Le entregó la agenda por encima de la mesa y señaló la fecha. Con pulcros trazos manuscritos se leía: «Casi en el fondo».
—¿Qué querría decir?
—Eso fue lo que me explicó cuando yacía en su cama, a punto de morir. Al principio me pregunté si no estaría senil y algo perturbado, pero me refirió los hechos con tanto detalle que lo di por cierto; no fue una invención suya.
—Empieza desde el principio —lo alentó Wallander—. Precisamente ese otoño de 1982 me interesa.
Eskil Lundberg apartó la taza, como si necesitara espacio para comenzar su relato.
—Mi padre estaba pescando en el barco al este de Gotland cuando sucedió. De repente, fue como si el bote se detuviese en seco. Notó un tirón en las redes y el barco empezó a escorar. No comprendía lo que estaba ocurriendo, pero intuía que algo se había enredado en las redes. Entonces se alarmó, pues, en una ocasión, cuando era joven, sacó granadas de gas en las redes. Él y los otros dos marineros que llevaba a bordo se aplicaron a liberar las redes; pero entonces notaron que el barco se había dado la vuelta y que el arrastre se había soltado del fondo. Lograron remolcarlo. Y sacaron un cilindro de acero de un metro de longitud, aproximadamente. No era una granada, ni una mina, sino más bien una pieza de una máquina procedente de algún buque. El cilindro pesaba mucho y no parecía llevar mucho tiempo en el agua. Intentaron averiguar qué sería, pero sin éxito. Cuando llegaron a casa, mi padre siguió investigando aquel cilindro, pero no tenía ni idea de para qué servía. Lo arrumbó y se centró en reparar el arrastre. Era un hombre tacaño y no le gustaba desechar nada así como así. Pero… la historia continúa.
Eskil Lundberg echó mano de la agenda y pasó varias hojas hasta llegar al 27 de septiembre. Una vez más, le mostró a Wallander la página abierta. «Están buscando.» Dos palabras, nada más.
—Ya casi había olvidado el cilindro cuando, de repente, empezaron a aparecer buques de la Marina justo en el sitio donde lo había encontrado. Él solía pescar siempre en el mismo lugar al este de Gotland. Y enseguida comprendió que aquello no eran maniobras normales. Los buques se movían de un modo muy extraño. O bien se quedaban parados, o se desplazaban en círculos lentos y cada vez más cerrados. No tardó mucho en comprender qué estaba ocurriendo.
Eskil Lundberg cerró la agenda y miró a Wallander.
—Buscaban algo que habían perdido. Ni más ni menos. Pero mi padre no tenía intención alguna de devolverles el cilindro de acero. Le habían destrozado el amarre. Así que siguió pescando como si no los hubiese visto.
—¿Qué ocurrió después?
—Hubo sumergibles y buques de la Marina en la zona durante todo el otoño, hasta el mes de diciembre. Entonces desaparecieron los últimos barcos. Empezó a correr el rumor de que se había hundido un submarino, pero las aguas en las que buscaban no tenían la profundidad suficiente para un submarino. Los militares nunca recuperaron el cilindro y mi padre nunca supo qué era exactamente. Pero se sentía satisfecho de haber podido vengarse por los destrozos en el muelle. Es decir, que no me lo imagino teniendo relación con un oficial de la Marina.
Quedaron en silencio. El perro se rascó. Wallander intentaba comprender de qué modo encajaba Håkan von Enke en la información que acababa de oír.
—Creo que sigue ahí —dijo Lundberg. Wallander pensó que no había oído bien, pero Eskil Lundberg ya se había levantado de la mesa.
—El cilindro —continuó—. Creo que sigue ahí fuera, en el trastero.
Salieron de la casa con el perro olisqueándoles los pies. Había empezado a soplar el viento. Anna Lundberg estaba tendiendo ropa en una cuerda tensada entre dos viejos cerezos. Las blancas fundas de almohadón chasqueaban al viento. Detrás del cobertizo de los barcos, sobre las abruptas rocas, se alzaba en peligroso equilibrio un pequeño trastero, iluminado por una solitaria bombilla. Wallander entró en una habitación cargada de olores. De una de las paredes colgaba un antiguo tridente para pescar anguila. Eskil Lundberg estaba agachado rebuscando en un rincón del trastero atestado de rollos de cuerda, cubetas rotas, boyas viejas y redes desmadejadas. El hombre removía en la maraña como contagiado de la ira que el paso de los buques de guerra despertaba en su viejo padre. Finalmente se levantó, se hizo a un lado y señaló su hallazgo. Wallander vio un objeto alargado, de acero oscuro, que parecía una funda gigantesca para puros, con unos veinte centímetros de diámetro. En un extremo del cilindro se veía una tapa parcialmente abierta por la que asomaban madejas de cables y mecanismos de conexión.
—Entre los dos podemos sacarlo —observó Lundberg.
Los dos hombres llevaron el cilindro al muelle.
