Wallander comprendió enseguida a qué aludía.
—Te refieres a qué papel habrá desempeñado Hans en todo ello, ¿verdad?
—Exacto. De haber habido una gran fortuna de por medio, podríamos haber encontrado ahí una idea sobre la que trabajar. Pero claro, no es el caso, pues los bienes podrían ascender en total a un millón de coronas, sin contar la vivienda, que puede estar valorada en siete u ocho millones. Claro que cabe pensar que eso es mucho dinero para un pobre mortal, aunque en la actualidad una persona sin deudas y con un patrimonio así se considera bien situada, pero desde luego, no acaudalada.
—¿Has hablado con Hans?
—Hace una semana estuvo en Estocolmo, pues tenía una cita con la inspección de la autoridad tributaria, y él mismo se puso en contacto conmigo. No puedo decir sino que su inquietud parece auténtica y que no comprende en absoluto lo que ha ocurrido. Además, él gana sumas considerables de dinero en su trabajo.
—¿Y eso es lo que tenemos?
—Sí, no puede decirse que nuestra posición sea muy sólida. Tendremos que seguir profundizando en el hoyo pese a lo dura y compacta que parece la tierra.
Ytterberg dejó el auricular de forma inopinada. Wallander lo oyó maldecir y luego volver al teléfono.
—En fin, ahora me voy de vacaciones, pero siempre hay alguien de guardia con el caso —aseguró Ytterberg.
—Prometo que sólo llamaré si es importante —dijo Wallander antes de dar por terminada la conversación.
Después de aquella llamada, Wallander salió y se sentó en el banco de la entrada a pensar en lo que le había dicho Ytterberg.
Permaneció allí un buen rato. La visita de Mona le había robado parte de su descanso y se sentía agotado. No quería que se repitiera la situación, que Mona le alterase la vida imponiéndole nuevas condiciones. Tenía que hablarlo con ella y dejárselo claro si volvía a presentarse en la puerta de su casa. Y además, debía convencer a Linda de que se pusiera de su parte. Él podía ayudarle a Mona, no se trataba de eso, pero nada quedaba ya de un pasado del que no quedaba ni rastro.
Wallander bajó la pendiente que conducía al quiosco de perritos calientes situado enfrente del hospital. Una chova piquirroja se precipitó volando y se apoderó de una porción de puré de patatas, que cayó de la bandeja al suelo.
De repente, Wallander tuvo la sensación de que había olvidado algo. Comprobó que llevaba su arma reglamentaria. ¿O sería alguna otra cosa? Tampoco estaba seguro de si había ido al quiosco en coche o caminando desde la comisaría.
Arrojó la bandeja de puré a medio comer en una papelera y miró a su alrededor. No veía el coche. Muy despacio, empezó a subir la cuesta hacia la comisaría. A medio camino recuperó la memoria. Sintió un sudor frío y tenía palpitaciones. Ya no podía seguir postergando la visita al médico. Era la tercera vez que le ocurría en un espacio de tiempo relativamente breve y quería saber qué estaba cambiando en su cabeza.
En cuanto llegó a la comisaría, llamó a la misma doctora de otras ocasiones, que le dio una cita para varios días después del solsticio. Cuando colgó el teléfono, fue a comprobar que su arma reglamentaria se hallaba donde debía, bajo llave.
Dedicó el resto del día a preparar su intervención en el juicio. Eran las seis de la tarde cuando cerró el último archivador y lo dejó caer en la silla de las visitas. Ya de pie, dispuesto a marcharse y con la cazadora en la mano, se le ocurrió una idea, aunque ignoraba de dónde había surgido. ¿Por qué Von Enke no se llevaría consigo el diario secreto la última vez que visitó a Signe? Wallander sólo veía dos explicaciones posibles. O bien tenía intención de volver, o bien le había ocurrido algo que le impedía volver. Se sentó de nuevo ante el escritorio y buscó el número de teléfono de Niklasgården, donde atendió su llamada la mujer de hermosa voz y acento extranjero.
