—¿Quieres decir que esperaban ver un submarino y una nave nodriza de características especiales?
—Por supuesto, aunque Mattsson no tenía la menor idea de ello. «¿Qué hacen tan cerca de nuestra zona de maniobras?», me preguntó. Aún recuerdo lo que le contesté: «Puede que se trate de auténticos pesqueros». Pero a Mattsson no le hizo ninguna gracia. Llamó al capitán, que acudió al puente de mando. El caza fondeó mientras informábamos de la presencia de los pesqueros. Al cabo de unos minutos apareció un helicóptero que sobrevoló la zona durante un rato, hasta que los dejamos en paz y continuamos. Para entonces, yo ya había abandonado el puente y bajé al camarote que ocuparía durante las maniobras.
—Ya…, porque descubriste algo que no deseabas saber, ¿no es eso?
—Aquello me puso enfermo. Ni en la travesía más accidentada me había sentido tan mal. Vomité nada más entrar en el camarote. Luego me tumbé en la cama pensando que nada volvería a ser como antes. No existía otra posibilidad: el documento falsificado por mí había ido a parar a manos enemigas gracias a la intervención de mi esposa. No cabe duda de que podía tener un cómplice, y eso era lo que yo deseaba, en el fondo, que no fuese ella el enlace directo con la inteligencia extranjera, sino más bien la ayudante de un espía que sí tendría control sobre los principales contactos. Pero ni siquiera tenía fuerzas para creerme eso. Investigué su vida hasta el mínimo detalle. No se veía con nadie de forma periódica. Seguía sin tener idea de cómo lo hacía, ni siquiera sabía cómo había copiado el documento falso que pergeñé, si lo fotografió o si lo copió a mano. O incluso si lo habría memorizado. Además, ¿cómo habría pasado la información? Otra cuestión por resolver era, claro está, de dónde obtenía toda la información secreta. El pobre contenido de mi caja fuerte no podía bastar. ¿Con quién colaboraba? No lo sabía pese a que durante más de un año dediqué todo mi tiempo libre a intentar averiguar qué estaba pasando. En cualquier caso, tuve que rendirme a la evidencia. Allí tendido en el camarote, sintiendo las vibraciones de las máquinas, me dije que no tenía escapatoria. Me vi obligado a admitir que estaba casado con una mujer a la que no conocía. Lo que a su vez implicaba, en cierto modo, que tampoco me conocía a mí mismo. ¿Cómo había podido equivocarme tanto?
Håkan von Enke se levantó y volvió a enrollar la carta marítima. Cuando la dejó en la estantería, abrió la puerta y salió. Lo que Wallander acababa de oír no había calado aún en su conciencia. Resultaba demasiado complejo y sus consecuencias demasiado graves. Por otro lado, aún había demasiadas preguntas que precisaban respuesta. Von Enke volvió adentro, cerró la puerta y comprobó que tenía la bragueta cerrada.
—Me has hablado de acontecimientos de hace veinte años —observó Wallander—. Eso es mucho tiempo. ¿Por qué ha pasado lo que ha pasado ahora?
De pronto, Håkan von Enke se mostró reacio, furioso al responder:
—¿Qué te dije cuando empezamos esta conversación? ¿Lo has olvidado? Te dije que amaba a mi mujer. Eso era algo que no podía cambiar, con independencia de lo que hubiese hecho.
—Ya, pero, le pedirías explicaciones, ¿no?
—¿Tú crees?
—Bueno, por un lado, había atacado a nuestro país, pero además te había engañado a ti. Te robó documentos secretos. Me resulta imposible creer que pudieras seguir viviendo con ella sin revelarle lo que sabías.
—¿No crees que pudiera?
A Wallander le costaba creer que fuese cierto lo que le daba a entender Von Enke. Pero aquel hombre que hacía girar entre sus manos la taza de té ya vacía parecía convincente.
