El hijo del desierto (17 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

En su caso particular no había otra palabra que mejor definiera lo ocurrido, ya que la suerte se había aliado con ella de forma sorprendente, aunque luego hubiera sido necesaria toda su perspicacia y capacidad de análisis para mantenerse en tan privilegiado lugar. Para una mujer de origen plebeyo, como era ella, el ser la preferida del dios era mucho más que un sueño.

Sus orígenes eran tan corrientes como los de la mayoría pero, eso sí, su familia siempre había vivido en la corte. Ellos eran originarios de la ciudad de Nekhen, en el profundo sur, y por tanto se sentían muy orgullosos de haber preservado su sangre egipcia de los conquistadores que se asentaron en el norte para dominar el país durante un siglo. Su padre, Pennekhbet, gustaba de relatarles historias sobre sus antepasados, así como la participación de éstos en la guerra de liberación emprendida contra los hicsos. Pennekhbet llegó a ser general del ejército, y fue muy querido por su gran rectitud y lealtad. Era gran devoto del dios principal de su ciudad, un halcón que portaba dos plumas gigantescas sobre la cabeza conocido como Nekhery, aunque todos lo llamaran el Nekhenita, y acabaran por asociarlo con Horus; Horus el Nekhenita. A él habían elevado siempre sus plegarias, y a decir verdad no les había ido del todo mal.

En la corte, su padre conoció a la muy noble dama Ipu, que era nodriza real, con la que se casó felizmente. Ipu fue quien crió al pequeño príncipe Tutmosis, sin sospechar que un día se convertiría en su suegra.

En realidad, la casualidad jugó un papel determinante en el devenir de los días. Sitiah se vio favorecida por la fortuna que sólo los dioses conceden; algo parecido a lo que los mortales definiríamos como predestinación.

Cuando murió Ajeperenre y la reina Hatshepsut asumió la regencia, Menjeperre sólo tenía cinco años. La reina Hatshepsut tenía una hija, la princesa Neferura, habida con el anterior dios Tutmosis II. Ambos príncipes, Neferura y el pequeño Tutmosis, crecieron en la corte compartiendo juegos con Sitiah y sus hermanos, pues la nueva reina había nombrado al general Pennekhbet tutor de su hija. No podía ser más casual que la madre y el padre de Sitiah cumplieran funciones de gran importancia con ambos príncipes, algo que redundaría en beneficio de su propia hija, que se educaría próxima a ellos y aprendería los recursos necesarios para sobrevivir en la corte.

Aún era un niño cuando Tutmosis fue enviado a la Escuela Militar de Menfis, donde se educaba a los príncipes en la carrera de las armas. Allí dio buenas muestras de lo que depararían los tiempos, puesto que se sintió cautivado por la vida militar desde el primer momento; nadie de entre los oficiales dudaba que el príncipe sería un faraón guerrero, si llegaba a gobernar.

Al alcanzar los primeros años de su pubertad, Tutmosis y su prima y hermana Neferura se desposaron. Era lo lógico, sobre todo teniendo en cuenta quién gobernaba Egipto en aquellos tiempos. Hatshepsut controlaba el Estado en un complicado juego de alianzas e intereses que convenía apuntalar. Aquel matrimonio, por otro lado natural, fortalecería su posición y sería bueno para la estabilidad del país. Mas tal unión duró poco: Neferura murió, y no quedaron vástagos que hablaran de ella. El futuro estaba en contra de la reina Hatshepsut, aunque ella entonces no lo supiera.

Fue a la vuelta de su estancia en Menfis cuando Tutmosis se enamoró perdidamente de Sitiah. A sus catorce años, ésta era ya una mujer de arrebatadora belleza, y dueña de un encanto que al príncipe le pareció irresistible. A esa edad, cualquier muchacha de Egipto se consideraba mujer casadera e incluso tenía sus primeros hijos. Y para Tutmosis, Sitiah cumplía todos los requisitos propios para casarse con ella. ¿Acaso su madre, la noble Ipu, no lo había amamantado como si fuese su propia madre? La joven y él eran, a la postre, hermanos de leche; un vínculo mucho mayor que el que podía tener con otras princesas de su harén.

El príncipe y Sitiah se casaron, y de su relación tuvieron cuatro hijos: Beketamón, la mayor; el príncipe heredero Amenemhat; el bueno de Siamún, ya fallecido; y la encantadora Nefertiry.

Cuando Hatshepsut murió y su sobrino ascendió al trono que por ley le correspondía, Sitiah se convirtió en gran esposa real, y además en dueña del corazón del monarca más poderoso de la Tierra.

