había prestado a ello. Un pobre muchacho al que acababan de ascender pretendía ser la excusa con la que aquel vejestorio proclamaría su superioridad sobre el resto de oficiales del ejército.

La expresión de su rostro, ya de por sí desagradable, lo fue aún más al presenciar los balbuceos del joven y las artimañas con que los adornaba su valedor, y cuando los dignatarios prorrumpieron en chanzas y befas, su genio vivo estuvo a punto de producir un altercado. El general presentaba a su cachorro y se burlaba de los que en realidad combatían. Sin duda Djehuty había pasado a la historia, pero por lo que a él se refería ya era sólo eso, historia.

Fue por esta causa por lo que, tras escuchar las palabras del faraón, Mehu no pudo reprimirse más.

—Ruego al señor de las Dos Tierras tenga a bien permitirme hablar en esta corte —exclamó de improviso.

Tutmosis hizo un gesto de aprobación, en tanto los murmullos volvieron a hacer acto de presencia.

—El gran Djehuty es, sin duda, un general victorioso, y astuto donde los haya. —Este comentario levantó algunas risas—. Yo te felicito, noble Djehuty —prosiguió Mehu—, aunque todo debería quedar ahí.

El faraón se arrellanó cómodamente en su butaca mientras paseaba su vista por los presentes, que volvían a murmurar. Todo se había desarrollado como él esperaba, y estaba encantado ante lo que se avecinaba.

—Explícate pues, noble Mehu.

—Tu ejército está cuajado de grandes guerreros, oh, gran dios de esta tierra. Muchos de ellos hoy no se encuentran entre nosotros, pues defienden nuestras fronteras de la chusma asiática. Hay valientes de verdad entre ellos, e invito al gran Djehuty a que los visite para comprobarlo. Hablo por su boca cuando digo que el gran general arriesga al asegurar que su soldado es el mejor que han conocido los tiempos.

Ante el cariz que tomaba el asunto, los allí presentes no pudieron evitar que subiera el tono de sus voces. Aquello era una manifestación del peor gusto. Nada menos que en el palacio del faraón aquellos soldados se aprestaban a dirimir sus diferencias al más puro estilo cuartelero; claro que qué se podía esperar de ellos, se decían los funcionarios en voz baja.

—Oh, ya veo —saltó Djehuty, como impulsado por mil resortes—. Disculpa si he podido herir la susceptibilidad de tu corazón, noble Mehu; no era ésa mi intención. Un oficial como tú debe estar por encima de tales disquisiciones; claro que si piensas que lo que aseguro no es cierto, entiendo que te molestes.

Las palabras del general cayeron como una losa en aquella sala abarrotada. Djehuty había llevado a Mehu a donde quería, y ya no había vuelta atrás. «Este hombre es taimado como pocos», se dijo Tutmosis, perplejo por la audacia que le mostraba su general, mas optó por acomodarse mejor y dejarles continuar.

Mehu se abrió paso entre los dignatarios de muy mala manera. Su rostro, crispado por la cólera, tenía una expresión feroz y a la vez altanera. Al faraón le recordó el día en el que salieron a cazar juntos y fueron atacados por una manada de hienas. Mehu hizo parar a los caballos y tras bajar del carro acuchilló a varias de ellas con aquel mismo rictus que mostraba ahora.

—Ya que el gobernador de Siria nos presenta a su campeón, propongo al señor de las Dos Tierras que nos haga una demostración ante esta noble audiencia. Yo mismo me ofrezco voluntario para ello. Luchemos con bastones; si hoy se honra al ejército es un día adecuado.

El revuelo que se produjo fue de consideración, pues nadie recordaba que en una recepción como aquélla se hubieran batido dos soldados. Era algo inaudito que hablaba bien a las claras de la preponderancia que estaban adquiriendo las jerarquías militares en los últimos tiempos.

—¿Entiendo que mi amigo Mehu requiere mi venia para pelear aquí? —inquirió Tutmosis fingiendo sorpresa.

—Sólo exhibiremos nuestras artes para que el Horus viviente tome una conciencia exacta de lo que asegura el gran Djehuty. Así podremos brindar un espectáculo a Su Majestad en una jornada tan señalada como la de hoy.

—Sea pues —señaló el faraón sonriendo—. De este modo celebraremos nuestro victorioso regreso a Tebas. ¡Traed los bastones!