—¿Insinúas que no le dijiste nada?
—Jamás.
—¿Nunca, en ningún momento? Eso no es lógico.
—Pues es lo que hice. Dejé de llevarme a casa documentación secreta. No fue una medida que tomase de forma drástica, al cambiar de destino, era normal que mi maletín estuviese vacío por las noches.
—Pero… ¡debió de notar algo! Lo contrario me parece inverosímil.
—Bueno, yo nunca le noté nada. Siguió comportándose como siempre. Unos años después empecé a pensar que todo fue una pesadilla, pero claro, quizá me equivoco. Ella pudo muy bien darse cuenta de que la había descubierto. En ese caso, ambos compartimos un secreto sin estar seguros de si el otro lo conocía o no. Y así fue hasta que un buen día todo cambió.
Wallander intuía, sin saberlo, a qué aludía su interlocutor.
—¿Te refieres a los submarinos?
—Así es. Ya habían empezado a circular rumores de que el Estado Mayor sospechaba de la existencia de un espía en el seno de la defensa sueca. Las primeras señales de alarma se produjeron gracias a las declaraciones que hizo en Londres un agente tránsfuga ruso. En el Ministerio de Defensa sueco había un espía que los rusos tenían en muy alta estima. Una persona que no pertenecía al montón, que dominaba el arte de llegar a los puestos más importantes de los servicios secretos. Wallander negó despacio con la cabeza.
—Me cuesta comprenderlo —admitió—. Un espía en el seno de la defensa sueca. Tu mujer era profesora y, en su tiempo libre, entrenaba a jóvenes promesas del salto de natación. ¿Cómo conseguía documentación secreta del ejército si tú llevabas a casa el maletín vacío?
—Creo recordar que el tránsfuga ruso se llamaba Ragulin. Uno de los muchos que hubo por aquella época. A veces nos costaba distinguirlos. Ni que decir tiene que él ignoraba el nombre u otras características de aquella persona que los rusos casi adoraban. Pero sí sabía una cosa, un detalle, si se quiere, que cambió todo el panorama de un modo radical. Y lo cambió también para mí.
—¿Qué?
Håkan von Enke dejó la taza vacía sobre la mesa. Se diría que fuese a tomar impulso. Por su parte, Wallander recordó lo que Herman Eber le dijo sobre otro ruso tránsfuga, el espía llamado Kirov.
—Sabía que era una mujer —declaró al fin—. Ragulin había oído decir que el espía sueco era una mujer.
Wallander no pronunció una palabra.
Los ratones roían afanosos las paredes de la cabaña.
Sobre el alféizar de una ventana había una botella con un barco a medio terminar. Wallander lo advirtió la segunda vez que Håkan von Enke se levantó de la mesa para salir. Era como si lo atormentase de forma indecible haberle confesado a otra persona que su esposa era espía. Wallander vio que le brillaban los ojos cuando, de pronto, se excusó y volvió a salir. Dejó la puerta abierta. Fuera ya había empezado a clarear, de modo que ya no corrían el riesgo de que alguien viese que había luz en la cabaña. Cuando Von Enke entró de nuevo, Wallander aún estaba contemplando el bello trabajo de lo que llegaría a ser un barco en una botella.
—La
Santa María
—dijo Von Enke—. Una de las carabelas de Colón. Me ayuda a ahuyentar los pensamientos. Aprendí a hacerlos de un viejo maquinista jefe, empleado fijo, que empezó a tener problemas con el alcohol. Ya no podían mantenerlo a bordo, de modo que el hombre se trasladó a Karlskrona, donde se dedicó a hablar mal de todo y de todos. Pero curiosamente conocía la técnica de construir barcos y meterlos en una botella, pese a que, por lógica, las manos debían de temblarle muchísimo. Y yo nunca tuve tiempo de dedicarme a ello hasta que llegué a la isla.
—Una isla sin nombre —observó Wallander.