—Sólo quería saber que Signe sigue igual —le dijo.
—Así es, vive en su mundo, donde apenas cambia nada, salvo el envejecimiento, ese movimiento invisible que sufrimos todos.
—Me figuro que su padre no habrá ido a visitarla, ¿no?
—¡Ah! ¿No había desaparecido? ¿Lo han encontrado?
—No, sólo preguntaba.
—Quien sí vino a verla ayer fue su tío. Yo libraba, pero lo vi en el diario de las visitas.
Wallander contuvo la respiración.
—¿Su tío?
—Sí, se presentó como Gustav von Enke. Llegó por la tarde y se quedó con ella una hora, más o menos.
—¿Estás completamente segura de lo que me dices?
—¿Acaso iba a inventarlo?
—No, claro. Si el tío de Signe vuelve a visitarla, ¿podrías avisarme?
De pronto, su voz rezumaba preocupación.
—¿Pasa algo?
—No, no, en absoluto. Gracias por todo.
Wallander dejó el teléfono y se quedó sentado, meditando. No se equivocaba, estaba convencido de ello. Había comprobado todos los parientes de la familia Von Enke de forma tan minuciosa que lo sabía a ciencia cierta: el tío Gustaf no existía.
Quienquiera que fuese el hombre que visitó a Signe se presentó allí bajo nombre y parentesco falsos.
Wallander se marchó a casa. La inquietud que había sentido antes lo invadió con toda su intensidad.
Wallander despertó a la mañana siguiente con fiebre y dolor de garganta. Hasta el último momento intentó creer que eran figuraciones suyas, pero al final optó por ponerse el termómetro y comprobó que tenía 38,9 grados. Llamó a la comisaría y se dio de baja. Pasó la mayor parte del día entre la cama y la cocina, ocupado con los libros de la biblioteca que aún no había leído.
La noche anterior había soñado con Signe. Él fue a verla a Niklasgården. De repente, descubrió que quien yacía encogida en la cama era otra persona. La habitación estaba a oscuras, intentó encender la luz, pero la lámpara no funcionaba. Entonces sacó el móvil del bolsillo y lo usó como linterna. A la tenue luz del teléfono descubrió que la que estaba en la cama era Louise. Una copia exacta de su hija. Le sobrevino un miedo incontrolable, pero cuando quiso salir de la habitación, halló la puerta cerrada con llave.
Entonces se despertó. Eran las cuatro de la mañana y ya había amanecido. Notó el incipiente dolor de garganta, se sentía acalorado y se apresuró a volver a conciliar el sueño. Por la mañana intentó interpretar intentó interpretar lo que había soñado pero no llegó a ninguna conclusión, sólo que, en la desaparición de Hans y de Louise, algunos aspectos parecían encubrirse mutuamente.
Wallander se levantó, se abrigó la garganta con un pañuelo, encendió el ordenador y buscó en Internet el nombre de Gustaf von Enke. No apareció nadie con ese nombre. Cuando dieron las ocho de la mañana, llamó a Ytterberg en su último día de trabajo antes de las vacaciones. Estaba a punto de emprender una tarea de lo más desagradable, pues debía interrogar a un hombre que había intentado estrangular a su mujer y a sus dos hijos, según parecía, sólo porque había conocido a otra mujer con la que deseaba vivir.
—¡¿Y tenía que matar a los niños también!? —preguntó Wallander asombrado—. Parece inspirado en una tragedia griega.
Wallander no sabía mucho acerca de las obras de teatro escritas hacía más de dos mil años. Sin embargo, estando en Malmö, Linda lo llevó en una ocasión a ver
Medea
. Aquel drama lo sobrecogió, aunque no tanto como para animarlo a ir al teatro más a menudo. Y la última vez que acudió a una representación, ésta no avivó demasiado su interés.
Le habló de lo ocurrido el día anterior en Niklasgården.
—¿Estás completamente seguro?
—Sí —sostuvo Wallander—. No existe ningún tío. Signe tiene un primo que vive en Inglaterra, pero nada más.
