El hombre inquieto (50 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

—Sí.

—¿Quién más sabe que estás aquí?

—Nadie.

Wallander vio que Von Enke no sabía si creerlo o no.

—Nadie, te lo aseguro —insistió Wallander—. Este viaje es sólo mío. No he involucrado a nadie en los preparativos de la expedición.

—¿Ni siquiera a Linda?

—Ni siquiera a ella.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

—En una lancha. Si quieres, te doy el nombre del arrendador, pero él no tiene ni idea de adónde me dirigía. Le dije que iba a darle una sorpresa a un amigo para su cumpleaños. Estoy convencido de que me creyó.

—¿Dónde está la lancha?

Wallander señaló por encima de su hombro.

—Al otro lado de la isla. La arrastré a tierra y la amarré a unos alisos.

Håkan von Enke guardó silencio mientras observaba su taza de té. Wallander aguardaba.

—Desde luego, no me sorprende que alguien me haya encontrado al final —admitió Von Enke—. Aunque confieso que nunca creí que fueras a ser tú.

—¿Y a quién esperabas encontrar en la oscuridad?

Håkan von Enke meneó la cabeza, no deseaba responder a esa pregunta. Wallander decidió dejarla para más tarde.

—¿Cómo diste con mi paradero?

Von Enke hizo la pregunta con tono cansino y Wallander comprendió que debía de ser agotador andar huyendo, aunque uno no se mueva en absoluto de un lugar a otro.

—Cuando fui a Bokö, Eskil Lundberg dejó caer un comentario sobre la cabaña, dijo que era perfecta para quien quisiera desaparecer de la faz de la tierra. Pasamos delante de ella en la travesía de vuelta a la península. Como es natural, tú ya sabes que fui a verlo. Me quedé dándole vueltas a las palabras de Lundberg. Luego, cuando me dijeron que tenías una debilidad especial por las islas, comprendí que debías de estar aquí.

—¿Quién te habló de mí y de mi predilección por las islas?

Wallander decidió que más valía mantener al margen a Sten Nordlander, al menos por el momento. Podía ofrecer otra respuesta cuya veracidad Von Enke no podría controlar.

—Louise.

Håkan asintió en silencio. Luego, enderezó la espalda, como si se preparase para algo.

—Tenemos dos maneras de solventar este asunto —dijo Wallander resuelto—. O bien me lo cuentas tú mismo, o bien vas respondiendo a mis preguntas.

—¿Se me acusa de algo?

—No, pero tu mujer está muerta. Y eres sospechoso, es algo automático.

—Lo entiendo perfectamente.

«Suicidio o asesinato», pensó Wallander de forma fugaz. «Se diría que tú lo tienes claro.» Wallander comprendió que debía andarse con cuidado. Después de todo, era muy poco lo que sabía del hombre que tenía delante.

—Cuéntame —lo alentó Wallander—. Te interrumpiré si hay algo confuso, algo que no comprenda. Puedes empezar por Djursholm, el día de tu cumpleaños.

Håkan von Enke meneó la cabeza con vehemencia. De pronto, el cansancio desapareció como por ensalmo. Se acercó a la cocina, se sirvió otro té y se quedó así, con la taza en la mano.

—No, ése no es el principio, tendré que retrotraerme mucho más en el tiempo. Sólo existe un punto de partida —afirmó—. Sencillo, pero totalmente cierto. Yo amaba a Louise más que a nada en el mundo. Dios me perdone lo que voy a decir, pero la amaba más que a mi hijo. Louise era la alegría de mi vida, verla acercarse a mí, verla sonreír, oírla cuando iba de un lado a otro por la casa.

Guardó silencio y miró a Wallander con entereza pero, al mismo tiempo, con un destello retador en la mirada, como exigiendo una respuesta o, al menos, una reacción por parte de Wallander.

—Sí —convino éste—. Te creo. Estoy convencido de que dices la verdad.

Entonces, Håkan von Enke comenzó su relato.