—Yo la llamo Blåskär. De algún modo ha de llamarse. Ya hay dos islas que se llaman Blåkulla y Blå Jungfrun.
Volvieron a sentarse a la mesa. Como por un acuerdo tácito, ambos tenían claro que el sueño tendría que esperar. Habían comenzado una conversación que debían continuar. Håkan von Enke aguardaba sus preguntas. Y Wallander empezó por lo que para él fue el punto de partida.
—En tu cumpleaños… Tú querías hablar conmigo, pero aún no tengo claro por qué decidiste contarme todo aquello a mí, precisamente. Por otro lado, tampoco llegamos a ninguna conclusión. Hubo muchas cosas que no comprendí entonces y que aun hoy sigo sin comprender.
—Pensé que tú debías saberlo. Mi hijo y tu hija, nuestros únicos hijos, van a vivir juntos el resto de sus vidas, o al menos eso espero.
—No —objetó Wallander—. Ésa no es razón suficiente. Existía otro motivo, estoy convencido de ello. Además, me indignó bastante que no me contases toda la verdad, si he de serte sincero.
Von Enke lo miró extrañado.
—Louise y tú tenéis una hija —dijo Wallander—. Signe, que pasa sus días en la residencia de Niklasgården. O sea, que incluso sé dónde se encuentra. Y de ella no me dijiste una palabra. Ni siquiera tu hijo sabía de su existencia.
Håkan von Enke se quedó mirándolo fijamente, como paralizado en la silla. «Este hombre no está acostumbrado a que lo sorprendan», concluyó Wallander. «Pero ahora está perplejo.»
—He estado allí —continuó Wallander—. Y la he visto. Además, sé que la visitabas con regularidad. Incluso que estuviste allí el día antes de desaparecer. Claro que podemos elegir la opción de no decir la verdad, convertir a esta sociedad en un escenario donde no se ponen las cosas claras sino donde sólo se incrementa la oscuridad. La elección es nuestra. O, más bien, es tuya. Yo ya he elegido.
Wallander observó a Von Enke y se preguntó por qué seguía dudando.
—Sí, naturalmente, tienes razón —admitió Von Enke al final—. Es sólo que… estoy tan acostumbrado a negar la existencia de Signe…
—¿Por qué?
—Por Louise. Ella sentía una extraña culpa por Signe. Pese a que su minusvalía no fue consecuencia de una lesión en el momento del parto ni de nada que ella hubiese comido o bebido durante el embarazo. Jamás hablábamos de ella. Sencillamente, Signe no existía para Louise. Pero sí para mí. Me atormentaba no poder decírselo a Hans.
Wallander guardó silencio. De pronto, Håkan von Enke comprendió la razón.
—¿Se lo has contado? ¿Era necesario?
—Me habría resultado vergonzoso no haberlo informado de que tenía una hermana.
—¿Y cómo acogió la noticia?
—Con indignación, como era natural que hiciera. Se sintió engañado.
Håkan von Enke meneó la cabeza despacio.
—Le prometí a Louise que no rompería mi promesa.
—Pues es algo de lo que tendrás que hablar con él. O no. Lo cual me lleva a una pregunta totalmente distinta. ¿Qué hacías en Copenhague hace unos días?
La sorpresa de Håkan von Enke era sincera. Wallander sintió que ahora él tenía ventaja y la cuestión era cómo utilizarla para obligar al hombre que tenía enfrente a decir la verdad. Aún quedaban muchas preguntas por contestar.
—¿Cómo sabes que he estado en Copenhague?
—Por ahora, no pienso contestar a esa pregunta.
—¿Por qué?
—Porque la respuesta carece de importancia en estos momentos. Además, aquí soy yo quien hace las preguntas.
—¿He de interpretar que esto es un interrogatorio en regla?
