El hijo del lobo (3 page)

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Authors: Jack London

—Yo no soy el Zorro. Mi lengua es helada como el río. No puedo hacer discursos. Mis palabras son pocas. El Zorro dice que grandes hazañas están sucediendo esta noche. ¡Muy bien! La conversación fluye desde su lengua como las corrientes de agua dulce en la primavera, pero es cauteloso sobre las hazañas. Esta noche yo me batiré con el Lobo. Lo mataré, y Zarinska se sentará junto a mi fuego. El Oso ha hablado.

Aunque el pandemónium bramaba en torno de él, "Cogote" Mackenzie estaba dispuesto a defenderse. Consciente de lo inútil que es un rifle en la corta distancia, deslizó las dos cartucheras de las pistolas hacia el frente, listas para la acción, y tiró de sus mitones hasta que sus manos quedaron apenas protegidas por los guanteletes de los codos. Sabía que no había posibilidad ante un ataque en masa, pero —fiel a su orgullo— estaba preparado para morir con los dientes bien apretados. El Oso contenía a sus camaradas, haciendo retroceder a los más impetuosos a los golpes con su terrible puño. Cuando el tumulto empezó a decrecer, Mackenzie dirigió una rápida mirada en dirección a Zarinska. Era una imagen soberbia. Ella se inclinaba hacia adelante en sus zapatos para la nieve, los labios entreabiertos y las ventanillas de la nariz aleteando, como una tigresa a punto de saltar. Sus grandes ojos negros estaban clavados en los hombres de su tribu, en gesto de temor y desafío. Era tan extrema la tensión que había olvidado respirar. Con una mano presionando espasmódicamente su pecho, y la otra asiendo fuertemente el látigo para perros, parecía una estatua. No bien él la miró, el alivio volvió a ella. Sus músculos se distendieron; con un hondo suspiro se echó hacia atrás, dedicando al hombre una mirada en la que había más que amor: adoración.

Thling-Tinneh trataba de hacerse oír, pero su pueblo ahogaba su voz. Entonces, Mackenzie se adelantó a grandes zancadas. El Zorro abrió su boca para lanzar un grito penetrante, pero Mackenzie se abalanzó de modo tan salvaje contra él que el indio se encogió hacia atrás, su laringe hecha un borbotear de sonidos abortados. Su desconcierto fue saludado con salvas de carcajadas, y sirvió para apaciguar a sus compañeros tornándolos más dispuestos a escuchar. 

—¡Hermanos! El Hombre Blanco, que ustedes han elegido llamar el Lobo, vino a ustedes con palabras limpias. Él no fue como el Innuit; no habló mentiras. Vino como un amigo, un amigo que querría ser un hermano. Pero ahora estos hombres han tenido su voz, y pasó ya el tiempo para palabras suaves.

Primero, les diré que el chamán tiene una lengua diabólica y que es un falso profeta, que los mensajes que dijo no son los del Portador de Fuego. Sus oídos están cerrados a la voz del Cuervo, y para afuera de su propia cabeza agita fantasías astutas, y ha hecho de ustedes unos tontos. Él no tiene ningún poder. Cuando los perros fueron muertos y comidos y los estómagos de todos ustedes habían sido llenados con pellejos sin curtir y tiras de mocasines; cuando los hombres viejos murieron, y las mujeres viejas murieron, y las criaturas en las entrañas ciegas de las madres murieron; cuando la tierra era sombría, y ustedes perecían como el salmón en las cascadas; sí, cuando el hambre se abalanzó sobre ustedes, ¿trajo el chamán alguna recompensa a los cazadores?, ¿puso carne en los estómagos? Lo digo nuevamente: el chamán carece de poder. ¡Por eso escupo en su cara!

Aunque tomados de sorpresa por el sacrilegio, no hubo ningún tumulto. Algunas mujeres estaban aún atemorizadas, pero entre los hombres hubo una actitud de levantarse, como en anticipación o preparación del milagro. Todas las miradas se habían vuelto hacia las dos figuras centrales. El sacerdote comprendió lo crucial del momento, sintió tambalear su poder y abrió su boca en gesto de increpación, pero huyó hacia atrás ante el avance truculento —puños en alto, ojos llameantes— de Mackenzie. Sonriendo en forma burlona, este resumió:

