El hombre de la máscara de hierro (20 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

—Dad las gracias al señor obispo de Vannes —prosiguió D'Artagnan—; pues a él y a nadie más que a él debéis el cambio del rey.

Aramis se volvió hacia Fouquet, que no estaba menos pasmado que el mosquetero y le dijo:

—Monseñor, el rey me ha encargado que os diga que su amistad para con vos es hoy más firme que nunca, y que la hermosa fiesta que le habéis dado y con tanta generosidad ofrecido, le ha dejado hondamente satisfecho.

Y Aramis saludó a Fouquet tan ceremoniosamente, que éste, incapaz de comprender una diplomacia tan sutil, quedó sin voz, sin idea, sin movimiento.

Herblay se volvió hacia el mosquetero, y le dijo con voz meliflua:

—Amigo mío, ¿verdad que no olvidaréis la orden del rey concerniente a las prohibiciones que tiene hechas para cuando se levante?

Estas palabras eran tan claras que D'Artagnan se dio por entendido. Así, pues, saludó a Fouquet y luego a Aramis con respeto algo irónico, y salió.

Entonces el superintendente se abalanzó a la puerta para cerrarla, y salió.

—Mi querido Herblay, creo que ha llegado la hora de que me expliquéis lo que pasa, porque en verdad no entiendo nada.

—Todo vais a saberlo —repuso Aramis sentándose y haciendo sentar a Fouquet.

—¿Por dónde hay que principiar?

—Por esto. ¿Por qué ha mandado el rey que me pongan en libertad?

—Mejor hubierais hecho preguntándome por qué os hizo arrestar.

—Desde que lo efectuaron he tenido tiempo de reflexionarlo, y casi juraría que los celos han influido algo. Mi fiesta ha contrariado a Colbert, y Colbert ha hallado contra mí algún plan, el de Belle-Isle, pongamos por caso.

—No, todavía no hemos llegado a eso.

—¿Por qué?

—¿Os acordáis de aquellos resguardos de trece millones que os hizo robar Mazarino?

—Sí, ¿y qué?

—Que por este lado ya os declaran ladrón.

—¡Válgame Dios!

—No todo para aquí. ¿Recordáis la carta que escribisteis a La Valiére?

—¡Ay! es verdad.

—Pues sois traidor y sobornador.

—¿Por qué me ha perdonado pues, el rey?

—Todavía no hemos llegado a ese punto de nuestra argumentación. Lo que yo quiero es que ante todo quedéis bien impuesto de vuestra situación. El rey sabe que sois malversador de caudales del Estado… ¡Qué diantre!, ya sé yo que no habéis malversado un ardite; pero sea lo que fuere, Su Majestad no ha visto los resguardos, y, por lo tanto, no puede menos de teneros por criminal.

—Con todo eso, no veo…

—Ya veréis. Además, como el rey ha leído la carta que dirigisteis a La Valiére, no puede caberle duda alguna respecto de vuestros propósitos para con aquélla, ¿no es así?

—Sí; pero acabad de una vez.

—A eso voy. El rey es, pues, para vos un enemigo capital, implacable, eterno.

—De acuerdo. Pero ¿soy por ventura tan poderoso para que, pese al odio que me profesa y a los pretextos que mi debilidad o mi desgracia le proporcionan contra mí, no se haya atrevido a consumar mi perdición?

—Queda demostrado —prosiguió Aramis con indiferencia—, que no hay reconciliación posible entre vos y el monarca.

—Pero me perdona.

—¿Lo creéis así? —preguntó el obispo fijando una mirada escrutadora en su interlocutor.

—Puedo no creer en la sinceridad del corazón, pero sí en la verdad del caso —replicó Fouquet. Y al ver que Aramis encogía ligeramente los hombros, añadió—: Entonces ¿por qué os ha encargado Luis XIV que me dijerais lo que me habéis dicho?

—El rey no me ha encargado de nada para vos.