—No, pero no olvides que, con tu desaparición, has expuesto a tu hijo, y a mi hija también, a una situación de tensión extrema. En realidad, me indigna pensar cómo te has comportado. Y el único modo que tienes de apaciguarme es responder a mis preguntas con la verdad.
—Lo intentaré.
Wallander volvió a tomar las riendas.
—¿Has tenido contacto con Hans?
—No.
—¿Fuiste a Copenhague para eso, para ponerte en contacto con él?
—No.
—¿Qué fuiste a hacer, entonces?
—Fui por algo de dinero.
—Pero, si acabas de decir que no te pusiste en contacto con Hans. Por lo que yo sé, él es quien gestiona el dinero que teníais Louise y tú.
—Teníamos una cuenta en el Danske Bank de la que sólo nosotros sabíamos. Después de mi jubilación, presté ciertos servicios de asesoría a un fabricante de sistemas de armamento para navíos civiles. El hombre me pagó en dólares. Desde luego, fue una especie de fraude a la autoridad fiscal.
—¿De qué sumas estás hablando?
—No veo qué interés puede tener eso, a menos que pienses denunciarme por un delito fiscal.
—Eres sospechoso de cargos más graves, pero contéstame.
—En torno a medio millón de coronas.
—¿Por qué elegisteis un banco danés para abrir esa cuenta?
—La corona danesa parecía estable.
—¿Y ésa fue la única razón por la que fuiste a Copenhague?
—Sí.
—¿Cómo llegaste allí?
—En tren, desde Norrköping, hasta allí fui en taxi. Eskil, al que ya conoces, me llevó en coche a Fyrudden. Y me recogió a la vuelta.
Wallander no halló por el momento ninguna razón para desconfiar de lo que acababa de oír.
—En otras palabras, Louise conocía la existencia de ese dinero negro, ¿no es cierto?
—Ella tenía acceso al dinero tanto como yo. Y ninguno de los dos nos sentíamos culpables. Ambos éramos de la opinión de que la presión fiscal en Suecia es demasiado alta.
—¿Para qué necesitabas el dinero?
—Porque se me acabó el que tenía. Por espartano que sea el modo de vida, siempre se necesita dinero.
Wallander dejó el asunto del viaje a Copenhague para otro momento y volvió a la noche de Djursholm.
—Hay algo que quiero saber y que sólo tú puedes explicarme. Cuando estábamos en la terraza, viste a un hombre a mi espalda. Admito que le he dado muchas vueltas a aquello, ¿quién era?
—No lo sé.
—Pero…, te inquietó verlo, ¿no es así?
—Me asustó.
Aquella respuesta resonó como un rugido. Wallander decidió ir con más cautela. Al fin y al cabo, aquella huida, el estar escondido tanto tiempo, podría haber supuesto una presión demasiado insoportable para Von Enke. Y decidió continuar con más miramiento.
—¿Quién crees que era?
—Ya te he dicho que no lo sé. Y tampoco importa. Para mí, su presencia era un recordatorio. O eso creo yo.
—¿Un recordatorio de qué? Por favor, no hagas que tenga que sonsacarte la más mínima información.
—Bueno, supongo que los contactos de Louise se dieron cuenta, aunque no sé cómo, de que yo sospechaba de ella. Puede que incluso ella misma les hubiese dicho que yo había descubierto lo que estaba pasando. Ya me había ocurrido con anterioridad, me sentía vigilado, pero nunca de forma tan manifiesta como aquella noche en Djursholm.
—O sea, ¿crees que te espiaban?
—No constantemente, pero a veces notaba que alguien me seguía.
—¿Desde cuándo?
—No lo sé. Puede que llevasen mucho tiempo haciéndolo sin que yo me hubiese percatado, años, quizá.
—Bien, dejemos la terraza y vayamos a la sala sin ventanas —propuso Wallander—. Querías que nos retirásemos a un lugar apartado, querías hablar conmigo. Pero aún no sé por qué me elegiste a mí de padre confesor.