Así fue como, sin tener parte en tan espinoso asunto, Sejemjet se vio envuelto en un duelo que le depararía consecuencias para toda su vida. Ante la familia real y la corte en pleno, le obligaban a luchar de nuevo, y esta vez sin saber muy bien por qué. Era como si su
ka
no tuviese derecho al descanso y fuera empujada ineludiblemente a los conflictos con los hombres. Se negaba a admitir que hubiera nacido para eso, y, sin embargo...

Cuando aquellos dos hombres cruzaron sus bastones por primera vez, Tutmosis tuvo la certeza de que presenciaría un combate memorable. Ante una audiencia que contenía la respiración, los dos guerreros dieron una exhibición que sería recordada muchos años después, cuando las generaciones venideras escucharan embobadas las proezas ocurridas en aquella época.

Mehu y Sejemjet escenificaron una danza cuya coreografía no hubiera superado ni el inventor de aquel tipo de lucha. Con movimientos precisos y sincronizados, los contendientes hicieron un despliegue de sus habilidades, mostrando un repertorio de golpes difícil de imaginar. Ataques, defensas, giros, fintas, quiebros, amagos... y todo a una velocidad pasmosa.

El sonido de los palos al entrechocar producía una peculiar percusión. Era la música sobre la que bailaban los combatientes, con pasos sutiles y acompasados, como si fueran dos acróbatas de la lucha cuerpo a cuerpo. Para aquella modalidad de combate eran necesarias una gran agilidad y también resistencia, pues los bastones caían sobre los púgiles con una fuerza inusitada, y era preciso poder pararlos y además retomar la posición para contraatacar.

Al comenzar la lucha, Mehu había mirado a Sejemjet con evidente desdén, más al cruzar los primeros golpes supo de inmediato que la cosa no le iba a resultar fácil. Aquel joven poseía una fuerza que iba más allá de la que le proporcionaban sus brazos, y Mehu la captó con sólo mirarle a los ojos. Ni todas sus fintas y ardides sirvieron para que Sejemjet perdiera la posición; siempre estaba en perfecto equilibrio, parando y esquivando en continuo movimiento. Mehu se hallaba en la plenitud de sus fuerzas, por lo que los terribles golpes que lanzaba resonaban al estrellarse sobre el bastón de palmera trenzada del joven como si se hubieran desatado las furias. Más Sejemjet parecía imperturbable, y se defendía ordenadamente de los ataques furibundos de su oponente a la vez que se cuidaba de caer en las trampas de soldado viejo que le tendía. Mehu abría su guardia como descuidándose para que le atacara y así poder golpear desde el exterior en los costados; pero al comprobar que sus ardides no causaban efecto, comenzó a perder la concentración, y a desesperarse por no poder alcanzar a su rival. Éste lucía espléndido y su cuerpo, semidesnudo, brillaba por efecto de los chorros de sudor que lo cubrían. Al amor de las antorchas, su luz resaltaba las poderosas formas y la complexión nervuda. Sus músculos, sumamente fibrosos, se movían como resortes cargados de potencia ante la atenta mirada del faraón, que se sentía electrizado.

Todos allí seguían las evoluciones sin perder detalle, como hipnotizados ante aquella representación guerrera. Daba miedo ver a Mehu asestar golpe tras golpe en tanto aullaba al descargarlos. Su cuerpo, de pronunciados músculos, daba la impresión de sentirse congestionado cual si estuviera comprimido antes del ataque; sin embargo, el joven gigante lo esquivaba una y otra vez como si fuera un juego. Para Sejemjet, el curso de la pelea fue cambiando en función de su propio humor. Al principio se sentía cohibido, retraído ante la encerrona que le habían preparado, y se limitó a cubrirse de la furia de su oponente, sin saber muy bien qué era lo que debía hacer. Aquel oficial era nada menos que amigo personal del dios, y él, poco más que una absurda anécdota en el momento más inoportuno.

Sin embargo, no hizo falta demasiado para que Sejemjet se desinhibiera; la ferocidad de Mehu se hacía patente con cada estacazo que le propinaba, y enseguida se dio cuenta de que hiciera lo que hiciese nada sería igual para él después de aquel combate. Fue en ese momento cuando el germen de la ira que alimentaba su corazón empezó a crecer y crecer hasta transformar a aquel hombre en lo más parecido a una bestia. El tiempo de detener golpes había terminado, y el dios de la cólera volvió a apoderarse de él, desatando la peor de las tempestades.

