El hombre inquieto (22 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

Wallander ya había empezado a confeccionar listas de nombres, fechas e indicaciones horarias en su desmadejado bloc de notas. En realidad, ignoraba por qué. Tal vez sólo pretendiera ordenar un poco la maraña de detalles, para comprender con más claridad las glosas cada vez más amargas que Von Enke iba dejando en los márgenes.

De vez en cuando tenía la sensación de que el capitán de fragata estuviese intentando dejar constancia de otro
devenir
de los acontecimientos. «Como si se hubiese puesto a reescribir la historia», se dijo. «Es como aquel loco que, encerrado en un psiquiátrico, se pasó cuarenta años leyendo a los clásicos para luego modificar sus finales cuando le parecían demasiado trágicos. Von Enke escribe lo que piensa
que debería
haber sucedido. Y, con ello, plantea la cuestión de por qué no sucedió.»

En algún momento de máxima concentración en la lectura se había quitado la camisa y, medio desnudo en el sofá, empezó a preguntarse si Von Enke no sería víctima de una especie de paranoia, pero desechó la idea de inmediato. Las notas de los márgenes, y las que había incluido entre las líneas, revelaban su indignación, pero eran claras, lógicas; al menos en la medida en que Wallander entendía su significado.

Plasmadas en medio del texto aparecieron, de repente, unas sencillas palabras que lo hicieron pensar en un haiku:

Sucesos bajo la superficie

Nadie nota

Qué sucede

Sucesos bajo la superficie

El submarino escapa

Nadie quiere obligarlo a emerger

«¿Fue eso lo que ocurrió?», se preguntó Wallander. «¿Acaso fue sólo una pantomima? ¿Sería cierto que nunca tuvieron la intención o el deseo expreso de identificar el submarino?» Sin embargo, para Von Enke había otra cuestión más importante. Él se había entregado a otra cacería cuyo objetivo no era el submarino, sino una persona. Era un tema que en sus notas aparecía como recurrente, como el persistente retumbar de un tambor. ¿Quién toma las decisiones? ¿Quién las modifica? ¿Quién?

En medio de un pasaje, Von Enke había escrito el siguiente comentario: «Para averiguar quién o quiénes tomaron aquellas decisiones, debo responder antes a la cuestión de por qué. Si es que esa respuesta no está ya clara…». En este caso no existe el menor indicio de enojo o indignación por su parte, sino la impresión de una serenidad total. Y, de hecho, no se ven agujeros de bolígrafo en el papel.

A aquellas alturas, Wallander ya comprendía sin la menor dificultad la percepción que Von Enke tenía del suceso. Se habían dado órdenes y se había seguido de forma escrupulosa la cadena de los mandos militares. Sin embargo, de pronto, alguien cambia las cosas, echa por tierra una decisión y los submarinos desaparecen súbitamente. Von Enke no ofrece ningún nombre, o al menos ninguno que él considere sospechoso, aunque a veces designa a las personas con las letras «X» o «Y» o «Z». «Las esconde», concluye Wallander. «Y luego esconde también su libro entre los cuentos de Babar de su hija Signe. Y después desaparece. Y ahora también Louise ha desaparecido.»

A Wallander le llevó casi toda la noche revisar las copias de los diarios de guerra, aunque también estudió con viva atención el resto del material. Halló, en efecto, el relato completo de la vida de Von Enke desde el día que resolvió emprender la carrera de oficial. Fotografías,
souvenirs
, tarjetas postales. Calificaciones escolares, exámenes militares, menciones y nombramientos. También encontró la foto de su boda con Louise y otras de Hans, de distintas épocas. Una vez hubo terminado y mientras contemplaba por la ventana la llovizna de la noche estival, se dijo: «Ahora sé más, pero no puedo decir que se haya esclarecido el asunto. Ante todo, no se ha esclarecido lo más importante: por qué lleva varios meses desaparecido, y por qué ha desaparecido Louise también. Ignoro las respuestas a esas preguntas, pero ahora sé más sobre la identidad de Håkan von Enke».

Y acompañado de aquellos pensamientos se acostó por fin en el sofá, se cubrió con la manta y se durmió.

Cuando al día siguiente se despertó, tenía la cabeza embotada. Eran las ocho y sentía la boca reseca, como si hubiese estado la noche anterior en una fiesta. Sin embargo, en cuanto abrió los ojos, supo lo que debía hacer. Marcó el número de teléfono aun antes de tomar café. Sten Nordlander respondió al segundo tono de llamada.

—Estoy en Estocolmo —le dijo—. Necesito verte.

—Pues había pensado salir a dar una vuelta en mi bote. Si hubieras llamado diez minutos más tarde, no me habrías encontrado. Vente conmigo a dar una vuelta en barco, si te apetece. Así podremos hablar.

—No me he traído ropa adecuada para navegar.

—Yo tengo. ¿Dónde estás?

—En Grevgatan.

—Nos vemos dentro de media hora. Iré a buscarte.

