El hombre de la máscara de hierro (18 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

—¿Lo creéis?

—Magníficas.

—¿Está satisfecho el rey?

—Hasta más no poder.

—¿Por ventura os ha rogado que vinieseis a comunicármelo?

—No hubiera elegido su majestad un mensajero tan indigno como yo.

—No os rebajéis, señor de D'Artagnan.

—¿Esa es vuestra cama?

—¿Por qué me hacéis tal pregunta? ¿No estáis a gusto en la vuestra?

—¿Me dais licencia para que os hable con franqueza?

—De todo corazón.

—Pues bien, no.

—Señor de D'Artagnan —dijo Fouquet estremeciéndose—, os cedo la mía.

—¿Yo privaros de ella, monseñor? En mi vida.

—¿Cómo nos vamos a arreglar, pues?

—Permitiéndome compartirla con vos.

—¡Ah! —exclamó Fouquet, mirando cara a cara al mosquetero—. ¿Salís del dormitorio del rey?

—Sí, monseñor.

—¿Y su majestad querría que durmieseis aquí?

—Monseñor…

—Muy bien, muy bien, señor de D'Artagnan. Aquí sois el dueño.

—Palabra que no quería abusar…

—Déjanos —dijo Fouquet a su ayudante de cámara. Y añadió—: ¿Tenéis que comunicarme algo?

—¡Quién! ¿yo?

—Un hombre como vos, no viene a conversar con un hombre como yo, en hora tan avanzada, sin causa grave.

—No me interroguéis, monseñor.

—Al contrario. ¿Qué queréis de mí?

—Nada más que vuestra compañía.

—Pues vámonos al jardín, al parque.

—No, no —repuso con viveza el mosquetero.

—¿Por qué no?

—El fresco de las noche…

—Vaya, decid sin rodeos que venís a arrestarme —dijo Fouquet al capitán.

—¡Yo! No, Monseñor.

—¿Me veláis, pues?

—Para honraros.

—¿Para honrarme?… Esto es ya distinto.

—¡Ah! ¿conque me arrestan en mi casa?

—No digáis eso, monseñor.

—Al contrario, lo publicaré en alta voz.

—En este caso tendría que imponeros el silencio.

—¡Violencias en mi casa! —exclamó Fouquet—. ¡Bien, muy bien, vive Dios!

—Veo que no nos comprendemos. Mirad, allí hay un tablero, juguemos si os place, monseñor.

—¿Conque he caído en desgracia, señor de D'Artagnan?

—No, monseñor, pero…

—Pero se me prohíbe sustraerme a vuestra mirada.

—No comprendo palabra de cuantas decís, monseñor; y si deseáis que me retire, con decírmelo, estamos al cabo.

—En verdad, señor D'Artagnan, que vuestras maneras van a trastornarme el juicio. Me caía de sueño y me lo habéis quitado como con la mano.

—Lo siento mucho, y si queréis reconciliarme conmigo mismo, dormid ahí, en mi presencia, y lo celebraré en el alma.

—¡Ah! ¿me vigiláis?

—Me voy, pues.

—Si os entiendo, que me emplumen.

—Buenas noches, monseñor —repuso D'Artagnan, haciendo que se marchaba.

—Vaya, no me acuesto —dijo Fouquet—. Y ahora os digo con toda formalidad que, pues os negáis a tratarme como hombre y os andáis con sutilezas conmigo, voy a acorralaros como se hace con el jabalí.

—¡Bah! —exclamó D'Artagnan, haciendo que se sonreía.

—Voy a ordenar que enganchen y parto para París —dijo Fouquet, sondeando con la mirada el corazón del capitán.

—Este es otro son, monseñor.

—¿Me arrestáis?

—No, monseñor, parto con vos.

—Basta, señor D'Artagnan —dijo Fouquet con frialdad—. No en balde tenéis fama de hombre ingenioso y de expedientes; pero conmigo todo eso es superfluo. Al grano: ¿por qué me arrestáis? ¿qué he hecho?

—Nada sé, monseñor; pero conste que no os arresto… esta noche…

—¡Esta noche! —exclamó Fouquet palideciendo—. Pero ¿y mañana?