—Bien, hemos de viajar a una época muy lejana. No existe razón alguna para que te refiera lo sucedido con todo lujo de detalles. Me llevaría demasiado tiempo y no es necesario. Pero sí hemos de retroceder hasta la década de los sesenta y de los setenta. Entonces yo estaba aún en activo a bordo de los buques de la Armada, entre otros y de forma periódica, como comandante de uno de los más modernos dragaminas suecos. Durante aquellos años, Louise era profesora. Dedicaba el tiempo libre a sus jóvenes atletas de salto de natación y, de vez en cuando, viajaba a la Europa del Este, en especial a la República Democrática Alemana, que por aquel entonces estaba dando una gran cantidad de jóvenes atletas de talento. En la actualidad sabemos que se debía a la mezcla de un programa de entrenamiento insensato, casi esclavo, y al uso de diversos preparados químicos. A finales de los años setenta me trasladaron a los servicios administrativos de la Armada y me destinaron a la más alta unidad operativa militar de la Armada Sueca. El nuevo puesto implicaba mucho trabajo, también fuera del despacho. Varios días a la semana llegaba a casa con documentos secretos. Yo tenía una caja fuerte donde guardar las armas, pues también cazaba, principalmente ciervos, aunque también participé en alguna que otra cacería de alce. Como te digo, tenía bajo llave mis armas y la munición, y allí dejaba el maletín con los documentos por la noche, o cuando Louise y yo salíamos al teatro o a cenar.

Se interrumpió en este punto, sacó la bolsita de té de la taza y la dejó en un platillo, antes de proseguir:

—¿Cuándo se da uno cuenta de que algo no va bien? ¿Cuándo detecta los signos casi invisibles de que algo ha cambiado o se ha alterado? Supongo que tú, como policía, debes de haberte visto a menudo en situaciones en las que has percibido ese tipo de señales vagas. Una mañana, cuando iba a abrir la caja fuerte, noté algo extraño. Aún puedo evocar la sensación. Iba a sacar el maletín marrón cuando me detuve. ¿De verdad que lo había dejado así? Algo en la cerradura y en la dirección de la manivela me hizo dudar, pero no más de cinco segundos. Luego deseché la idea. Solía comprobar que todos los documentos estuviesen en su lugar. Aquella mañana no fue ninguna excepción. Y no volví a pensar en el asunto. Me tengo por buen observador y por hombre de buena memoria, al menos así era entonces. Al envejecer, todas las capacidades se ven mermadas y uno no puede sino asistir indefenso al espectáculo de la degradación. Tú eres mucho más joven que yo, pero quizás ya tengas alguna experiencia en este sentido.

—Sí, la vista —admitió Wallander—. Cada dos años más o menos, tengo que cambiarme las gafas de cerca. Y me temo que el oído tampoco es tan bueno como antes.

—Ya, el sentido que mejor se defiende de la edad es el olfato. Es el único de mis sentidos que aún parece intacto. Para mí hoy el aroma de las flores es tan perceptible como lo era antaño.

Guardaron silencio un instante. Wallander percibió un ruidito en la pared que se alzaba a su espalda.

—Ratones —declaró Von Enke—. Cuando llegué aquí, aún hacía frío. A ratos, el soniquete de tanto roedor por las paredes me resultaba infernal. Pero, en fin, algún día dejaré de oír los movimientos de los ratones por debajo del suelo.

—No quiero interrumpir tu relato —le dijo Wallander—. Pero, la mañana que desapareciste, ¿te viniste aquí directamente?

—Vinieron a buscarme.

—¿Quién?

Von Enke meneó la cabeza, no quería responder a esa pregunta. Wallander no insistió.

—Vuelvo a la caja fuerte —dijo Von Enke—. Unos meses después me pareció notar por segunda vez que alguien había tocado el maletín, que no estaba como lo dejé. Naturalmente, una vez más me dije que eran figuraciones mías, pues los documentos que contenía no aparecían ni mezclados ni alterados en modo alguno. Sin embargo, en aquella segunda ocasión, empecé a preocuparme. Las llaves de la caja fuerte estaban bajo una balanza de cartas que había sobre mi escritorio. La única que sabía dónde las escondía era Louise, de modo que hice lo que hay que hacer cuando algo te preocupa.

—¿El qué?

—Le pregunté directamente. Ella estaba desayunando en la cocina.

—¿Y qué te dijo?