Sten Nordlander se presentó a buscar a Wallander enfundado en un viejo y desgastado chándal gris con el emblema de la Marina sueca. En el asiento trasero llevaba una gran cesta con comida y varios termos. Salieron de la ciudad en dirección a Farsta antes de entrar en un entramado de carreteras comarcales, hasta llegar al pequeño puerto deportivo donde Sten Nordlander tenía su bote. Nordlander echó una mirada fugaz a la bolsa de plástico donde Wallander tenía el archivador negro, pero no dijo una palabra. Y Wallander pensó que prefería esperar hasta que se hallaran a bordo.

En el muelle flotante contemplaron el pequeño bote de madera, recién barnizado y reluciente.

—Un Petterson auténtico —declaró Sten Nordlander ufano—. Todo es original. Ya no construyen barcos como éste. La fibra da menos trabajo cuando has de preparar el barco en primavera, pero es imposible amar a un barco de fibra como se ama a uno de madera. Éste huele como un ramo de flores. Venga, voy a enseñarte Hårsfjärden.

Wallander no salía de su asombro. En cuanto dejaron la ciudad perdió por completo el sentido de la orientación, incluso llegó a creer que el bote se hallaba quizás en un lago menor, o en el Mälaren. Ahora, en cambio, vio que el cabo se abría hacia la isla de Utö, que Nordlander le señaló en una carta marítima. Al noroeste se encontraban Mysingen y Hårsfjärden, y el rincón más sagrado de la Marina sueca, la base de Muskö.

Nordlanden le dio a Wallander un chándal idéntico al que él llevaba, además de una gorra de color azul oscuro.

—Ahora tienes una pinta decente —aseguró Nordlander una vez que Wallander se hubo cambiado.

El bote tenía un motor de explosión. Después de darle con pericia a la manivela poner el motor en marcha, Wallander la soltó. Esperaba de verdad que el viento no soplase con mucha intensidad en el archipiélago.

Sten Nordlander se inclinó sobre la cristalera, con una mano apoyada indolente en el hermoso timón de madera.

—Diez nudos —anunció—. Buena velocidad. Así se puede disfrutar del mar, no sólo ir botando sobre su superficie como si tuviéramos prisa por llegar al horizonte. ¿Qué querías contarme?

—Ayer fui a ver a Signe —dijo Wallander—. En la residencia. Estaba tumbada en la cama, enroscada como un bebé, aunque tiene cuarenta años.

Sten Nordlander alzó la mano con vehemencia.

—No quiero oírlo. Si Håkan o Louise hubieran querido contármelo, lo habrían hecho.

—Bien, pues no te diré más.

—¿Me llamaste para hablarme de ella? Me cuesta creerlo.

—No. He encontrado algo que quiero que veas después con detenimiento, cuando nos detengamos.

Wallander le describió su hallazgo, pero no le reveló nada acerca del contenido, pues quería que Sten Nordlander lo descubriera por sí mismo.

—¡Qué curioso! —exclamó cuando Wallander hubo terminado.

—¿Qué te resulta tan extraño?

—Que Håkan escribiese un diario. Él no era de los que escribían. En una ocasión fuimos juntos a Inglaterra. No escribió ni una sola postal, decía que no sabía qué contar. Como sus diarios de a bordo, tampoco podía decirse que fuese un placer leerlos.

—Pues aquí hay hasta poemas, o al menos eso parecen.

—Eso sí que me cuesta creerlo.

—Ya lo verás.

—¿De qué trata?

—La mayor parte, del lugar al que ahora nos dirigimos, precisamente.

—¿Muskö?

—Hårsfjärden, los submarinos… Parece totalmente obsesionado por los sucesos acaecidos a principios de la década de 1980.

Sten Nordlander extendió el brazo en dirección a Utö.

—Allá, en las inmediaciones de la isla, estuvieron rastreando submarinos en 1980 —explicó.

—Sí, en el mes de septiembre —respondió Wallander—. Creía que se trataba de uno de los que la OTAN llama Whiskey, probablemente ruso, pero también podía ser polaco.

Sten Nordlander lo miró con los ojos entrecerrados y sonrientes.

—¡Vaya, has estado informándote!

Sten Nordlander le dio el timón y fue a buscar tazas y un termo de café. Wallander mantuvo el rumbo hacia el punto que le señaló Nordlander. Un buque guardacostas venía en dirección contraria y provocó un oleaje transitorio al pasar. Sten Nordlander aceleró y puso el bote en rumbo fijo mientras se tomaban un café y unos bocadillos.

—Håkan no fue el único que se indignó por aquel suceso —aseguró Nordlander—. Fuimos muchos los que nos preguntamos qué estaría ocurriendo. Aquello sucedió muchos años después de Wennerström, pero circularon rumores…

—¿Sobre qué?

Sten Nordlander ladeó la cabeza, como si retase a Wallander a decir algo que debería saber.

—¿Espías?