—¡De nada! —exclamó el superintendente en el colmo de la estupefacción—. Pues ¿y la orden?…

—¡Ah! es verdad —repuso Aramis con acento tan singular, que Fouquet no pudo menos de estremecerse.

—Vos me ocultáis algo, Herblay. ¿Acaso el rey me destierra?

—Adivinado.

—Me asustáis.

—Señal que no habéis adivinado.

—¿Qué os ha dicho el rey? En nombre de nuestra amistad no me lo ocultéis.

—Nada.

—Vais a hacer que me muera de impaciencia, Herblay. ¿Continúo siendo superintendente?

—Mientras queráis.

—Pero ¿qué singular imperio habéis adquirido de repente en el ánimo de Su Majestad?

—Ya lo veis.

—Le hacéis obrar a vuestro antojo.

—Tal creo.

—Es inverosímil.

—Así dirán.

—Herblay, en nombre de nuestra alianza, de nuestra amistad y de cuanto más querido os sea en el mundo, decidme sin rodeos lo que hay. ¿A qué debéis el haberos impuesto de tal manera en el ánimo del rey? Me consta que no os veía con buenos ojos. Ahora me querrá.

—¿Habéis tenido algún negocio particular con él?

—Sí.

—¿Un secreto, tal vez?

—Sí.

—¿Tal que pueda haber impreso un nuevo rumbo a las miras de Su Majestad?

—Realmente sois un hombre superior. Habéis adivinado. En efecto, he descubierto un secreto capaz de modificar las miras del rey de Francia.

—¡Ah! —repuso Fouquet con la reserva del hombre cortés que no quiere interrogar.

—Vais a juzgarlo —continuó Aramis—, y a decirme si me engaño respecto de la importancia de tal secreto.

—Pues me hacéis la gran merced de abrirme vuestro corazón, os escucho; pero conste que no he cometido la indiscreción de interrogaros.

Aramis se recogió un momento. Después miró profundamente a Fouquet que estaba mudo, admirado, confundido y con grave acento le contó la historia del desgraciado Felipe.

—¡Oh! ¡Dios mío! ¡qué extraña aventura! —dijo al fin Fouquet.

—Todavía no hemos llegado al fin. Paciencia, amigo mío.

—La tendré.

—Dios envió al oprimido un vengador, o, si lo preferís, un apoyo. Sucedió, pues, que el soberano reinante… Opináis como yo, ¿no es verdad? Prosigo, pues Dios permitió que el usurpador tuviese por primer ministro un hombre de talento y de gran corazón y sobre esto, animoso.

—Está bien, está bien —dijo Fouquet—. Comprendo, habéis contado conmigo para que os ayude a reparar la injusticia de que ha sido víctima el pobre hermano de Luis XIV. Habéis hecho bien; os ayudaré. Gracias, Herblay, gracias.

—Nada de eso, pero… si no me dejáis concluir… —exclamó Aramis con impasibilidad.

—Me callo.

—Decía, pues, que el soberano reinante cobró aversión a su ministro, el señor Fouquet, el cual se veía amenazado en su fortuna, en su libertad y quizá también en su vida, por la intriga y el odio, a los que prestó oído el rey. Pero Dios permitió, asimismo, para la salvación del príncipe sacrificado, que el señor Fouquet tuviese a su vez un amigo devoto, conocedor del secreto de Estado, y con aliento bastante para publicar aquel secreto después de haberlo tenido para aguardarle por espacio de veinte años en su corazón.

—No digáis más —repuso Fouquet ardiendo en ideas generosas—; os comprendo y lo adivino todo. Al saber que yo estaba arrestado, os habéis abocado con el rey, al ver que vuestras súplicas no le ablandaban le habéis amenazado con revelar el secreto, y Luis XIV, asustado, ha concedido al terror lo que había negado a vuestra generosa intercesión. Comprendo, comprendo, vos tenéis en el puño al rey; comprendo.