—Pues realmente suena muy extraño.
—Sé que te vas de vacaciones, pero quizá puedas encomendarle a algún colega que vaya a Niklasgården e intente obtener una descripción, ¿no?
—Sí, tengo una colega muy buena, Rebecka Andersson —aseguró Ytterberg—. Es excepcional en ese tipo de misiones pese a su juventud. Hablaré con ella.
Intercambiaron y comprobaron los números de teléfono y Wallander estaba a punto de despedirse cuando Ytterberg lo retuvo.
—¿A ti también te pasa lo que a mí? —le preguntó de improviso—. ¿No sientes a veces un deseo desesperado de liberarte de toda esta porquería en la que nos vemos inmersos?
—A veces.
—¿Y qué nos hace aguantar?
—No lo sé. Una especie de sentido de la responsabilidad, supongo. Yo tuve un mentor hace ya mucho tiempo, un viejo inspector llamado Rydberg. Eso solía decir él, que era una cuestión de responsabilidad, sencillamente.
Media hora más tarde lo llamó Rebecka Andersson, que verificó con él la información recibida de Ytterberg, pues pensaba dirigirse a Niklasgården aquella misma tarde.
Wallander preparó el desayuno y fue al baño. Cuando tiró de la cadena se le inundó el váter. Intentó limpiar el desagüe con una ventosa, pero fue inútil. Indignado, le propinó una patada al sanitario y llamó a Jarmo; pero el fontanero estaba borracho y, aunque estaba dispuesto a hacer el trabajo, Wallander se negó. Dedicó las dos horas siguientes a buscar otro fontanero que pudiese pasarse a reparar el atasco. Habían dado las doce cuando se detuvo en el jardín una furgoneta de la que salió un jovial fontanero polaco cuyo sueco era prácticamente incomprensible. Wallander recordó el debate que él había seguido en la prensa hacía unos años, sobre los operarios polacos que parecían estar inundando Europa como una indeseada plaga de langosta. Sin embargo, a aquel fontanero no le llevó más de veinte minutos solventar el problema. Llegado el momento de pagar la reparación, Wallander comprobó que aquel hombre cobraba mucho menos que Jarmo.
Volvió a sus libros. Rebecka Andersson llamó hacia las dos, aún desde Niklasgården.
—Me figuré que querrías tener la información lo antes posible —le dijo—. Así que te llamo desde un banco del jardín de la residencia. Hace un tiempo estupendo. ¿Tienes con qué escribir?
—Sí, estoy listo para tomar nota.
—Bien. Un hombre de unos cincuenta años, pulcramente vestido con traje y corbata, cabello rubio y rizado y ojos azules. Hablaba lo que suele llamarse sueco estándar, es decir, ningún dialecto identificable ni, desde luego, ningún acento extranjero. Una cosa quedó clara enseguida: era la primera vez que venía a la residencia y tuvieron que indicarle cuál era la habitación de Signe, pero a nadie le extrañó.
—¿Qué dijo, cómo se presentó?
—En realidad, nada, pero fue extremadamente educado y amable.
—¿Y la habitación?
—Les pedí a dos empleados de la residencia que la inspeccionasen por separado, por si detectaban algún tipo de alteración, pero no fue así. Me dio la impresión de que estaban muy seguros de lo que decían.
—Ya, pero, en cualquier caso, el tipo se quedó nada menos que dos horas, ¿no?
—Bueno, eso no está claro. La información no parece muy exacta, pues, según he comprobado, no son muy sistemáticos a la hora de anotar en el registro la entrada y la salida de las visitas. Yo creo que permaneció en la habitación como mínimo una hora, a lo sumo, una hora y media.
—¿Y después?
—Se marchó.
—¿Cómo llegó hasta allí?
—En coche. No me cabe la menor duda, aunque nadie lo vio. De pronto, había desaparecido sin que nadie se hubiese percatado de ello.