A lo largo de aquellos últimos ocho años en los que Tutmosis había gobernado en solitario como legítimo rey, Sitiah había tenido que llevar a la práctica todos los conocimientos aprendidos en la corte durante tanto tiempo. Una reina como ella siempre tenía enemigos, y éstos podían encontrarse en el lugar menos esperado. El faraón podía caer en brazos de cualquiera de las reinas menores de su harén y perder la cabeza por ella. Era necesario, por ese motivo, vigilar discretamente cuanto ocurriera alrededor de su divino marido, y manejar los hilos de la intriga si era necesario. Aunque Sitiah todavía despertara las pasiones del rey, sabía que a su edad no podía competir con muchas de las otras jóvenes esposas de Tutmosis. Para la gran esposa real, sus mejores armas eran el control inteligente de cuanto la rodeaba y, sobre todo, sus hijos.

El ser la madre del futuro señor de Kemet era la mejor garantía para mantener su posición y debía velar por ello, ya que el resto de las esposas pugnaban por quedarse embarazadas, y cualquiera de sus vástagos podía tener posibilidades de suceder a su insigne padre.

Durante todo aquel acto de exaltación de los valores patrios, Sitiah no había perdido detalle de cuanto ocurriera a su alrededor. Más allá de los reconocimientos, aquella recepción servía para que todo el que ocupara una parcela del poder, por pequeña que fuera, midiese sus posibilidades futuras ante los demás. Cualquier signo de debilidad, aunque fuese en forma de gesto o mirada, podía ser interpretado en la corte, donde abundaban los virtuosos de la perspicacia. Mientras aquellos dos brutos peleaban como animales, ella observaba los corrillos, quiénes los conformaban y cómo ocultaban las palabras con sus manos. Todo había estado donde debía, y eso la llevó a fijarse con más detenimiento en los dos contendientes que se apaleaban con el beneplácito general. Fue entonces cuando algo le hizo fijar su atención en uno de ellos.

A Sitiah poco le interesaba la lucha de bastones, aunque se mantuviera muy digna ante los demás fingiendo lo contrario, y menos el escuchar los bramidos que los combatientes exhalaban con cada garrotazo. Aun así, había algo en el más alto que le invitó a observarlo mejor. Era un joven grande y nervudo, con aspecto de guerrero místico, que se movía de una forma que le resultaba familiar. Cuando su mirada lo estudió con más detalle, una inesperada sensación de angustia hizo acto de presencia de forma repentina, como suelen producirse las sorpresas, y ésta llegaba removiéndole las entrañas.

La reina paseó su mirada por el rostro del joven deteniéndose en su fuerte mentón y en aquella nariz fina y delicada. Era un hombre hermoso, pero sus rasgos le hicieron estremecer. Enseguida tuvo un presentimiento, mas...

Sus ojos inquisitivos continuaron observando los movimientos del soldado. Su cuerpo poderoso volvió a producirle inexplicables temores. Verle luchar era todo un espectáculo, incluso para ella que no entendía absolutamente nada del porqué de aquel tipo de prácticas. Sin embargo, los movimientos del guerrero eran capaces de atraerla de manera inexplicable, y su cuerpo bañado por el sudor brillaba bajo el reflejo de las antorchas tal y como si tuviera luz propia. Representaba una danza cuya plasticidad le trajo inmediatos recuerdos de un tiempo lejano. En uno de sus quiebros, Sejemjet había dejado al descubierto su espalda empapada, a escasos metros de donde se encontraba la reina, y fue en ese momento cuando vio el extraño lunar grabado en su omóplato.

Sitiah creyó que le faltaba el aire y ahogó un grito de asombro; entonces se sobrecogió.

* * *

La princesa Nefertiry era la menor de los hijos de Sitiah. Con dieciséis años recién cumplidos era una joven menuda, alegre y pizpireta cuyo genio vivo y espontaneidad habían sido causa de no pocos problemas para la familia real, y sobre todo para sus tutores. De cara graciosa y mirada chispeante, sus formas proporcionadas y su resuelto ademán la hacían no pasar desapercibida bajo ninguna circunstancia, ya que se las arreglaba muy bien para llamar la atención siempre que se lo proponía. Entre sus hermanos tenía fama de mimosa y no les faltaba razón, ya que Nefertiry estaba acostumbrada a salirse siempre con la suya, y sus mohines y arrumacos resultaban un arma infalible para convencer a su ilustre padre, pues para eso era la pequeña.

Con su madre, las tretas le valían de poco. Ésta solía acusarla de malcriada y le advertía que con ella de nada le servirían, a la vez que le instaba a que se comportara como correspondía a una princesa, y tomara nota de su hermana mayor, Beketamón.

—Con una santa en la familia tenemos bastante —solía contestar la joven siempre que su madre se lo recordaba.

Más justo era reconocer que con semejante carácter la joven tenía a quien parecerse. Nefertiry había heredado de su padre la audacia, y también su resolución y espíritu emprendedor. Nada se le ponía por delante, aunque las consecuencias de sus actos trajeran a menudo riñas y disgustos. Su corazón dominaba su ser, y la pasión la encendía cuando deseaba conseguir algo. Por eso Sitiah estaba convencida de que su querida hija causaría problemas toda la vida.

Aquella tarde, Nefertiry tuvo que ser obligada a asistir al acto que se celebraba en palacio bajo las más serias advertencias e incluso amenazas.