—Ni pizca —replicó Aramis—. A fe, no valía la pena de que me interrumpierais otra vez. Además, y con perdón sea dicho, descuidáis demasiado la lógica y no hacéis el uso debido de vuestra memoria.

—¿Por qué?

—¿En qué he basado yo el principio de nuestra conversación?

—En el odio que me profesa Su Majestad, odio invencible, pero ¿qué odio es capaz de resistir a la amenaza de tal revelación?

—Aquí es donde falsea vuestra lógica. ¡Cómo! ¿Vos creéis que de haber hecho yo tal revelación, estaría vivo en esta hora?

—Apenas hace diez minutos que os habéis separado del rey.

—¿Y qué? no hubiera tenido tiempo de hacerme matar; pero sí el suficiente para hacerme amordazar y sepultar en una mazmorra. Vaya, más firme en el raciocinio, ¡voto a mil bombas!

Por tal exclamación del mosquetero, resbalón de un hombre que siempre caminaba con pies de plomo, Fouquet pudo comprender a qué grado de exaltación había llegado el sereno y reservado obispo de Vannes.

—Además —continuó éste último después de haberse calmado—, ¿sería yo quien soy, un amigo verdadero, si a vos a quien ya el rey os odia, os expusiera a ser juguete de una pasión todavía terrible de aquél? Que le hubierais robado la hacienda y galanteado a su concubina, ¡pase! Pero tener en vuestras manos su corona y su honra, primero os arrancaría el corazón con sus propias uñas.

—¿Luego no le habéis dejado entrever el secreto?

—Antes me hubiera tragado todos los venenos que Mitrídates se bebió en el espacio de veinte años para ver si de esta suerte conseguía no morirse.

—¿Qué habéis hecho pues?

—Ahí está el quid, monseñor. Paréceme que voy a despertar vuestra curiosidad. ¿Continuáis prestándome oído atento?

—¡Pues no he de escucharos! Decid.

Aramis dio una vuelta alrededor del aposento para cerciorarse de que nadie podía escuchar, y luego se volvió a sentar junto al sillón en el cual Fouquet aguardaba con profunda ansiedad sus revelaciones.

—Había olvidado haceros sabedor de una particularidad notable referente a los mellizos de que estamos hablando —repuso Aramis—, y es que Dios los ha criado tan semejantes entre sí, que únicamente él, si les citara ante el tribunal, los podría distinguir uno de otro. Ana de Austria, con ser madre de ellos, no lo conseguiría.

—¡Es imposible! —exclamó Fouquet.

—Nobleza de facciones, andar, estatura, voz, todo en ellos es igual.

—Pero ¿y el pensamiento, la inteligencia, la ciencia de la vida?

—En esto hay desigualdad, monseñor. El preso de la Bastilla es incontestablemente superior a su hermano, y si la pobre víctima pasase de la prisión al trono, tal vez desde su origen Francia no habría tenido un soberano más grande en cuanto a la inteligencia y a la nobleza de carácter.

Fouquet bajó la frente bajo el peso de aquel secreto terrible.

—También hay desigualdad para vos entre los dos gemelos hijos de Luis XIII —repuso Aramis acercándose al superintendente y prosiguiendo su obra de tentación—; y la desigualdad, en este punto, está en que el último nacido no conoce a Colbert.

Fouquet se levantó con las facciones pálidas y alteradas. La saeta había dado en el blanco, pero no en el corazón, sino en el alma.

—Ya —dijo el superintendente—, me proponéis una conspiración.

—Casi, casi. Una tentativa de esas que cambian la faz de los imperios, como me habéis dicho al principio de esta conversación.

—Pero —replicó Fouquet después de penoso silencio—, vos no habéis reflexionado que esta revolución política es para trastornar a todo el reino, y que para arrancar de cuajo el árbol de infinitas raíces a que llaman un rey y sustituirlo por otro, nunca estará la tierra lo suficientemente apelmazada para que el nuevo soberano quede al abrigo del viento de la borrasca pasada y de las oscilaciones de su propio cuerpo.

