—Bueno, no respondía a ningún plan, fue más bien un arrebato. A veces, yo mismo me sorprendo de las decisiones que puedo tomar de repente en un momento dado. Supongo que a ti te ocurre otro tanto, ¿no? Todo aquello me resultaba muy desagradable. Cumplía setenta y cinco años y estaba en una fiesta que, en realidad, no quería celebrar. Me entró una especie de pánico, me figuro.
—Después pensé que, en cierto modo, había una especie de mensaje oculto en cuanto dijiste aquella noche, ¿me equivoco?
—No, no lo había. Sencillamente quería hablar. Quizá para comprobar si más adelante me atrevería a confiarte mi secreto, el hecho de que, seguramente, estaba casado con una mujer que había traicionado a su país.
—¿Y no tenías a nadie más con quien hablar, salvo yo? Por ejemplo, Sten Nordlander, tu mejor amigo.
—La sola idea de revelarle mi desgracia me avergonzaba.
—¿Y qué me dices de Steven Atkins? A él le habías hablado incluso de tu hija.
—Sí, pero estaba borracho cuando lo hice. Fue un día que los dos bebimos un montón de whisky. Luego me arrepentí de habérselo contado y pensé que lo habría olvidado, pero es evidente, por lo que me dices, que no fue así.
—Dio por hecho que yo lo sabía.
—¿Qué dicen mis amigos de mi desaparición?
—Están preocupados. Muy afectados. El día que comprendan que has estado escondido se enfurecerán, sin lugar a dudas. Sospecho que perderás su amistad. Lo cual, por cierto, me lleva a la siguiente pregunta: ¿por qué despareciste?
—Me sentía amenazado. El hombre que me espiaba al otro lado de la valla de Djursholm fue una especie de prólogo. De repente empecé a intuir sombras por todas partes, adonde quiera que fuese. Nunca me había sentido así con anterioridad. Recibía llamadas telefónicas muy extrañas. Era como si siempre supieran dónde me encontraba. Un día en que fui a visitar el museo de historia marina Sjöhistoriska Museet, un conserje se me acercó y me dijo que tenía una llamada. La atendí y un hombre que hablaba sueco con acento extranjero me hizo una advertencia. No aclaró con respecto a qué, sólo que me anduviese con cuidado. Empezaba a ser insoportable. Jamás había sentido un terror semejante. Estuve a punto de ir a la policía y denunciar a Louise. Pensé incluso en enviar una carta anónima. Al final, no pude más. Arreglé lo de la cabaña. Eskil vino a Estocolmo y me recogió delante del complejo deportivo de Stadion durante mi paseo matinal. Desde entonces y salvo el viaje a Copenhague, no me he movido de aquí.
—A mí me sigue resultando incomprensible que nunca le desvelaras a Louise unas sospechas que se habían convertido en certezas. ¿Cómo podías vivir con una espía?
—Bueno, en realidad, no es cierto eso que dices. Me enfrenté a ella. En dos ocasiones. La primera vez, el año que murió Olof Palme. Claro que no tenía nada que ver con eso, pero fueron tiempos revueltos. Yo hablaba a veces precisamente de eso con mis colegas, mientras tomábamos café les decía que un espía arrasaba entre nosotros. Era una situación horrenda, estar mordisqueando un bollo mientras deliberaba sobre un posible espía que quizás era mi propia esposa.
Wallander sufrió un ataque de estornudos. Håkan von Enke aguardó mientras se le pasaba.
