El hombre inquieto (20 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

—Es la primera vez que recibimos visita de la policía —aseguró—. Además, desde una ciudad tan lejana, pero lamento decir que no puedo dar nombres. Todos los residentes tienen derecho a preservar su intimidad.

—Lo entiendo —respondió Wallander—. De ser necesario, puedo obtener del fiscal un documento que me permita registrar todas y cada una de las habitaciones de la residencia, revisar todos los documentos y comprobar todos los nombres. Es algo que quisiera evitar a toda costa. Si asientes o niegas con la cabeza, será suficiente. Y te prometo que me marcharé y no volverás a verme por aquí.

La mujer reflexionó un instante antes de responder. Wallander seguía embrujado por su belleza.

—Bien, te entiendo, así que hazme la pregunta —accedió al fin.

—¿Hay aquí algún interno llamado Signe von Enke? Debe de tener unos cuarenta años y está impedida desde que nació.

La mujer asintió una sola vez. Eso fue todo, pero Wallander tampoco necesitaba más. Ahora sabía dónde se encontraba Signe. Antes de proseguir tenía que hablar con Ytterberg. Ya se había dado la vuelta, ya había logrado sustraerse a la atracción de su bello rostro, cuando cayó en la cuenta de que tenía otra pregunta que la mujer quizá consintiese en responder. Se volvió hacia ella de nuevo.

—Otro gesto mudo —le dijo—. De afirmación o de negación. ¿Cuándo fue la última vez que alguien vino a visitar a Signe?

La mujer tardó unos segundos en responder, en esta ocasión con palabras.

—Hace ya varios meses —afirmó—. En abril, pero puedo mirar la fecha exacta si es importante.

—Importantísimo —confirmó Wallander—. Sería de gran ayuda.

La mujer entró en la sala de la que había salido al principio y, después de transcurridos unos minutos, salió con un documento.

—El 10 de abril —anunció—. Fue la última visita. Desde entonces nadie ha venido a verla. De repente se ha convertido en un ser muy solo.

Wallander empezó a cavilar. «El 10 de abril. Al día siguiente, Håkan von Enke salió de su apartamento para no regresar, hasta hoy.»

—Me figuro que fue su padre quien vino a verla aquel día —dijo despacio.

La mujer asintió. Claro que fue su padre.

Wallander salió de Niklasgården con rumbo a Estocolmo. Cuando llegó, se detuvo ante el edificio de Grevgatan y abrió el apartamento con las llaves que Linda le dio.

Pensó que era como empezar otra vez desde el principio, pero ¿el principio de qué?

Se quedó inmóvil en la sala de estar un buen rato intentando comprender, pero nada había que le ayudase a avanzar.

A su alrededor no había más que un inmenso silencio. Una profundidad submarina donde era imposible percibir la inquietud del mar.

12

Aquella noche Wallander durmió en el apartamento vacío. Puesto que hacía un calor casi sofocante, dejó entreabiertas varias ventanas, cuyas cortinas aleteaban despacio al soplo de la brisa. De vez en cuando se oían desde la calle las voces de la gente. Wallander pensó que era como oír voces de sombras, como sucede en casas o apartamentos recién abandonados. No le había pedido a Linda las llaves para ahorrarse la habitación del hotel. Sabía por experiencia que la primera impresión era decisiva en la investigación de un delito. Rara vez garantizaba novedades una vuelta al escenario o los escenarios implicados. Pero en esta ocasión sabía lo que buscaba.

Wallander se movía descalzo para no despertar la suspicacia de los vecinos. Revisó las cajoneras de los dormitorios de Håkan y Louise. Asimismo, examinó la gran estantería que tenían en la sala de estar, así como otros armarios y repisas del apartamento. Cuando, hacia las diez de la noche, salió a hurtadillas del apartamento para ir a comer algo, estaba tan seguro como pudiera imaginarse. Habían eliminado cuidadosamente todo rastro de la hija minusválida.

Wallander comió en lo que se suponía era un restaurante húngaro, aunque todos los camareros y demás empleados hablaban italiano. Ya en el lento ascensor que lo conduciría de nuevo al apartamento del tercer piso, pensó que dónde dormiría. En el despacho de Håkan había un sofá…, pero finalmente se acostó en la sala de estar, con una manta tan desgastada que apenas valía la pena conservar, en el sofá donde se sentó cuando estuvo tomándose un té con Louise.

A la una de la madrugada lo despertó el alboroto de unos trasnochadores. Y entonces, mientras yacía en la penumbrosa sala de estar, se despejó por completo. Era absurdo que no hubiese el menor rastro de la niña que ahora vivía en Niklasgården. Casi lo indignaba no haber encontrado una fotografía, ni siquiera un documento, alguna prueba burocrática de identidad de esas que todos los suecos obtienen al nacer. Volvió a recorrer de puntillas el apartamento. Llevaba una pequeña linterna que encendía de vez en cuando para alumbrar los rincones más oscuros. Evitaba encender las lámparas, salvo alguna de menor tamaño, temeroso de que un vecino del bloque de enfrente reaccionase y diese aviso, aunque recordó que Håkan von Enke siempre tenía alguna lámpara encendida. ¿Sería verdad? ¿O acaso la familia Von Enke transgredía la frontera entre la mentira y la verdad con suma facilidad? Se detuvo en la cocina e intentó encontrar una respuesta antes de continuar infatigable, guiado por el sabueso que llevaba dentro, cuyo instinto era capaz de despertar en ocasiones y que ahora no pensaba dejar descansar hasta que hallase los indicios de la existencia de Signe que, necesariamente, debían existir allí.