—Todavía no estamos en mañana, monseñor. ¿Quién es capaz de responder del día siguiente?

—Capitán, permitidme hablar con el señor de Herblay.

—Lo siento, monseñor, pero no puede ser. Tengo orden de no dejaros hablar con persona alguna.

—¡Con el señor de Herblay, capitán, con vuestro amigo!

—¿Queréis decir, monseñor, que mi amigo el señor de Herblay sería el único con quien os debería impedir comunicaros?

—Decís bien —dijo Fouquet, tomando una actitud de resignación—. Recibo una lección que no debí provocarla. El hombre caído no tiene derecho a nada, ni siquiera de parte de aquellos que le deben lo que son, tanto más de aquellos a quienes no ha tenido la dicha de prestarles un servicio.

—¡Monseñor!

—Es verdad, señor de D'Artagnan; respecto de mí, siempre os habéis mantenido en la situación del hombre destinado a arrestarme. Nunca me habéis pedido cosa alguna.

—Monseñor —repuso el gascón enternecido ante aquel dolor elocuente y noble—, ¿queréis hacerme la merced de empeñarme vuestra palabra de caballero de que no saldréis de este aposento?

—¿Para qué, si me custodiáis en él? ¿Teméis, acaso, que desenvaine contra el hombre más valiente de Francia?

—No, monseñor; es que voy a traeros al señor de Herblay, y, por consiguiente, a dejaros solo.

—¡Traerme al señor de Herblay! ¡dejarme solo! —exclamó Fouquet con gozo y sorpresa indecibles y juntando las manos.

—¿No se aloja Herblay en el cuarto azul?

—Sí, amigo mío, sí.

—¡Vuestro amigo!, gracias monseñor.

—¡Ah! me salváis, señor de D'Artagnan.

—Bien, emplearé diez minutos en ir y venir, ¿no es eso, monseñor?

—Poco más o menos.

—Y cinco para despertar y advertir a Aramis, hacen quince minutos. Ahora, monseñor, dadme vuestra palabra de que no intentaréis fugaros, y de que os encontraré aquí al volver.

—Os la empeño, señor de D'Artagnan —respondió Fouquet estrechando con afectuosa gratitud la mano del mosquetero, que se alejó con paso firme.

Fouquet siguió con la mirada a D'Artagnan, aguardó con visible impaciencia que la puerta se hubiese cerrado tras de aquél, y luego se abalanzó a sus llaves, abrió algunos cajones escondidos en varios muebles, buscó en vano algunos papeles que, sin duda, se quedaron en San Mandé, y que el superintendente pareció sentir no encontrarlos, y por fin, tomó con frenesí un montón de cartas, contratos y escrituras y los quemó apresuradamente en la tabla de mármol del hogar, sin curarse de sacar del interior de aquél las macetas de que estaba lleno.

Fouquet, como quien acaba de salvarse de un peligro inminente y libre del peligro, le abandonan las fuerzas, se dejó caer anonadado en un sillón.

D'Artagnan, al regresar, encontró al superintendente en la misma actitud, y no sospechó que Fouquet dejase de cumplir su palabra; pero sí pensó que utilizaría su ausencia para deshacerse de papeles, notas y contratos que pudieran empeorar la situación ya de suyo grave en que se hallaba.

—¿Qué tal el señor de Herblay? —preguntó el superintendente.

—Fuerza es que el señor de Herblay le gusten los paseos nocturnos, y a la luz de la luna, en el parque de Vaux, componga versos con algunos de vuestros poetas, pues no está en su cuarto.

—¡Cómo! ¿no está en su cuarto? —exclamó Fouquet, a quien se le escapaba su última esperanza; porque sin explicarse de qué manera podía socorrerle el obispo de Vannes, comprendía que en realidad sólo de él podía esperar socorro.

—O si está en su cuarto —continuó D'Artagnan—, ha tenido sus razones para no responderme.

—¿Por ventura no habéis llamado de modo que pudiese oíros?

—Ya podéis suponer, monseñor, que habiendo ya contravenido a la orden que me imponía el deber de no dejaros de vista ni un segundo, hubiera sido una locura despertar a todos los de la casa y evidenciarme en el corredor del obispo de Vannes, para que el señor Colbert pudiese haber probado que yo os daba el tiempo necesario para que quemarais vuestros papeles.