El perro apareció en el acto para husmear. Wallander se preguntaba cuál sería la función del cilindro. Dudaba que fuese una pieza de motor, sino más bien algo relacionado con un radar o quizá con un dispositivo de lanzamiento de torpedos o de minas.
Wallander se acuclilló para localizar algún número de serie o el lugar de fabricación, pero no halló leyenda alguna. El perro le olisqueó la cara hasta que Lundberg lo espantó de allí.
—¿Tú qué crees que es? —preguntó Wallander ya de pie.
—No lo sé. Y mi padre tampoco lo supo nunca. A él no le gustaba. En eso nos parecemos. Nos gusta obtener respuesta a nuestras preguntas. Eskil Lundberg guardó silencio durante unos segundos antes de proseguir.
—Yo no lo necesito, pero a ti quizá te sea de utilidad.
Wallander tardó un instante en comprender que se refería al cilindro que tenían a sus pies.
—Me gustaría llevármelo, sí —respondió al tiempo que se decía que quizá Sten Nordlander pudiera explicarle para qué servía aquel curioso objeto.
Lo metieron en el barco y Wallander soltó amarras. Lundberg giró hacia el este, rumbo al estrecho formado entre Bokö y la isla llamada Björkskär. Pasaron ante un islote en el que se avistaba una casa solitaria plantada en medio de un soto.
—Una vieja cabaña de caza —aclaró Lundberg—. Ahí dormían los hombres cuando iban a cazar aves marinas. Pero mi padre solía utilizarla cuando quería pasarse varios días bebiendo sin que lo molestasen. Es un buen escondite para quien quiera desaparecer de la faz de la tierra por un tiempo.
Atracaron en el muelle. Wallander reculó con el coche hasta el barco y entre los dos cargaron el cilindro en el asiento trasero.
—Estaba pensando… —comenzó vacilante Eskil Lundberg—. Decías que han desaparecido los dos, pero ¿te he entendido mal o dijiste también que no lo hicieron a la vez?
—Lo has entendido bien. Håkan von Enke desapareció en abril. Su esposa, en cambio, lo hizo unas semanas más tarde.
—¿Y no es extraño que no haya el menor rastro? ¿Dónde se habrán metido, tanto él como ella?
—Aún cabe cualquier posibilidad. Puede que estén vivos o muertos, no lo sabemos.
Eskil Lundberg meneó la cabeza. Wallander pensó que había en él cierto retraimiento, propio quizá de la gente que vivía en las islas, completamente desconectada del mundo durante los largos y duros inviernos.
—Sigue pendiente la cuestión de la fotografía —recordó Wallander.
—No sé qué decirte.
¿No le respondió Lundberg demasiado rápido? Wallander no estaba seguro, pero de forma repentina y puramente intuitiva se preguntó si sería verdad. ¿No habría, pese a todo, algo que Lundberg no quería contar?
—Bueno, quizá se te ocurra más adelante —observó Wallander—. Nunca se sabe. Un buen día, los recuerdos acuden a la mente.
Wallander lo vio retroceder para salir del muelle y ambos alzaron la mano para despedirse una vez más, antes de que la pequeña y rauda embarcación partiese rumbo al estrecho deHalsö.
En el camino de regreso, Wallander optó por otra ruta, pues no quería volver a pasar por el pequeño café.
Una vez en casa comprobó que estaba cansado y hambriento y dejó a
Jussi
con el vecino. Oyó a lo lejos el murmullo de la inminente tormenta. Había llovido y la hierba exhalaba un fresco aroma bajo sus pies.
Abrió la puerta, entró en la casa. Se quitó la cazadora y los zapatos.
En el vestíbulo se paró, contuvo la respiración, aplicó el oído. No había nadie, nada había cambiado y, aun así, él sabía que alguien había fisgoneado por su casa mientras él estaba fuera. Fue descalzo a la cocina. No vio ninguna nota. De haber sido Linda, le habría dejado algún mensaje. Continuó hacia la sala de estar y caminó despacio y en círculo.
Sin duda había recibido visita. Alguien había llegado y se había marchado.
Wallander se puso las botas y salió al jardín.
Prosiguió la inspección alrededor de la casa y volvió a la entrada.
Una vez hubo comprobado que nadie lo observaba, se acercó a la caseta del perro y se agachó.
Tanteó el interior con la mano. Allí seguía lo que dejó antes de partir.
Aquel cofre de latón era herencia de su padre. A decir verdad, lo encontró entre cuadros desechados, pinceles y botes de pintura. Cuando, tras la muerte de su padre, Wallander emprendió la tarea de hacer limpieza en el taller, no pudo contener el llanto. En uno de los pinceles más antiguos aún se leía la fecha de fabricación, 1942, durante la guerra. Aquélla fue la vida de su padre, se dijo, una cantidad siempre creciente de pinceles malgastados que se acumulaban amontonados en los rincones. Encontró el cofre cuando, después de limpiarlo todo y ya perdida la paciencia, pidió un contenedor donde arrojar los grandes sacos de basura resultantes. Estaba vacío y oxidado, pero Wallander lo recordaba vagamente de su infancia. En efecto, el pequeño baúl alojó en su día los juguetes de su padre, confeccionados en tiempos remotos, soldaditos de plomo bien manufacturados y pintados de hermosos colores, un balde y moldes para crear figuras de escayola; incluso piezas de un mecano.