Hacia las cuatro de la mañana lo había conseguido. En la estantería, escondido detrás de unos gruesos volúmenes de arte, halló un álbum de fotos. No había muchas instantáneas, pero estaban cuidadosamente pegadas, la mayoría con los colores ya desvaídos, algunas en blanco y negro. El álbum sólo contenía fotografías, ninguna fecha o comentario explicativo. Tampoco había fotos de los dos hermanos, aunque desde luego no esperaba que las hubiera. Cuando Hans nació, a Signe ya la habían hecho desaparecer, la habían abandonado, eliminado. Wallander contó apenas cincuenta fotos. En la mayoría de ellas aparece Signe sola, tumbada en distintas posiciones. En la última, sin embargo, está en brazos de Louise que, muy seria, aparta la mirada de la cámara. Wallander sintió un pesar enorme al advertir que la mirada de Louise revelaba una triste verdad: en realidad no deseaba aparecer en la foto con su hija en brazos. La instantánea irradiaba una desolación infinita. Wallander meneó la cabeza, presa de un profundo malestar. Volvió a tumbarse en el sofá. Estaba muy cansado, pero al mismo tiempo sentía un alivio indecible y se durmió enseguida. Hacia las ocho de la mañana, el claxon de un coche que circulaba por la calle lo sobresaltó y lo arrancó del sueño. Había soñado con caballos. Una manada que trotaba por las dunas de Mossby y que se adentraban sin más en las aguas. Quiso interpretar el sueño, pero no lo logró. Casi nunca sabía interpretarlos ni qué hacer con ellos exactamente. Llenó la bañera, se tomó un café y, a eso de las nueve, llamó a Ytterberg, que estaba en una reunión. Wallander consiguió dejarle un recado, y recibió un mensaje de texto en el móvil: podían verse a las once ante el ayuntamiento, en la parte que daba al lago. Y allí estaba Wallander a la hora acordada cuando Ytterberg llegó en su bicicleta. Se sentaron en una cafetería a tomarse un café.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó el colega—. Creía que preferías las ciudades pequeñas o el campo.

—Y así es, pero a veces no hay más remedio.

Wallander le habló de Signe. Ytterberg lo escuchó con atención, sin interrumpirlo. Wallander terminó hablándole del álbum que había encontrado la noche anterior. Lo llevaba en una bolsa de plástico y lo dejó sobre la mesa. Ytterberg apartó la taza, se limpió las manos y empezó a hojear el álbum con detenimiento.

—¿Qué edad tendrá ahora? —preguntó—. ¿Unos cuarenta?

—Sí, por lo que me dijo Atkins.

—Aquí no hay fotos de ella con más de dos años. Tres, a lo sumo.

—Exacto —dijo Wallander—. A menos que haya otro álbum, aunque no lo creo. A partir de los dos años la erradicaron de sus vidas.

Ytterberg hizo una mueca e introdujo el álbum en la bolsa. Un barco de recreo de color blanco pasó deslizándose por Riddarfjärden. Wallander movió su silla para estar a la sombra.

—Yo pensaba volver a Niklasgården —confesó Wallander—. Después de todo, soy parte de la familia de esta niña. Ahora bien, necesito tu aprobación. Además, debes saber lo que voy haciendo.

—¿Qué crees poder averiguar viéndote con ella?

—No lo sé. Pero su padre fue a verla el día antes de su desaparición. Y desde entonces no ha recibido ninguna visita.

Ytterberg meditó un instante antes de responder.

—Es muy extraño que Louise no fuera a verla una sola vez desde que Håkan desapareció. ¿A ti qué te parece?

—A mí no me parece nada, aunque me extraña tanto como a ti. ¿Y si vamos a verla juntos?

—No, ve tú solo. Diré en la comisaría que llamen y avisen de que estás autorizado a verla.

Wallander bajó hasta el muelle y se quedó contemplando las aguas mientras Ytterberg hablaba por teléfono. El sol brillaba alto en el límpido cielo azul. «Es pleno verano», constató para sí. Poco después, Ytterberg volvió a su lado.

—Ya está arreglado —aseguró—. Pero has de saber que la persona que me atendió me dijo que Signe von Enke no habla. No porque no quiera, sino porque es incapaz. No sé si lo he entendido bien, pero al parecer nació sin cuerdas vocales, entre otras cosas.

Wallander lo miró intrigado.

—¿Entre otras cosas?

—Sí, bueno, parece que su grado de minusvalía física es tremendo y le falta más de una cosa. La verdad, me alegro de no ser yo quien vaya a verla. Sobre todo hoy.