—¡Mis papeles!

—Está claro; a lo menos yo, en vuestro lugar, lo hubiera hecho. Pero volvamos a Aramis, monseñor.

—Os repito que habréis llamado excesivamente quedo, y no os habrá oído.

—Por muy quedo que uno llame a Aramis, monseñor, siempre oye cuando le interesa oír. Reitero, pues, que o Aramis no estaba en su cuarto, o, para no conocer mi voz, ha tenido razones que ignoro y que, tal vez, ignoráis vos también, por mucho que sea feudatario vuestro su grandeza monseñor el obispo de Vannes. Fouquet lanzó un suspiro, se levantó, dio tres o cuatro vueltas por su dormitorio, y se sentó, con abatimiento, en su regia cama de terciopelo cuajada de riquísimos encajes.

D'Artagnan miró a Fouquet con honda compasión.

—Durante mi vida —dijo con melancolía el mosquetero—, he visto arrestar a muchos hombres. Vamos, señor Fouquet, un hombre como vos no se abate de esta suerte. ¡Si vuestros amigos os vieran!

—No me habéis comprendido, señor de D'Artagnan —repuso el superintendente sonriéndose con tristeza—. Precisamente mi abatimiento obedece a que no me ven mis amigos. Solo, no vivo ni soy nada. Nunca he sabido qué era el aislamiento, señor de D'Artagnan. La pobreza, que en ocasiones he visto con sus harapos al final de mi camino, es el espectro con el cual se divierten hace muchos años algunos de mis amigos, que le poetizan, le acarician, y me lo hacen amable. ¡La pobreza!… yo la acepto, la conozco, la acojo como a una hermana desheredada, porque la pobreza no es soledad, el destierro, la prisión. ¿Acaso puedo yo ser nunca pobre con amigos como Pelissón, La Fontaine y Moliere, y una amante como…? ¡Pero la soledad, la soledad para mí, hombre de bullicio y de placeres, que sólo existo porque los otros existen!… ¡Ah! ¡si supieseis qué solo me encuentro en este instante! ¡si supierais con qué fuerza representáis para mí, vos que me separáis de cuanto amo, la imagen de la soledad, de la nada, de la muerte!

Ya os he dicho que estabais muy exagerado, señor Fouquet —dijo D'Artagnan hondamente conmovido—. El rey os quiere.

—No —replicó el superintendente moviendo la cabeza.

—Quien os odia es el señor Colbert.

—¿Colbert? ¿Y qué me importa a mí?

—Os arruinará.

—Lo reto a que lo haga: ya estoy arruinado.

D'Artagnan, al oír la estupenda declaración del superintendente miró alrededor con ademán expresivo.

—¿De qué sirven esas magnificencias cuando uno ha dejado de ser magnífico? —exclamó Fouquet, que comprendió la mirada del gascón—. Pero ¿y las maravillas de Vaux? me diréis vos. Bueno, ¿y qué? ¿Con qué, si estoy arruinado, derramaré el agua en las urnas de mis náyades, el fuego en las entrañas de mis salamandras, el aire en el pecho de mis tritones? ¡Ah! señor de D'Artagnan, para ser suficientemente rico hay que serlo demasiado… ¿Movéis la cabeza? Si vos fueseis dueño de Vaux lo venderíais y con su producto compraríais un feudo en provincias que encerrara bosques, vergeles y campos y os diera con qué vivir… Si Vaux vale cuarenta millones, bien sacaríais…

—Diez —interrumpió D'Artagnan.

—¡Ni uno! señor capitán. No hay en Francia quien esté bastante rico para comprar el palacio de Vaux por dos millones y conservarlo como está; ni podría; ni sabría.

—¡Diantre! —repuso D'Artagnan—. A lo menos bien daría un millón por él.

—¿Y qué?

—Que un millón no es la miseria.

—Casi, casi, señor de D'Artagnan.

—¿Cómo?

—No me comprendéis. No quiero vender mi casa de Vaux. Os la regalo si queréis.

—Regaládsela al rey y saldréis más beneficiado.