—El verano de 1986 me enfrenté a Louise —continuó Von Enke—. Habíamos ido a la Riviera con unos amigos, el capitán de fragata Friis y su mujer, con los que solíamos jugar al bridge. Nos alojábamos en el hotel Menton. Una noche cenamos solos, pues las hijas de los Friis habían ido a verlos unos días. Después de la cena fuimos a dar un paseo por la ciudad. De repente me detuve y le pregunté directamente. En realidad no lo había preparado, me salió del alma, por así decirlo. Me coloqué delante de ella y le lancé la pregunta. Si era una espía. Ella se indignó en un primer momento, se negó a responder e incluso alzó la mano como para golpearme. Luego se contuvo y respondió con calma que, por supuesto, no lo era. ¿Cómo había podido ocurrírseme algo tan absurdo? ¿Qué iba ella a tener que contarle a una potencia extranjera? Recuerdo que sonrió, no me tomó en serio, de modo que me hizo sentir ridículo. Sencillamente, no podía creer que tuviese tal capacidad para fingir. Me disculpé y aduje que estaba cansado. El resto de aquel verano lo pasé convencido de que estaba equivocado, pero con el otoño volvieron mis sospechas.
—¿Qué ocurrió?
—Lo mismo, una vez más. Los documentos de la caja fuerte…, la sensación de que alguien había andado trasteando mi maletín.
—¿Notaste algún cambio en ella después de haberle confesado tus sospechas aquel verano?
Von Enke reflexionó antes de responder.
—Comprenderás que yo mismo me he hecho esa pregunta mil veces. A veces me parecía notarle algo diferente, otras no. Aún sigo sin estar seguro.
—¿Qué ocurrió la segunda vez que la pusiste contra la pared?
—Fue el invierno de 1996, justo diez años después. Estábamos en casa, desayunando. La nieve caía fuera y, de pronto, me preguntó por algo que, según ella, yo le había dicho en sueños durante la noche. Aseguró que la acusé de ser una espía.
—¿Y lo hiciste?
—No lo sé. Se supone que estaba dormido cuando lo dije, así que no me acordaba.
—¿Y qué le respondiste?
—Pues… le di la vuelta al razonamiento. Le pregunté si mi sueño era verdad.
—¿Y qué respondió?
—Me arrojó su servilleta y se marchó de la cocina. Tardó diez minutos en volver, recuerdo que miré el reloj. Nueve minutos y cuarenta y cinco segundos. Me pidió perdón, como de costumbre, y me explicó, «de una vez por todas», dijo, que no quería volver a oír hablar de esas sospechas mías. Que eran un sinsentido. Si repetía mis acusaciones debería suponer que estaba perturbado o que me estaba volviendo senil.
—¿Y qué pasó después?
—Nada, pero mis temores no desaparecían. Y los rumores sobre el espía que minaba los secretos de la defensa sueca continuaron circulando. Dos años después, la situación llegó a un extremo en que verdaderamente creí que estaba perdiendo la razón.
—¿Qué ocurrió?
—Un día, los servicios de seguridad militar me llamaron a interrogatorio. No tenían ninguna acusación concreta contra mí, pero durante un tiempo me incluyeron en el grupo de militares sospechosos de espionaje. Era una situación grotesca. Recuerdo que pensé que si era verdad que Louise se dedicaba a venderles secretos militares a los rusos, se había buscado la tapadera perfecta.
—¿Tú eras la tapadera?
—Exacto. Yo.
—Bien, ¿y qué pasó?
—Nada. Los rumores sobre el legendario espía iban y venían, unas veces con más insistencia, otras con menos. Fuimos muchos los citados a interrogatorio, incluso jubilados. Y yo siempre tenía la sensación de estar bajo vigilancia.
Von Enke se levantó, apagó las luces que aún estaban encendidas y descorrió algunas de las cortinas. Entre los árboles se atisbaba un alba grisácea sobre un mar igualmente gris. Wallander se acercó a una de las ventanas. Había empezado a soplar el viento y lo preocupaba la lancha. Håkan von Enke lo acompañó a comprobar las amarras. Unas ánades se balanceaban sobre las crestas de las olas. El sol se abría paso poco a poco por entre la neblina nocturna. El barco estaba donde lo dejó. Aunaron esfuerzos y arrastraron la proa más tierra adentro, entre las rocas.