—Que no. Y me hizo a su vez la pregunta lógica de por qué iba a interesarle a ella mi caja fuerte. Yo creo que a ella no le gustaba que tuviese armas en casa, aunque nunca hizo el menor comentario al respecto. Recuerdo que bajé avergonzado al coche militar que me aguardaba en la puerta: el puesto que ocupaba entonces me daba derecho a un chófer militar.

—¿Qué sucedió después?

Wallander notó que sus preguntas incomodaban a Von Enke, que deseaba establecer personalmente el ritmo y el compás. Wallander alzó las manos en señal de disculpa, como para indicarle que no volvería a interrumpirlo.

—Estoy convencido de que Louise me había dicho la verdad. Sin embargo, seguí teniendo la sensación de que alguien cambiaba la posición del maletín y de los documentos. Muy a disgusto, empecé a colocar pequeñas trampas imperceptibles. Por ejemplo, desordenaba conscientemente algunos papeles, dejaba un cabello en la cerradura del maletín, una mancha de grasa en el asa… Ni que decir tiene que lo más complicado era adivinar el móvil. ¿Qué interés podía tener Louise en mis papeles? No me cabía en la cabeza que lo hiciese por pura curiosidad, o por celos, pues ella sabía que no tenía motivo alguno para ello. Transcurrió un año antes de que me plantease si lo impensable no sería, después de todo, posible. —Von Enke hizo una breve pausa, antes de continuar—. ¿Estaría Louise en contacto con alguna potencia extranjera? A mí me parecía del todo inverosímil por una razón muy sencilla. Salvo en rarísimas ocasiones, los documentos que yo llevaba a casa eran de tal naturaleza que difícilmente podrían ser de interés para los servicios de inteligencia de otro país. Sin embargo, no me libraba de mi inquietud. Me di cuenta de que empezaba a desconfiar de mi esposa, a sospechar de ella sin más prueba que vagas intuiciones y algún cabello desaparecido. Finalmente, y eso fue ya a finales de los años setenta, decidí averiguar de una vez por todas si mis sospechas sobre Louise eran o no justificadas.

Von Enke se levantó y rebuscó en un rincón de la habitación que estaba lleno de mapas enrollados. Volvió y extendió sobre la mesa una carta de navegación de la parte central del mar Báltico y le puso unas piedras en las esquinas.

—Otoño de 1979 —declaró—. Los meses de agosto y septiembre, para ser exactos. Íbamos a realizar las maniobras habituales de la temporada, que implicaban a la mayor parte de los buques de la flota. Aquellas prácticas no tenían nada de especiales. Sucedió durante mi servicio en el Estado Mayor y debía asistir como observador. Aproximadamente un mes antes de que comenzasen las maniobras, una vez elaborados todos los planes y calendarios, las rutas de navegación establecidas y todos los buques destacados en los correspondientes lugares de actuación, elaboré mi propio plan. Redacté un documento que yo mismo sellé como secreto. Incluso se lo di a firmar al comandante en jefe sin que él lo supiera, por supuesto. Incluí un elemento absolutamente secreto de las prácticas, el momento en que uno de nuestros submarinos debía ejercitarse en una compleja operación de aprovisionamiento de combustible gracias a una nave dirigida por radar. Todo era pura invención, pero no del todo imposible de imaginar como real. En aquel documento describí con toda exactitud la posición y la hora del ejercicio práctico. Sabía que el caza
Småland
, donde se encontraban los observadores, estaría muy cerca a la hora fijada. Me llevé a casa aquel documento, lo guardé en la caja fuerte y, cuando me fui al despacho por la mañana, lo dejé bien escondido en mi escritorio. Durante varios días repetí el procedimiento. La semana siguiente guardé el documento en una caja de seguridad del banco, alquilada exclusivamente para aquel fin. Dudé si destruirlo, pero comprendí que podría necesitarlo como prueba. Durante el mes antes de las maniobras empezó el peor período de mi vida. Ante Louise debía comportarme como si nada hubiera ocurrido, cuando le había preparado una trampa que nos destrozaría a los dos si se confirmaban mis temores.

Señaló la carta marítima con el índice. Wallander se inclinó y vio que indicaba un punto al nordeste de la isla Gotska Sandön.

