El hijo del lobo

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Authors: Jack London

 

El «hijo del lobo» es como llamaban los indios de Alaska al hombre blanco. Esta historia nos narra la aventura del joven Mackenzie, que tras sentir la imperiosa necesidad de encontrar pareja pone rumbo a las tierras de los stick. Publicado en 1900, fue el inicio de la prolífica carrera literaria de Jack London.

Jack London

El hijo del lobo

ePUB v1.0

Siwan
20.07.11

El hijo del lobo

El hombre raras veces hace una evaluación justa de las mujeres, al menos no hasta verse privado de ellas. No tiene idea sobre la atmósfera sutil exhalada por el sexo femenino, mientras se baña en ella; pero déjeselo aislado, y un vacío creciente comienza a manifestarse en su existencia, y se vuelve ávido de una manera vaga y hacia algo tan indefinido que no puede caracterizarlo. Si sus camaradas no tienen más experiencia que él mismo, agitarán sus cabezas con aire dubitativo y le aconsejarán alguna medicación fuerte. Pero la ansiedad continúa y se acrecienta; perderá el interés en las cosas de cada día, y se sentirá enfermo; y un día, cuando la vacuidad se ha vuelto insoportable, una revelación descenderá sobre él.

En la región del Yukón, cuando esto sucede, el hombre por lo común se provee de una embarcación, si es verano; y si es invierno, coloca los arneses a sus perros, y se dirige al Sur. Unos pocos meses más tarde, suponiendo que esté poseído por una fe en el país, regresa con una esposa para que comparta con él esa fe, e incidentalmente sus dificultades. Esto sirve, sin embargo, para mostrar el egoísmo innato del hombre. Nos lleva, también, al drama de "Cogote" Mackenzie, que tuvo lugar en los viejos días, antes de que la región fuera desbandada y cercada por una marea de
che-cha-quo
[1]
, y cuando el Klondike solo era noticia por sus pesquerías de salmón.

"Cogote" Mackenzie cargaba las marcas distintivas de un nacimiento y una vida en la frontera. Su cara llevaba el sello de veinticinco años de lucha incesante con la Naturaleza en sus manifestaciones más salvajes: los últimos dos años, los más salvajes y duros de todos, habían sido invertidos en buscar a tientas el oro que yace a la sombra del Círculo Ártico. Cuando el mal de la ansiedad se precipitó sobre él, no se sorprendió: era un hombre práctico y había visto a otros hombres sufrir el mismo golpe. Pero no dio ninguna señal de su enfermedad, excepto que trabajaba más duramente. Todo el verano luchó contra los mosquitos y lavaba en el río Suart las barras de metal, por una subvención doble. Luego, echó a flotar una balsa con troncos para casas, Yukón abajo hacia Forty Mile, y puso en ella una cabina de cuyo confort pudiera jactarse cualquiera que allí se alojara. De hecho, exhibía una promesa tan acogedora que muchos hombres elegían asociársele, y venirse a vivir con él. Pero él cortaba de cuajo sus aspiraciones con un discurso áspero, peculiar por su fuerza y brevedad, y compraba doble ración de comida en el puesto de mercancías.

Como se habrá notado, "Cogote" Mackenzie era un hombre práctico. Si necesitaba una cosa, usualmente la conseguía. Pero al hacerlo no se apartaba de su camino más de lo estrictamente necesario. Aunque era hijo del trabajo duro y de las dificultades, era contrario a una jornada de ochocientos kilómetros sobre el hielo, una segunda de tres mil kilómetros en el océano, y todavía otros cuatro mil quinientos kilómetros —o algo así— hasta alcanzar los últimos lugares escogidos, todo ello en la mera búsqueda de una esposa. La vida era demasiado corta. Así que amarró sus perros, ató una curiosa carga a su trineo, y se encaminó a través de la línea divisoria de aguas cuyas últimas vertientes hacia el Oeste eran drenadas por la cabellera del río Tanana.