—¿Quién mató a Louise? —preguntó Wallander una vez terminaron de poner la lancha a buen recaudo.
Håkan von Enke se dio la vuelta y lo miró a los ojos. Wallander se figuró que así, más o menos, habría mirado a Louise en la Riviera.
—¿Quién la mató? ¿Y a mí me lo preguntas? Sólo sé que no fui yo. Pero ¿qué dice la policía? ¿Y qué opinas tú?
—El policía de Estocolmo que lleva el caso me parece perspicaz, pero no sabe nada. O no sabe nada aún, debería añadir. No solemos rendirnos a la primera.
Regresaron a la cabaña en silencio, volvieron a ocupar sus posiciones en torno a la mesa y continuaron la conversación.
—Hemos de empezar por el principio —señaló Wallander—. ¿Por qué desapareció ella después de ti? La hipótesis más lógica para quienes lo vivimos desde fuera era, claro está, que lo habíais acordado.
—Pues no fue así. Yo supe que ella había desaparecido por los periódicos. Para mí fue un shock.
—En otras palabras, ella no conocía tu paradero, ¿no es así?
—No.
—¿Cuánto tiempo pensabas mantenerte oculto?
—Necesitaba estar tranquilo, pensar. Además, me habían amenazado con matarme y tuve que buscar una salida.
—Yo vi a Louise en varias ocasiones. Y estaba sincera y profundamente preocupada por lo que hubiera podido sucederte.
—Te engañó a ti igual que a mí.
—Puede que no, puede que te amase tanto como tú a ella, ¿no crees?
Von Enke no respondió, meneó la cabeza sin pronunciar palabra.
—¿Y te dio resultado? —preguntó Wallander—. ¿Hallaste una salida?
—No.
—Todo este tiempo te lo debes de haber pasado pensando, cavilando insomne en esta cabaña. Te creo cuando dices que amabas a Louise y, aun así, no abandonaste tu escondite cuando murió. Lo lógico sería que tu vida hubiese dejado de correr peligro entonces, ¿no? Sin embargo, seguiste escondido y no me cuadra.
—He perdido cerca de diez kilos desde que murió. Me cuesta comer y apenas duermo. Intento comprender lo sucedido pero no lo consigo. Es como si para mí Louise se hubiese convertido en un ser extraño. Ignoro con quién se encontró y qué la llevó a la muerte. No tengo respuestas a ese enigma.
—¿A ti te dio alguna vez la impresión de que estuviese asustada?
—Jamás.
—Puedo contarte algo que no han dicho los periódicos, algo que la policía, hasta ahora, no ha querido revelar.
Wallander lo puso al corriente de las sospechas abrigadas por la policía de que era probable que Louise hubiese sido asesinada con un veneno utilizado antiguamente en la Alemania Oriental.
—Seguro que tienes razón —concluyó Wallander—. En algún lugar del camino tu mujer se convirtió en agente de los servicios secretos soviéticos. Era lo que tú sospechabas. La espía de la que hablaban los rumores.
Von Enke se levantó bruscamente y salió de la cabaña. Wallander aguardó. Después de un buen rato empezó a preocuparse y salió a buscarlo. Lo encontró tumbado entre las rocas, en la orilla de la isla que daba al mar abierto. Wallander se sentó a su lado en una roca.
—Tienes que volver —le dijo—. Las cosas nunca se esclarecerán si sigues escondiéndote aquí.
—¿Y si me espera el mismo veneno que a Louise? ¿De qué servirá que yo muera también?
—De nada, pero la policía dispone de recursos para protegerte.
—He de hacerme a la idea de que, pese a todo, yo tenía razón. Debo intentar comprender por qué y cómo hizo lo que hizo. Entonces estaré en condiciones de volver.
—Será mejor que no tardes demasiado —observó Wallander poniéndose de pie.