Aramis volvió a sonreírse.

—Tened en cuenta —continuó Fouquet enardeciéndose con la eficacia del talento que concibe un proyecto y lo madura en pocos segundos, y con la amplitud de miras del que prevé todas las consecuencias y abarca todos los resultados—; tened en cuenta que debemos convocar a la nobleza, al clero y al estado llano; destruir al príncipe reinante, turbar con un escándalo inaudito la tumba de Luis XIII, perder la vida y la honra de Ana de Austria, y la vida y la paz de María Teresa, y que hecho esto, si lo conseguimos…

—Por mí fe que no os comprendo —replicó Aramis con indiferencia—. De cuantas palabras acabáis de verter no aprovecha ni una.

—¡Cómo! —exclamó con admiración el superintendente—. ¿Un hombre como vos no discute en el terreno de la práctica? ¿Os limitáis a la alegría pueril de una ilusión política? ¿Prescindís de las alternativas de la ejecución, es decir, de la realidad?

—Amigo mío —replicó Aramis dando un acento de familiaridad desdeñosa al calificativo—, ¿qué hace Dios para sustituir a un rey por otro?

—¡Dios! —prorrumpió Fouquet—. Dios delega a su agente, que toma al condenado, se lo lleva y hace sentar al triunfador en el trono vacío.

—Pero olvidáis que aquel agente es la muerte…

—¡Oh Dios! ¿acaso alentaríais la intención?…

—Nada de eso, monseñor. Vais más allá del fin. ¿Quién os habla de matar a Luis XIV? ¿quién de seguir el ejemplo de Dios en la estricta práctica de sus obras? No. Lo que yo quise deciros es que Dios hace las cosas sin trastorno, sin escándalo, sin esfuerzos, y que los hombres inspirados por Dios triunfan como él en cuanto emprenden, intentan y hacen.

—¿Qué queréis decir?

—Quiero decir, amigo mío —prosiguió Aramis—, que si ha habido trastorno, escándalo, y aún esfuerzo en la sustitución del rey por el preso, os reto a que me lo probéis.

—¿Cómo? —exclamó Fouquet, más blanco que el pañuelo con que se enjugaba las sienes—. ¿Qué decís?…

—Entrad en el dormitorio del rey —continuó Aramis con pasmosa tranquilidad—, y no obstante estar vos en autos, os reto a que advirtáis que el preso de la Bastilla está acostado en la cama de su hermano.

—Pero ¿y el rey? —preguntó Fouquet sobrecogido de horror al oír tal nueva.

—¿Qué rey? —dijo Aramis con voz suave—, ¿el que os odia o el que os quiere?

—El rey… de ayer.

—Tranquilizaos; ha ido a tomar en la Bastilla el puesto que por espacio de demasiado tiempo ha ocupado su víctima.

—¡Dios de Dios! ¿Y quién le ha llevado a la Bastilla?

—Yo.

—¡Vos!

—Sí, y del modo más sencillo. Esta noche le he secuestrado, y mientras él bajaba a la obscuridad, el otro subía a la luz. Paréceme que eso no ha levantado el más leve ruido. Un relámpago sin trueno no despierta a nadie.

Fouquet lanzó un grito sordo, como si un ser invisible hubiese descargado sobre él un golpe terrible, y, tomándose la cabeza con las crispadas manos, murmuró:

—¿Vos habéis hecho eso?

—Con bastante destreza. ¿Qué?, ¿no lo creéis?

—¿Vos habéis destronado al rey y reducido a prisión?

—Sí.

—¿Y la acción se ha consumado aquí, en Vaux?

—Sí, en la cámara de Morfeo. No parece sino que la construyeron en previsión de semejante acto.

—¿Y cuándo ha pasado eso?

—Esta noche.

—¡Esta noche!

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