Era un viajero decidido, y sus perros-lobo podían trabajar más duro y viajar más lejos, con menos comida, que cualquier otro equipo en el Yukón. Tres semanas más tarde se introdujo de dos zancadas en un campo de caza de los sticks, en las ramificaciones del Alto Tanana. Se maravilló él mismo de su temeridad, porque esa gente tenía mala reputación y se había sabido que mataron a hombres blancos por cosas tan insignificantes como un hacha afilada o un rifle roto. Pero él fue hacia ellos a mano limpia, su conducta era una mezcla deliciosa de humildad, familiaridad, sangre fría e insolencia. Se requería una muñeca hábil y un conocimiento profundo de las mentes bárbaras para recurrir a armas tan diversas; pero él era más que un maestro en este arte, y sabía cuándo conciliar y cuándo amenazar con furia como la de Jehová.

Ante todo, rindió homenaje al jefe Thling-Tinneh, presentándose ante él con un par de libras de té negro y tabaco, y ganando de tal modo su bienvenida más cordial. Después se mezcló con los hombres y con las mujeres solteras, y esa noche dio un
potlach
. La nieve había golpeado a todo lo ancho de una figura oblonga, quizás de una treintena de metros de largo y cuatrocientos metros de ancho. Justo en el centro se había encendido una larga hoguera, cada uno de cuyos lados estaba prolijamente alfombrado con ramajes. Las tiendas estaban abandonadas, y el centenar aproximado de miembros de la tribu prestaba sus lenguas a los cantos folklóricos en honor de su huésped.

Los últimos dos años habían enseñado a "Cogote" Mackenzie los no muchos centenares de palabras de su vocabulario, y había conquistado igualmente sus hondos sonidos guturales, sus locuciones y construcciones de estilo japonés, y las partículas honoríficas y aglutinantes. Así, construía las oraciones de esa especial manera, satisfaciendo su instintiva vena poética con vivas descargas de elocuencia y contorsiones metafóricas. Luego de que Thling-Tinneh y el chamán hubieron respondido de modo apropiado, él obsequió baratijas a los hombres de la tribu, se unió a sus cantos, y probó ser un experto en el juego de envite de "las cincuenta y dos estacas".

Le fumaron el tabaco, y quedaron complacidos. Pero entre los hombres más jóvenes había una actitud desafiante, un espíritu fanfarrón fácilmente advertible por las torpes insinuaciones de las indias desdentadas y las risas tontas de las muchachas solteras. Ellas habían conocido pocos hombres blancos —"Hijos del lobo"—, pero de esos pocos habían aprendido lecciones extrañas.

Pese a todo su aparente descuido, "Cogote" Mackenzie no había dejado de notar este fenómeno. En realidad, envuelto en sus pieles de dormir pensó seriamente en todo eso, y vació muchas pipas hasta planear una estrategia. Solo una muchacha había capturado su imaginación: no era otra que Zarinska, hija del jefe. En sus rasgos, formas y porte, ella respondía más cercanamente al tipo de belleza del hombre blanco y era casi una anomalía entre sus hermanas de tribu. Podría poseerla, hacerla su esposa y darle un nombre —¡ah, le daría el nombre de Gertrudis!—. Habiendo decidido esto, se volvió sobre un costado y se hundió en el sueño, auténtico hijo de su raza conquistadora, un Sansón entre los filisteos.

Era un trabajo lento, pero el juego de las varillas resultó reñido. "Cogote" Mackenzie maniobró hábilmente, con una despreocupación que ayudaba a desconcertar a los jugadores.

Puso gran cuidado en impresionar a los hombres de que era un tirador seguro y un cazador poderoso, y el grupo resonó en aplausos cuando abatió un alce a seiscientos metros. Una noche visitó la tienda —hecha con pieles de alce y caribú— del jefe Thling-Tinneh, hablando a lo grande y derrochando tabaco con mano pródiga. No dejó de dispensar parecidos honores al chamán, porque comprendía la influencia del curandero sobre su pueblo, y estaba ansioso de hacer de él un aliado. Pero aquella notabilidad se mostraba alta y desdeñosa, rehusaba ser aplacada, y era indudablemente un enemigo en potencia.

Aunque no se presentó ninguna brecha para una entrevista con Zarinska, Mackenzie le robó más de una mirada, dando claras señales de su intención. Y en cuanto ella lo supo, enseguida se rodeó coquetamente con un cinturón de mujeres en cualquier lugar donde estuvieran los hombres y él pudiera tener una chance. Pero él no estaba apurado; además, supo que ella no tendría más remedio que pensar en él, y unos pocos días con tales pensamientos no harían sino mejorar su imagen.