Wallander reflexionó unos segundos, pero no tenía más preguntas que hacer, de modo que le dio las gracias. Avistó desde la ventana el coche amarillo de Correos, que se alejaba por la carretera. Salió tal como estaba, con la bata y unos zuecos, a mirar el buzón, donde halló una única carta. Llevaba el matasellos de Ystad y el remitente era un tal Robert Kerblom. Wallander recordaba el nombre vagamente, aunque no sabía de qué conocía al individuo. Sentado a la mesa de la cocina abrió el sobre. Contenía la fotografía de un hombre acompañado de dos mujeres jóvenes. Al ver al hombre de la foto lo reconoció de inmediato. Un doloroso recuerdo de hacía quince años acudió enseguida a su mente. A principios de la década de 1990, la mujer de Robert Kerblom fue brutalmente asesinada. Y dicho asesinato resultó tener curiosas implicaciones con una serie de sucesos acontecidos en Sudáfrica y con un atentado contra Nelson Mandela. Le dio la vuelta a la instantánea y leyó el mensaje: «Para que nos recuerdes y para agradecerte todo el apoyo que nos prestaste durante los peores años de nuestra vida».
«Vaya, justo lo que necesitaba. Un mensaje que me recuerde que, después de todo, nuestro trabajo tiene un significado decisivo para muchas personas», se dijo Wallander antes de fijar la foto a la pared con cinta adhesiva.
Al día siguiente celebrarían el solsticio de verano. Pese a que no se sentía muy bien, resolvió salir a hacer la compra. No le gustaban las tiendas abarrotadas de gente. En realidad, no le gustaba ir a comprar en absoluto, pero estaba decidido a que nada faltase en su mesa aquella noche. En un alarde de buen juicio, había comprado las bebidas con anterioridad. Hizo una lista de lo que necesitaba y se marchó.
Un día después se sentía mejor, no le dolía la garganta y la fiebre había remitido por completo. Había estado lloviendo por la noche, pero también el cielo aparecía ahora despejado. Wallander observó el horizonte y decidió que podrían cenar fuera. Cuando, hacia las cinco de la tarde, llegaron Linda y su familia, todo estaba preparado. Después de alabar sus esfuerzos, Linda se lo llevó a un lado.
—Tendremos a otra persona más a la mesa.
—¿Y quién es?
—Mamá.
—Eso sí que no. ¿Por qué? Ya sabes lo que pasó la última vez que estuvo aquí.
—No quiero que pase esta noche sola.
—Pues luego tendrás que llevártela a casa.
—No te preocupes, ya lo sé. Permitir que se quede es una buena acción, míralo así.
—¿Cuándo llega?
—Le dije que viniera a las cinco y media. No tardará en aparecer.
—Pues tendrás que encargarte tú de que no se emborrache.
—Lo haré. Y no olvides que a Hans le cae bien. Además, tiene derecho a ver a su nieta.
Wallander no añadió nada más, pero en cuanto se quedó solo en la cocina se tomó un trago a fin de calmarse un poco.
Llegó Mona y, al principio, todo fue bien. Se había arreglado y estaba de buen humor. Comieron, bebieron con mesura y disfrutaron del buen tiempo. Wallander observó que Mona ejercía de abuela con total naturalidad. Y fue como verla con Linda en brazos. Sin embargo, la paz no se prolongó toda la noche. A eso de las once, Mona decidió sacar a relucir trapos sucios del pasado. Linda intentó apaciguarla, pero al parecer había bebido más de lo que creyeron ver; o quizá llevase una petaca en el bolso. Al principio, Wallander guardó silencio y, simplemente, escuchó lo que decía Mona, hasta que no aguantó más y, dando un tremendo puñetazo en la mesa, le pidió que se marchase. Linda, que tampoco estaba sobria del todo, le pidió a gritos que se calmase aduciendo que no era para tanto. Pero para Wallander sí lo era. Cuando, después de tantos años, comprendió que ya no la añoraba en absoluto, sus sentimientos se transformaron en una acusación: era culpa de Mona que él no hubiese encontrado a otra mujer con la que compartir su vida. Se levantó de la mesa, llamó a
Jussi
y se marchó de allí.