Volvió a la cabaña y se puso a preparar café. Se sentía embotado después de aquella noche tan larga. Cuando volvió Håkan von Enke, ya se había tomado dos tazas.
—Hablemos de Signe —propuso Wallander—. Fui a verla y encontré en su habitación el archivador que habías escondido entre sus libros.
—Amo a mi hija, pero la visitaba a escondidas. Louise nunca supo que iba a verla.
—O sea, que eras el único que ibas a verla, ¿no?
—Así es.
—Pues te equivocas. Después de tu desaparición fue a visitarla otra persona, al menos en una ocasión. Se presentó como tu hermano.
Håkan von Enke meneó la cabeza con incredulidad.
—Yo no tengo hermanos. Tengo un familiar que vive en Inglaterra, eso es todo.
—Te creo —dijo Wallander—. No sabemos quién fue a ver a tu hija, lo cual seguramente significa que todo es más complicado de lo que ni tú ni yo hemos podido prever.
Wallander tomó conciencia de que Von Enke había cambiado de actitud. Ninguno de los temas abordados hasta el momento había provocado en él tanta inquietud como la noticia de que otra persona hubiese visitado a Signe en la residencia de Niklasgården.
Eran casi las seis y su larga conversación nocturna había llegado a su fin. Ninguno de los dos tenía fuerzas para continuar.
—Me voy —anunció Wallander—. Por ahora soy el único que conoce tu paradero. Pero no puedes posponer tu regreso eternamente. Además, seguiré importunándote con preguntas. Piensa en quién puede haberse dejado caer por Niklasgården. Alguien ha debido de seguirte, pero ¿quién? Y, ¿por qué? Esta conversación debe continuar.
—Diles a Hans y a Linda que estoy bien. No quiero que se preocupen. Diles que te he escrito.
—Les diré que me has llamado por teléfono. Linda exigiría ver la carta.
Bajaron juntos hasta la lancha y juntos la arrastraron hasta el agua. Antes de salir de la cabaña, Wallander anotó el teléfono de Von Enke, aunque éste le advirtió que la cobertura solía fallar en Blåskär. El viento había arreciado y Wallander empezaba a preocuparse por la travesía de regreso. Subió a la lancha y echó el motor al agua.
—Tengo que saber lo que le pasó a Louise –—le dijo Von Enke—. Tengo que saber quién la mató y por qué decidió traicionar a su país.
El motor arrancó al primer tirón. Wallander lo saludó con la mano y viró para orientar la popa a tierra. Justo antes de virar por la bahía de Blåskär, volvió la vista atrás. Håkan von Enke seguía en la playa.
Y en ese instante, Wallander tuvo el presentimiento de que algo no iba bien. Ignoraba por qué, pero ahí estaba la sensación, intensa y pertinaz.
Llegó al golfo, devolvió la lancha y empezó el viaje de regreso a Escania. Se detuvo a dormir unas horas en un aparcamiento de Gamleby.
Cuando se despertó tenía el cuerpo entumecido. Y aquel presentimiento pervivía en él. Tras la noche interminable compartida con Von Enke, sólo había un detalle que lo seguía atormentando.
Era como una advertencia. Algo que no encajaba en absoluto, algo que había pasado por alto.
Cuando, muchas horas después, tomó la curva para entrar en la explanada de su casa, aún no era capaz de identificar qué se le habría pasado por allí.
Y pensó: «Nada es lo que parece ser.»
Al día siguiente, Wallander redactó un resumen de la larga conversación mantenida con Håkan von Enke. Una vez más, revisó todo el material y la información recabados. Louise continuaba apareciendo en ellos como un ser absolutamente anónimo. Si era cierto que le había vendido información a los rusos, había sabido esconderse con habilidad tras una máscara anodina y escurridiza. ¿Quién era Louise, en realidad?, se preguntaba Wallander. Quizá pertenecía a esa clase de personas que sólo después de muertas uno llega a comprenderlo.