—Sencillamente, no era lógico que los submarinos que a ciencia cierta se hallaban bajo las aguas de Hårsfjärden fuesen siempre un paso por delante de nosotros. Actuaban como si supieran qué táctica empleábamos y dónde estaban nuestras líneas de minas. Incluso como si oyesen discutir a nuestros jefes. Corría el rumor de la existencia de un espía incluso con mejor posición que Wennerström. No olvides que, en aquella época, había en Noruega un hombre, Arne Treholt, que se movía en los círculos de Gobierno noruegos. Y el secretario de Billy Brandt era espía de la Alemania del Este. Las sospechas nunca se concretaron. No descubrieron a nadie. Sin embargo, eso no significa que no existiese un espía.

Wallander pensó en las letras X, Y y Z.

—Pero, de alguien sospecharíais en concreto, ¿no?

—Según algunos oficiales de la Marina, había numerosos indicios de que el propio Palme era espía. A mí siempre me pareció absurda esa hipótesis, pero en realidad nadie estaba libre de sospecha. Además, nos atacaron de otro modo.

—¿Nos atacaron?

—Recortes presupuestarios. El dinero fue a parar a la dotación de misiles y a las fuerzas aéreas. Las penurias de la Marina iban en aumento. Fueron muchos los periodistas que se pronunciaron con desprecio sobre nuestros «submarinos presupuestados», decían que era pura invención para que la Marina se asegurase más cantidad de recursos, y de mejor calidad.

—¿Y tú dudaste en algún momento?

—¿De qué?

—De la existencia de los submarinos.

—Jamás. Por allí circularon submarinos rusos.

Wallander sacó el archivador de la bolsa. Estaba seguro de que Nordlander no lo había visto nunca, como le confirmó su expresión inquisitiva, que parecía totalmente sincera. Se limpió las manos y apoyó con sumo cuidado el archivador abierto sobre sus rodillas. Soplaba una leve brisa que rizaba blandamente la superficie del agua. Fue hojeándolo despacio. De vez en cuando levantaba la vista para comprobar el rumbo del bote, antes de volver a concentrarse en el archivador. Cuando terminó, se lo devolvió a Wallander meneando la cabeza con extrañeza.

—No salgo de mi asombro —confesó—. Aunque quizá no tanto. Yo sabía que Håkan estaba indagando, pero no tenía la menor idea de que lo hubiese abordado de forma tan exhaustiva. ¿Cómo llamarías a estas notas? ¿Un diario? ¿Unas memorias personales?

—Yo creo que puede leerse de dos maneras —opinó Wallander—. En parte, de forma literal, pero también como una investigación inconclusa de lo que sucedió realmente.

—¿Inconclusa?

«Tiene razón», pensó enseguida Wallander. «¿Por qué lo habré dicho? Lo más probable es que el libro sea justo lo contrario, algo concluido, un capítulo cerrado.»

—Probablemente tengas razón —admitió Wallander—. Seguro que Håkan lo dio por zanjado, pero ¿qué creía poder conseguir con ello?

—Yo tardé mucho en comprender cuánto tiempo invirtió en husmear en los archivos leyendo informes, protocolos, diarios… Y además estuvo hablando con un sinfín de personas. Hubo quien me llamó para preguntarme qué demonios estaba haciendo Von Enke… Y yo les decía que lo más probable es que quisiera la verdad de lo ocurrido.

—Ya, y su curiosidad no fue bien acogida, ¿verdad? Al menos eso fue lo que me dijo a mí.

—Tengo la impresión de que al final lo consideraban una persona poco fiable. Cosa bastante trágica, pues nadie había en la Marina tan íntegro y concienzudo como él. Me figuro que tales sospechas lo hirieron profundamente, aunque jamás dijo nada al respecto. —Sten Nordlander levantó la tapa del motor y lo estudió un instante—. Igual que el hermoso latido de un corazón —dijo volviendo a taparlo—. Yo trabajé en una ocasión como oficial de la sala de máquinas en uno de nuestros dos cazas de la clase Halland, en Småland. El simple hecho de poder estar en su sala de máquinas fue una de las experiencias más inolvidables de mi vida. Tenía dos turbinas de vapor, fabricadas por Laval, capaces de generar unos sesenta mil caballos. Podíamos poner en movimiento una nave de tres mil quinientas toneladas y alcanzar una velocidad de treinta y cinco nudos. Una barbaridad. Una verdadera alegría de vivir.

—Ya… Quería hacerte una pregunta que quisiera que te tomaras muy en serio —advirtió Wallander—. ¿Has visto algo en el archivador que no debería estar ahí?

—¿Te refieres a algo secreto? —preguntó a su vez Nordlander con el ceño fruncido—. No, no he visto nada.

—Entonces, ¿qué te ha sorprendido tanto?

—Bueno, no lo he leído con detenimiento. Apenas si he podido descifrar su caligrafía en los comentarios anotados al margen, pero no he detectado nada extraordinario.

—En ese caso, ¿podrías explicarme por qué ocultó ese material?

Sten Nordlander tardó unos minutos en responder. En actitud reflexiva observó un barco de vela que se deslizaba sobre las aguas en la distancia.

—La verdad, no comprendo qué consideraba él tan secreto —dijo al cabo—. Ni para quién pensó que debía ocultarlo.

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