—¿Quedé mortalmente herido? ¿El rayo me quemó? ¿Las estrellas cayeron del cielo y me aplastaron? ¡Pss! Yo lo he hecho con mi perro. Ahora les contaré de mi pueblo, que es el más poderoso de todos los pueblos y gobierna sobre todas las tierras. Al principio cazamos como cazo yo, solo. Después cazamos en manada; y por último, como en las carreras del caribú, nos derramamos a través de toda la tierra. Aquellos a quienes acogemos en nuestras tiendas viven, los que no vienen mueren. Zarinska es una atractiva muchacha soltera, plena y fuerte, escogida para convertirse en madre de Lobos. Aunque yo muera, ella se convertirá en madre de Lobos; porque mis hermanos son muchos, y ellos seguirán el olor de mis perros. Escuchen la Ley de los Lobos:
Quien quiera que tome la vida de un Lobo, esa pérdida la pagarán diez de su pueblo
. En muchas tierras el precio ha sido pagado; en muchas tierras deberá todavía ser pagado.

—Ahora, yo me enfrentaré al Zorro y al Oso. Parece que ellos tienen ojos castos para las jóvenes solteras. ¿Y qué? ¡Yo la he comprado! Thling-Tinneh se inclina sobre el rifle; las mercancías yacen junto a su fuego. Sin embargo, seré justo con los hombres jóvenes. Al Zorro, cuya lengua está seca por tantas palabras, le daré cinco largos tacos llenos de tabaco. Esto humedecerá su boca para que pueda hacer mucho ruido en el Consejo. Pero al Oso, de quien mucho me enorgullezco, le daré dos mantas; de harina, veinte tazas; de tabaco, doble que al Zorro; y si viaja conmigo más allá de las Montañas del Este, entonces le daré un rifle, compañero del de Thling-Tinneh. ¿Y si no? ¡Bueno! El Lobo está cansado de discursos. Pero todavía una vez más él les dirá la Ley:
Quien quiera que tome la vida de un Lobo, esa pérdida la pagarán diez de su pueblo
.

Mackenzie sonrió mientras daba un paso atrás a su antigua posición, pero su corazón estaba lleno de inquietud. La noche era oscura. La joven se colocó a su lado, y él escuchó atentamente mientras ella le contaba de las triquiñuelas del Oso con su cuchillo en el combate.

La decisión se inclinó por la guerra. En un abrir y cerrar de ojos, decenas de mocasines estaban esparciendo nieve a lo largo y ancho del espacio, cerca del fuego. Hubo muchas charlas sobre la aparente derrota del chamán; algunos afirmaron que sin embargo él había retenido su poder, en tanto otros estaban de acuerdo con el Lobo. El Oso fue hasta el centro del campo de batalla, en su mano la larga hoja desnuda de un cuchillo para caza fabricado en Rusia. El Zorro llamó la atención sobre los revólveres de Mackenzie, así que este se quitó el cinturón desabrochándoselo cerca de Zarinska, en cuyas manos también depositó el rifle. Ella meneó su cabeza en signo de que no sabría cómo disparar: mínima chance la de una mujer sosteniendo bienes tan preciados.

—Entonces, si el peligro viene por mi espalda, grita fuerte: "¡mi esposo!"; así: "¡mi esposo!" —la instruyó Mackenzie.

Rió cuando ella lo repitió, pellizcó su mejilla y reentró en el círculo. No solo en alcance y estatura lo aventajaba el Oso, sino que su hoja era fácilmente cinco centímetros más larga. "Cogote" Mackenzie había mirado antes dentro de los ojos de otros hombres, y supo que este hombre se le oponía con firmeza; y sin embargo aceleró los reflejos de la luz en su acero, al dominante pulso de su raza.

Una y otra vez Mackenzie fue forzado hasta el borde del fuego o de la nieve profunda, y una y otra vez, con juegos tácticos de pies como los de un pugilista, se las arregló para volver trabajosamente al centro. Ni una voz se alzó para animarlo, mientras que su antagonista era alentado con aplausos, sugerencias y avisos de alarma. Pero sus dientes se apretaban más todavía cuando los cuchillos se entrechocaban, y él clavaba o eludía con una frialdad nacida de la fuerza consciente de sí. Primero sintió compasión por su enemigo, pero ella se desvaneció ante el primario instinto de vida, que a su turno dio paso a la lujuria de la muerte. Diez mil años de cultura se alejaron de él y fue un habitante de las cavernas, librando una batalla por su hembra.