Los miembros de Sejemjet parecieron desperezarse, y el brillo reflejado en el sudor de su piel se hizo más tornasolado. Ya no eran sus brazos los que se movían, sino centellas que se agitaban en el aire y caían desde lo alto cual rayos lanzados por el iracundo Set. Sobre Mehu se cernió entonces una lluvia de golpes difícil de describir. Eran tantos y de tal contundencia que el oficial se vio incapaz de hacerles frente con la rapidez necesaria. Sejemjet movía los palos a tal velocidad que era imposible verlos venir para detenerlos. Para Mehu se había desatado un vendaval contra el que ya nada podía hacer; los demonios habían vuelto a aparecer, y nadie podría hacerles regresar ya. Sólo su coraje le permitía continuar en pie, haciendo frente a unas fuerzas que nunca imaginó pudiesen existir.

Aún trataba de protegerse de los palos que le caían sobre la cabeza cuando, de repente, Mehu sintió que el cuerpo se le doblaba. En un abrir y cerrar de ojos, Sejemjet hizo una finta para dejar pasar a su rival y, volviéndose, le asestó un bastonazo en las pantorrillas que restalló como si fueran cien latigazos.

Mehu notó un dolor terrible, y luego vio cómo sus piernas se negaban a obedecerle. Entonces cayó al suelo con estrépito; el combate había terminado.

—¡Bravo, bravo! —exclamaron entre aplausos unos y otros—. ¡Nunca vi nada igual! —se felicitaban.

La misma familia real se había unido a las aclamaciones, y el príncipe Amenemhat aplaudía entusiasmado. Había sido una lucha soberbia, la mejor que había visto nunca, y eso que él era un gran aficionado. El dios también parecía complacido, aunque estuviera atónito por el resultado final. Su oficial adjunto yacía ahora por los suelos, un hecho inesperado y que hubiera preferido que nunca ocurriera. Más justo era reconocer que aquel joven era el brazo armado de la ira, y que a su general no le faltaba razón en lo que decía. Nunca había visto a nadie pelear como él.

Tras el desenlace final, Sejemjet se había apresurado a ofrecer su mano al vencido para que se levantase, pero éste la rehusó propinándole un fuerte manotazo en tanto se incorporaba como mejor podía, pues no le respondían las piernas. Haciendo acopio de todo su orgullo logró mantenerse en pie y dar los primeros pasos, casi tambaleándose, con calambres en las pantorrillas. Algunos de los oficiales allí presentes se aprestaron a ayudarle, aunque enseguida hizo un gesto imperioso con su mano para que le dejaran tranquilo. Sólo la voz del faraón le obligó a detenerse.

—Hoy ha quedado patente la buena elección que Mi Majestad hizo contigo, Mehu. Durante la cena te sentarás a mi derecha, pues eres mis ojos —pronunció el monarca.

—¡Magnífico! —exclamaron unos y otros—. ¡El señor de Kemet es grande en su juicio!

En vista del cariz que tomaba aquel asunto, todos se felicitaron por lo ocurrido, y enseguida se aprestaron a ofrecer sus mejores palabras a Mehu, que se vio rodeado de cortesanos y amigos. Mientras Sejemjet contemplaba la escena sin saber qué hacer.

Djehuty se le acercó y le dio unas cariñosas palmadas en la espalda.

—Has estado soberbio. No te preocupes por lo que oigas. Hoy has alcanzado la fama —le dijo el general.

En realidad a Djehuty no le sorprendía la escena lo más mínimo, incluso opinaba que era lo esperado. El dios solía reaccionar así. Él era el que decidía quién obtenía su favor y hasta dónde debía llegar el poder de los demás. Ante los principales de Egipto había agasajado a su mejor general, y ahora aprovechaba para devolverlo al puesto que debía ocupar.

Sejemjet quedaba de esta forma fuera de lugar. Djehuty le había proporcionado la fama, pero lo que el joven ignoraba era que ésta y la traición suelen habitar bajo el mismo techo.

* * *

Para la reina Sitiah, el haberse convertido en gran esposa real no había resultado una tarea fácil. Había que poseer algo más que belleza y buenas dosis de encantadora astucia para alcanzar semejante puesto, pues sólo si Mesjenet, Renenutet y Shai —las tres principales divinidades que regían el destino del individuo— se ponían de acuerdo, podía obrarse tal milagro.

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