Por fin, una noche, cuando creyó que el momento podía estar ya maduro, abandonó abruptamente la humeante morada del jefe y se apresuró hacia la tienda vecina. Como era usual, ella estaba sentada con las indias y las muchachas solteras alrededor, todas dedicadas a la costura de mocasines y trabajos de punto. Rieron y chismorrearon ante su entrada, lo que hizo que Zarinska se sintiera ligada fuertemente a él. Una tras otra, ellas fueron expulsadas a la nieve exterior, luego de lo cual se apuraron a esparcir el cuento a través de todo el campamento.

La causa del hombre fue bien argumentada en la lengua de ella —porque la joven no conocía la suya— y al cabo de dos horas ella se levantó para ir con él.

—¿Así que Zarinska vendrá a la tienda del Hombre Blanco? ¡Bien! Yo iré ahora a hablar con tu padre, para que él no esté tan preocupado. Y le daré muchos presentes; pero él no debe preguntar demasiado. ¿Si él dice que no? ¡Bien! Zarinska vendrá, aun así, a la tienda del Hombre Blanco.

Él había alzado ya el alerón de piel de la tienda para partir, cuando una sorda exclamación lo llevó al lado de la joven. Ella se puso de rodillas sobre la estera de piel de oso, su cara radiante con verdadera luz de Eva, y desabrochó con vergüenza su pesado cinturón: él la miró perplejo, suspicaz, sus oídos alertas ante el más leve ruido en el exterior. Pero el siguiente movimiento de ella desarmó sus dudas, y sonrió con placer.

Ella tomó de su bolso de costura una vaina de cuchillo de piel de alce, espléndida, trabajada con brillantes cuentas de abalorios y fantásticamente diseñada; luego extrajo su gran cuchillo de caza, miró reverentemente a través del filo aguzado, tentó a medias de probado con su pulgar, y lo clavo en el centro del nuevo hogar de la pareja. Enseguida, pasó la vaina a lo largo del cinturón hacia su emplazamiento habitual, justo por encima de la cadera.

En todos los sentidos, era como una escena de los tiempos antiguos: una dama y su caballero. Mackenzie la alzó, y recorrió suavemente con sus bigotes los rojos labios de la muchacha: para ella, era la extranjera caricia del Lobo. El encuentro de la edad de piedra y del acero. Pero ella era nada menos que una mujer, y sus mejillas sonrojadas y la luminosa suavidad de sus ojos lo atestiguaban.

****

Hubo un estremecimiento de excitación en el aire cuando "Cogote" Mackenzie, con un voluminoso bulto debajo del brazo, abrió de par en par los alerones de la tienda de Thling-Tinneh. Los chiquillos corrían en torno a la abertura arrastrando leña seca al lugar del
potlach
, un murmullo de voces femeninas crecía en intensidad, los hombres jóvenes se consultaban en grupos hoscos, mientras de la tienda del chamán subían los horripilantes sonidos de un encantamiento.

El jefe estaba solo con su esposa de ojos borrosos, pero una mirada bastó para informarle a Mackenzie que las noticias ya habían llegado hasta allí. Así que se zambulló de una vez en el asunto, moviendo notoriamente hacia adelante la vaina adornada con abalorios, como anuncio de los esponsales.

—¡Oh, Thling-Tinneh, poderoso jefe de los sticks y de la tierra de los tanana, guía del salmón y del oso, del alce y el caribú! El Hombre Blanco se halla ante ti con un gran propósito. Por muchas lunas su tienda ha estado vacía, y él está solo. Y su corazón se ha devorado a sí mismo en silencio, y creció su hambre por una mujer que se sentara a su lado en la tienda, para esperarlo tras la cacería con fuego caliente y una buena comida. Y él ha oído cosas extrañas, pasos ligeros de mocasines de bebés y el sonido de voces de niños. Y una noche una visión descendió sobre él, y percibió al Cuervo, que es tu padre, el gran Cuervo, que es el padre de todos los sticks. Y el Cuervo habló al solitario Hombre Blanco, diciendo: "Échate al hombro los mocasines, ciñe tus zapatos para la nieve y carga tu trineo con alimento para muchas noches de sueño, y con finos presentes para el jefe Thling-Tinneh.

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