—El rey no necesita que yo se la regale —dijo Fouquet—, si le place, me la quitará. Por eso prefiero que se derrumbe. ¡Ah! señor de D'Artagnan, si el rey no estuviese bajo mi techo, tomaría aquella vela y me iría a prender fuego a dos cajas de pólvora y cohetes que han quedado bajo la cúpula, y reduciría mi palacio a cenizas.

—Bueno —repuso D'Artagnan con negligencia—, siempre quedarían los jardines, que es lo mejor.

—Pero ¿qué he dicho? ¡Incendiar a Vaux! ¡destruir mi palacio cuando Vaux no es mío! En verdad, Vaux pertenece a Le Brun, a Le Notre, a Pelisson, a La Fontaine, a Moliere, que ha hecho representar en él “Los importunos”, en una palabra, a la posteridad. Ya veis pues, señor de D'Artagnan, que ni siquiera es mío mi palacio.

Aplaudo la idea, y en ella os conozco, señor Fouquet —repuso el mosquetero—. Si estáis arruinado, monseñor, tomadlo buenamente; también vos pertenecéis a la posteridad, y por lo tanto no tenéis derecho a empequeñeceros. A los hombres como vos eso no les sucede más que una vez en la vida. Todo consiste en adaptarse a las circunstancias. Un proverbio latino, del que no recuerdo las palabras pero sí la esencia, pues más de una vez he meditado sobre él, dice que el fin corona la obra.

Fouquet se levantó, rodeó con su brazo derecho el cuello de D'Artagnan, y le apretó contra su pecho, mientras con la izquierda le estrechaba la mano.

—Buen sermón —dijo el superintendente después de una pausa.

—Sermón de mosquetero, monseñor.

—Vos que tal me decís, me queréis.

—Puede que sí.

—Pero ¿dónde estará Herblay? —repuso Fouquet.

—Eso me pregunto yo.

—No me atrevo a rogaros que le hagáis buscar.

—Ni que me lo rogarais lo hiciera, monseñor, porque sería una imprudencia. Todos se enterarían, y Aramis, que no tiene arte ni parte en cuanto pasa, podría verse comprometido y englobado en vuestra desgracia.

—Aguardaré a que amanezca.

—Es lo más acertado.

—¿Qué vamos a hacer una vez de día?

—No lo sé, monseñor.

—Hacedme una merced, señor de D'Artagnan.

—Con mil amores.

—Vuestra consigna es de que me custodiéis, ¿no es eso?

—Sí, monseñor.

—Pues bien, sed mi sombra; prefiero la vuestra a toda otra. D'Artagnan se inclinó.

—Pero olvidad que sois el señor de D'Artagnan, capitán de mosqueteros, y que yo soy el señor Fouquet, superintendente de hacienda, y hablemos de mis asuntos particulares. ¿Qué es lo que ha dicho el rey?

—Nada.

—¿Así conversáis?

—¡Diantre!

—¿Qué concepto formáis de mi situación?

—Ninguno.

—Con todo, a menos de mala voluntad…

—Vuestra situación es delicada.

—¿Por qué?

—Porque os halláis en vuestra casa.

—Por delicada que sea, me hago cargo de ella.

—¿Imagináis, por ventura, que me habría mostrado tan franco con otro que no vos?

—¡Cómo! ¿vos franco para conmigo cuando os negáis a darme la más pequeña luz?

—Oíd, pues.

—Esto ya es distinto.

—¿Queréis que os diga cómo hubiera yo obrado con otro que no vos, monseñor? Pues bien, hubiera llegado a vuestra puerta, una vez hubiesen salido vuestros amigos, y si no hubiesen salido, los habría esperado a su salida para tomarlos unos tras otros como conejos al abandonar su gazapera, y los hubiera puesto a buen recaudo; luego me habría tendido sobre la alfombra de vuestro corredor, y con una mano sobre vos, sin que vos os dierais cuenta, os hubiera guardado para el almuerzo del amo. De esta suerte se evitaba toda defensa, todo escándalo, todo ruido; pero en cambio ni una advertencia para el señor Fouquet, ni una reserva, ni una de las atenciones delicadas que las personas corteses guardan entre sí en el momento decisivo. ¿Os place mi plan?

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