Dos veces alcanzó a punzar al Oso, alejándose luego ileso; pero la tercera vez recibió una puntada; para salvarse, las manos libres se cerraron sobre las manos que combatían, y ambos hombres se encontraron muy cerca. Entonces valoró la tremenda fuerza de su oponente. Sus músculos se anudaban en masas doloridas, y cuerdas vocales y tendones amenazaban partirse con la tensión; el acero ruso se colocó más y más cerca. Intentó apartarse, pero solo consiguió debilitarse. El círculo enteramente vestido con pieles se cerró, sin dudas ansioso por ver el golpe final. Pero con triquiñuelas de luchador, balanceándose en parte hacia un costado, Mackenzie golpeó a su adversario con su cabeza. Involuntariamente el Oso se inclinó hacia atrás, desacomodando su centro de gravedad. Al mismo tiempo Mackenzie dio un traspié muy oportuno y lanzó todo su peso hacia adelante, arrojando a su rival claramente a través del círculo hacia la nieve más honda. El Oso dio unos pasos dificultosos y después volvió a toda velocidad.

—¡Oh, mi esposo! —la voz de Zarinska sonó, vibrante por el peligro.

Junto con el chasquido de un arco, Mackenzie se tiró barriendo el suelo, y una flecha de hueso aguzado pasó por sobre él incrustándose en el pecho del Oso, cuyo impulso lo llevó encima de su enemigo en cuclillas. Al instante siguiente, Mackenzie estaba de pie y el Oso cayó, inmóvil; pero del otro lado del fuego se encontraba el chamán, disparando una segunda flecha.

El cuchillo de Mackenzie saltó en el aire: había tomado la pesada hoja por la punta. Hubo un destello luminoso mientras el arma atravesaba el fuego. Entonces, el chamán, solo el puño del cuchillo emergiendo de la garganta, se tambaleó un momento y cayó hacia adelante, sobre las ascuas al rojo vivo.

¡Click!, ¡click!: el Zorro se había apoderado del rifle de Thling-Tinneh e intentaba vanamente deslizar un cartucho en su sitio. Pero lo dejó caer al sonido de la risa de Mackenzie.

—¿Así que el Zorro no aprendió la forma de usar el juguete? El todavía es una mujer. ¡Ven! ¡Tráelo, puedo mostrarte cómo hacerlo!

El Zorro vacilaba.

—¡Ven, te digo!

Él echó a andar arrastrando los pies, como un cuzco golpeado.

—Así, y así; así se hace la cosa.

Un cartucho desembocó en su lugar, y el gatillo estaba en el percutor cuando Mackenzie lo llevó sobre el hombro.

—El Zorro ha dicho que grandes hazañas ocurrirían esta noche, y él habló la verdad. Ha habido grandes hazañas, aunque las menos entre ellas fueron las del Zorro. ¿Pretende él todavía llevar a Zarinska a su tienda? ¿Está él dispuesto a andar el camino que abrieron el chamán y el Oso? ¿No? ¡Bien!

Mackenzie se volvió despectivamente y extrajo su cuchillo de la garganta del sacerdote.

—¿Está dispuesto a ello alguno de los hombres jóvenes? Si así fuera, el Lobo los tomará de a dos y de a tres, hasta que no quede ninguno. ¿No? ¡Bien! Thling-Tinneh, yo ahora te doy este rifle por segunda vez. Si en los días por venir debieras viajar al País del Yukón, has de saber que allá habrá siempre un albergue y mucha comida junto al fuego del Lobo. La noche está dando paso ahora al día. Yo parto, pero puedo volver de nuevo. ¡Y, por última vez, recuerden la Ley del Lobo!

A sus miradas parecía un ser sobrenatural cuando volvió a reunirse con Zarinska. Ella ocupó su lugar al frente del equipo, y los perros se pusieron en movimiento. Pocos momentos más tarde habían sido tragados por el bosque fantasmal. Hasta ahora Mackenzie había esperado; se deslizó dentro de sus raquetas para seguir.

—¿Ha olvidado el Lobo los cinco tacos grandes? Mackenzie se volvió hacia el Zorro con enojo; entonces, el humor de la situación lo golpeó.

—Te daré un taco, y pequeño.

—Como al Lobo le parezca —dijo dócilmente el Zorro, alargando su mano.

Notas

[1]
Recién llegados al Norte, en el idioma del país.

[2]
Viento cálido de las Montañas Rocosas.

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