Ignoraba adónde habrían ido a parar todos aquellos trastos. Revisó todos los rincones de la casa y del taller, aunque nada encontró. Miró incluso en los viejos montones de basura acumulados detrás de la casa, desbrozándolos con la pala y unas tenazas, sin hallar ni rastro de los juguetes. El cofre estaba vacío y para Wallander constituía una especie de símbolo, una herencia que él mismo debía dotar de un contenido. Lo limpió, raspó las partes más dañadas por el óxido y lo dejó en el trastero del sótano del apartamento que tenía en Mariagatan. Y hasta que no se mudó a vivir a la casa, no volvió a reparar en su existencia. Ahora, cuando pensó que más valía esconder el archivador negro hallado en la habitación de Signe, tendría ocasión de darle uso. En cierto sentido, aquel archivador le pertenecía: era el Libro de Signe, unas páginas que tal vez desvelasen el porqué de la desaparición de sus padres.
Bajo los tablones sobre los que
Jussi
solía tumbarse a dormir, ése era, a su parecer, el lugar más adecuado para esconder el cofre. Sintió un gran alivio al comprobar que el diario seguía allí. Decidió ir a buscar a
Jussi
sin más dilación. La finca del vecino se hallaba al otro lado de unos extensos campos de colza que habían segado durante su ausencia. Siguió los senderos y se adentró por el camino de tractores, conversó un rato con el vecino, que estaba arreglando el suyo, y fue a buscar a
Jussi
, que al verlo empezó a saltar y a tironear de la cadena que lo retenía en la parte posterior de la vivienda. De nuevo en casa, Wallander sacó del coche el cilindro y lo transportó como pudo al interior, extendió unos periódicos sobre la mesa de la cocina, donde lo colocó para examinarlo, extremando la precaución pues, en lo más íntimo de su ser, resonaba una alarma. ¿Y si el objeto alargado que tenía delante contenía algo peligroso? Con sumo cuidado, logró sacar mecanismos de conexión, finos ovillos de cables y los distintos enchufes en que convergía el cableado. En la parte inferior vio que habían retirado un soporte. No se veía ningún número de serie ni ningún otro dato que informase sobre el lugar de fabricación o el nombre del propietario. Interrumpió el desmontaje del extraño objeto para preparar la cena, que consistió en una tortilla con setas de lata y que degustó sentado delante del televisor. Mientras comía, siguió con desinterés un partido de fútbol procurando no pensar ni en cilindros ni en desaparecidos.
Jussi
vino a tumbarse a su lado. Wallander le permitió que engullese los últimos restos de la tortilla, vio distraído cómo marcaba un gol uno de los equipos, a saber quiénes jugaban…, y salió a dar un paseo con el perro. Hacía una hermosa noche de verano. No pudo evitar la tentación de sentarse en una de las sillas de madera pintadas de blanco que tenía en la cara oeste de la casa, desde donde podía contemplar el sol que, precisamente en ese momento, empezaba a descender en el horizonte.
Se despertó de forma abrupta, sorprendido al comprender que se había quedado dormido. Durante cerca de una hora estuvo fuera de órbita. Tenía la boca seca y entró a controlar el nivel de azúcar, que estaba en 15,2, es decir, demasiado alto. Sintió una punzada de preocupación. No se descuidaba, comía como debía, daba los paseos recomendados, tomaba puntualmente sus pastillas y se ponía las inyecciones. Pese a todo, el nivel de azúcar en la sangre era excesivo. No se le ocurrió otra explicación que pensar que debía aumentar la dosis de medicación. Había llegado el momento de incrementar la cantidad de insulina que le suministraba al cuerpo según un programa establecido.
Permaneció unos minutos sentado junto a la esquina de la mesa de la cocina, donde se había pinchado el dedo para controlar el azúcar. El abatimiento, la resignación y la maldición de la vejez se adueñaron de él nuevamente. Al igual que la preocupación por sus lagunas de memoria y su intermitente falta de conciencia del entorno. «Aquí estoy», se dijo, «desmontando un cilindro de acero, cuando en realidad debería estar en casa de mi hija disfrutando de mi nieta.»
Y, como solía hacer cuando la desazón arremetía contra él, se sirvió un buen vaso de aguardiente y lo apuró de un trago. Un buen trago y se acabó, no dos ni un dedito más… Luego volvió a inspeccionar el cilindro una vez más antes de decidir que ya era suficiente. Se dio un buen baño y se durmió antes de medianoche.
La mañana siguiente, bien temprano, llamó a Sten Nordlander. Estaba en el barco, pero volvería a tierra al cabo de una hora y prometió devolverle la llamada entonces.
—¿Ha ocurrido algo? —le gritó Nordlander para sobreponerse a las interferencias.