—Allí tendría lugar el imaginario encuentro entre el submarino y el inexistente buque nodriza. En un lugar situado fuera de la zona exacta de las maniobras. El hecho de que, a cierta distancia, los buques rusos siguiesen nuestros movimientos no era en modo alguno extraordinario. También nosotros supervisábamos las prácticas del Pacto de Varsovia, nos manteníamos a una distancia discreta y prudente, en absoluto provocadora. Elegí justo aquel lugar para el encuentro ficticio porque el Jefe del Estado Mayor debía desembarcar en Berga por la mañana, de modo que el caza estaría en el lugar adecuado, rumbo a la zona de prácticas, cuando se produjese mi supuesta operación.

—No quisiera interrumpirte —observó Wallander—, pero dime, ¿realmente era posible observar un horario tan exacto, con tantos buques implicados?

—Era una parte del objetivo de la maniobra. Para la guerra no sólo se necesita dinero, sino también una buena dosis de puntualidad.

Se oyó un golpe en el tejado y Wallander dio un respingo, pero Håkan von Enke no reaccionó en absoluto.

—Una rama —explicó brevemente—. A veces caen golpeando el tejado. Yo me ofrecí a cortar personalmente ese roble seco y muerto, pero no hay ninguna motosierra en la isla. El tronco es muy grueso, calculo que ese roble echó raíces aquí durante el siglo XIX.

Von Enke continuó su descripción de los sucesos acontecidos a finales de agosto de 1979.

—Las maniobras de otoño se vieron aderezadas con un ingrediente adicional que nadie había planeado. Al sur de Estocolmo, el Báltico se vio azotado por una fuerte tormenta de componente sudoeste, de la cual los meteorólogos no lograron prevenirnos con la suficiente claridad y antelación. Uno de nuestros submarinos, bajo el mando de Hans-Olov Fredhäll, uno de nuestros comandantes más jóvenes y hábiles, sufrió una avería en los timones y tuvo que ser remolcado al golfo de Bråviken y quedarse al abrigo hasta que pudimos llevarlo de vuelta a la isla de Muskö. La dotación no debió de pasarlo muy bien durante la tormenta. Los submarinos pueden balancearse de forma muy violenta. Por si fuera poco, una corbeta presentó una fuga cerca de Hävringe. La dotación tuvo que ser evacuada a otro buque, pero la corbeta no llegó a hundirse. Pese a todo, la mayor parte de las maniobras se llevarían a cabo tal y como se había planeado. El viento empezó a soplar con menos intensidad cuando llegó el día de iniciar la última fase de las prácticas. No me importa admitir que estuve inquieto y prácticamente no dormí los días previos al supuesto encuentro del submarino y la moderna nave nodriza, pero nadie pareció pensar que me comportase de un modo extraño. Dejamos al jefe del Estado Mayor, que se mostró satisfecho con lo visto. El comandante del
Småland
ordenó, de forma inesperada y repentina, avanzar a la mayor velocidad posible, con la idea de comprobar que su nave estaba en perfectas condiciones. Por un instante me preocupó que dejáramos atrás demasiado pronto el lugar del encuentro ficticio, pero el oleaje hizo que la velocidad del caza no superase la que yo había calculado. Pasé toda la mañana en el puente de mando. A nadie le extrañó, puesto que yo mismo me contaba entre los mandos. El capitán había cedido la responsabilidad de la nave a su segundo, Jörgen Mattsson. Eran las diez menos cuarto de la mañana. Fue Mattsson quien, de repente, me pasó sus prismáticos y me señaló el punto previsto por mí. Llovía y todo estaba envuelto en una densa bruma, pero no me cupo la menor duda de qué fue lo que descubrió. Delante de nosotros, a babor, había dos pesqueros, equipados con todo el instrumental de vigilancia y las antenas con que, según sabíamos, contaban los buques de observación de la marina rusa. Estábamos convencidos de que no habría un solo pescado en su bodega. En cambio, la embarcación estaría, sin asomo de duda, llena de técnicos soviéticos dedicados a interceptar nuestra comunicación por radio. Quizá deba añadir que, en aquellos momentos, nos hallábamos en aguas internacionales. O sea, les estaba permitido transitar la zona.

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