—Si es necesario, la guardia te llevará a la fuerza para que todos lo vean —le había dicho Sitiah muy seria.

—No creo que seas capaz de una cosa así —había contestado la princesa, adoptando uno de sus mohines característicos.

—¿Que no? Mejor será que no tientes a la suerte, joven caprichosa.

—Bueno, podrían llevarme en brazos. Sería una entrada muy apropiada; imagínate. Entraría triunfante en la sala del trono, como mi divino padre.

—Nefertiry, hoy no hay cabida para tus bromas. Deberás asistir junto con tus hermanos y mostrarte como la princesa que se supone que eres.

Nefertiry no había tenido más remedio que acudir aunque, como ocurriera con su madre, no le gustaran las demostraciones de reconocimiento al valor castrense. Pero como posteriormente se celebraría un banquete, se consoló con la idea de disfrutar de él. A la princesa le encantaban las fiestas, y en ellas aprovechaba para lucir los últimos modelitos que dictaba la moda y que siempre resultaban un poco atrevidos.

Sentada junto a su hermana, a la derecha de la reina, Nefertiry se dedicó a pasear su mirada aburrida entre los funcionarios. A las damas que los acompañaban les hizo una revisión completa de vestidos y abalorios, disfrutando íntimamente ante los conjuntos que llevaba alguna de ellas. Luego decidió repasar maliciosa las virtudes de unos y otros, regocijándose al recordar las historias escabrosas que muchos habían vivido. Allí había adúlteras y cornudos por todos lados, por mucho que quisieran disimularlo, y algunos de gran reputación. No obstante, semejante dedicación terminó por conducirla al tedio, ya que tampoco había ningún caso nuevo que le resultara interesante, pues el que a la esposa del sumo sacerdote del dios Min la hubieran encontrado en brazos de un enardecido kushita hacía poco más de un mes tampoco suponía nada que no hubiera ocurrido ya con anterioridad.

Y al fin, cuando el aburrimiento le empezaba a resultar insoportable, llegó aquel combate enviado por la divida Hathor, la diosa del amor y la alegría a la que ella reverenciaba. Entonces todo cambió como por ensalmo.

Desde el primer momento en que lo vio blandir los bastones cual si fuera un dios inmortal, la princesa quedó prendada irremisiblemente. Un pozo abrió sus puertas en el interior de su estómago y por él fue a caer su ba, que se perdía en las profundidades insondables de un destino incierto. Aquel joven guerrero se había apoderado de su corazón desde ese instante, y ella ya no podía evitarlo.

Incapaz de apartar su vista de él, Nefertiry trataba de disimular con estudiados mohines de disgusto ante los demás lo que para ella parecía evidente. Fascinada, recorría su cuerpo con la mirada, empapándose con el propio sudor que lo bañaba y que resultaba un imán imposible de eludir para sus ojos. Aquel hombre se le antojaba una demoledora mezcla de barbarie y delicada belleza, de poder exterminador y corazón vulnerable, de ira y compasión. Eran tales las emociones que la embargaban que la princesa creyó que su
ka,
su esencia vital, salía de su cuerpo para acercarse al de él y averiguar lo que se ocultaba tras la piel curtida de aquel dios de la guerra. Su rostro le parecía hermoso como el de una estatua salida de los talleres de aquellos que dan la vida, y su cuerpo semidesnudo, el de un inmortal al servicio de Set.

Nefertiry sintió cómo la sangre se agolpaba en sus
metu
con la fuerza de un torbellino y escuchó a su corazón hablarle precipitadamente, pues no en vano en él pensaban que se encontraba el razonamiento.

No perdió detalle del desarrollo de la pelea, y cuando su héroe derribó al noble Mehu, aplaudió alborozada como una chiquilla, sin ningún pudor, algo que desagradó a su madre, que la miró con gesto de desaprobación. A la princesa le dio lo mismo, y siguió aplaudiendo en tanto le dedicaba uno de sus caprichosos gestos a la reina. Justo en ese momento, su hermano Amenemhat fue requerido unos instantes por Sitiah para, acto seguido, dirigirse hacia el campeón.

Cuando Djehuty vio aproximarse al dios, respiró aliviado. Sin lugar a dudas, él había disfrutado de la pelea y, sobre todo, del desenlace al que había llevado su treta. Bastaron unas pocas gotas de veneno destiladas por su sagacidad para que su plan siguiera su curso. Al final, su buena vista no le había defraudado, y Sejemjet había superado con creces sus expectativas. En las manos adecuadas aquel joven podría ser un portento. Lástima que lo hubiera conocido a una edad en la que sus ambiciones se hallaban ya cumplidas.

A Djehuty no le importó que, tras unos momentos de indecisión, los cortesanos se interesaran por Mehu al ver que el dios lo trataba con toda deferencia. Él ya había dejado su estigma grabado para siempre, y dentro de poco se retiraría a sus nuevas posesiones en el Delta, donde disfrutaría de una plácida vejez y brindaría cada noche con vino de Buto por Sejemjet, el artífice de su última victoria.

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