—¿Qué tiene hoy de especial?

—Hace buen tiempo —respondió Ytterberg—. Uno de los primeros días de verano. Prefiero no pasar un mal rato sin necesidad.

—La mujer que atendió el teléfono en Niklasgården, ¿hablaba con acento extranjero? —le preguntó Wallander cuando se marchaban.

—Sí. Y tenía una voz preciosa. Dijo que se llamaba Fátima, de modo que imagino que será de Irán o de Irak.

Wallander le prometió que lo llamaría más tarde. Había aparcado el coche ante la entrada principal del ayuntamiento y llegó justo a tiempo de adelantarse a un diligente guardia del aparcamiento. Salió de la ciudad y, poco más de una hora después, estaba aparcando ante la puerta de Niklasgården. Ya en la recepción vio a un hombre de edad que se presentó como Artur Källberg, que trabajaba allí por las tardes, hasta la medianoche.

—Bien, empecemos por el principio —dijo Wallander—. Cuéntame qué dolencias padece Signe.

—Es una de las internas de estado más grave —aseguró Artur Källberg—. Nadie creyó que sobreviviría cuando nació. Pero algunas personas tienen tal voluntad de vivir que los simples mortales no somos capaces de entender.

—Bueno, dime exactamente, ¿qué le pasa? —insistió Wallander.

—Le faltan los dos brazos. Además, tiene un defecto en la garganta que le impide comunicarse de forma oral y nació con una disfunción cerebral. Asimismo, presenta una malformación en la columna, lo que significa que su capacidad de movimientos es muy limitada.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que puede mover hasta cierto punto la cabeza y el cuello. Por ejemplo, es capaz de cerrar los ojos.

Wallander intentaba imaginarse la horrible situación en que se habrían visto si Klara hubiese nacido con malformaciones tan devastadoras, si Linda hubiese dado a luz a un hijo con tal incapacidad. ¿Cómo habría reaccionado él, por ejemplo? ¿Era realmente capaz de ponerse en el lugar de Håkan y Louise y comprender lo que significó para ellos? Ni que decir tiene que Wallander ignoraba por completo cómo se sentía uno en tal situación, qué pensaba o qué opinaba.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—Los primeros años de su vida los pasó en una residencia para niños con graves minusvalías —explicó Källberg—. Estaba en Lidingö, pero la cerraron en 1972.

Wallander alzó la mano para detenerlo.

—A ver, seamos precisos —observó—. Ten en cuenta que, de esta niña, yo no sé más que el nombre.

—Bien, en ese caso deja de llamarla «niña» —puntualizó Källberg—. Cumple cuarenta y uno. ¿A que no adivinas cuándo?

—¿Y cómo iba a saberlo?

—Hoy. Es su cumpleaños. En condiciones normales, su padre habría venido a pasar con ella toda la tarde. Pero hoy no vendrá nadie.

Källberg parecía indignado ante la idea de que Signe von Enke se viese obligada a superar su cumpleaños sin una visita siquiera. Wallander lo comprendía.

Por supuesto, había una pregunta mucho más importante que las demás, pero decidió ir por orden y esperar. Sacó del bolsillo su maltrecho bloc de notas.

—Veamos, nació el 8 de junio de 1967, ¿no es así?

—Exacto —confirmó Källberg.

—¿Llegó a pasar algún tiempo en casa de sus padres?

—Según el informe que tengo del hospital, de allí la llevaron directamente a Nyhagahemmet, en Lidingö. Cuando tuvieron que ampliar la residencia, los vecinos temieron que sus viviendas bajasen de precio. Ignoro cómo se las arreglaron, pero además de detener las obras consiguieron que cerraran la residencia.

—¿Adónde la llevaron entonces?

—Entró en un carrusel de instituciones. Entre otros lugares, pasó un tiempo en Gotland, a las afueras de Hemse. Hasta hace veintinueve años, cuando llegó aquí, donde ha permanecido desde entonces.

Wallander no dejaba de anotar. La imagen de Klara sin brazos aparecía de vez en cuando en su cabeza con macabra terquedad.

—Háblame de su estado —rogó Wallander—. Bueno, ya me has hablado un poco, pero quisiera saber más sobre su estado mental. ¿Hasta qué punto comprende y siente?

—Lo ignoramos. Sólo expresa reacciones básicas, mediante una especie de lenguaje corporal y cierta mímica que puede resultar de difícil interpretación para los no iniciados. Aquí la consideramos como un bebé, aunque con una amplia experiencia de la vida.

—¿Es posible imaginar qué piensa?

—No, pero en realidad nada indica que sea consciente de la magnitud de su sufrimiento. Jamás ha expresado dolor ni desesperación. Y, desde luego, si es así, es una suerte.

Wallander asintió, pues creía comprender. Y ya era hora de formular la pregunta más importante.

—Tengo entendido que su padre venía a verla. ¿Con qué frecuencia?

—Una vez al mes, como mínimo, a veces más. Y no eran visitas breves. Nunca se quedaba menos de dos horas.

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