«Eso es lo que debo buscar», resolvió Wallander. «Un escondite. La cuestión es si Ytterberg piensa como yo o si él juega con otro tipo de piezas». Tomó el auricular y marcó el número. Había empezado a llover con más fuerza, una lluvia torrencial que repiqueteaba contra las ventanas. Ytterberg respondió por fin, pero la conexión no era muy buena, pues el colega se encontraba en la calle.
—Estoy en la terraza de un restaurante —le explicó Ytterberg—. Justo me disponía a pagar. ¿Puedo llamarte cuando haya terminado?
Ytterberg lo llamó veinte minutos después, cuando ya se encontraba en el despacho de Bergsgatan.
—Yo soy de los que piensan que resulta fácil volver al trabajo después de unas vacaciones —dijo Ytterberg cuando Wallander le preguntó cómo se sentía en los primeros días de vuelta al trabajo.
—Pues para mí no es así en absoluto —respondió Wallander—. Volver significa llegar a un escritorio atestado de papeles que otros han dejado allí con joviales mensajes de colorines sobre sus halagüeñas vacaciones.
Wallander empezó por contarle su encuentro con Herman Eber. Ytterberg lo escuchó atento y le hizo varias preguntas. Luego le habló del regreso de Håkan von Enke. Además, le dijo lo que le había contado Linda, más convencido que antes de que su hija no se había equivocado. De modo que cuando Ytterberg le preguntó, no vaciló al responder.
—¿Crees que tu hija se confundió?
—No. Pero entiendo que preguntes, es una extraña casualidad.
—¿No cabe la menor duda de que era él?
—No, conozco a mi hija. Si dice que era él, es así. No un doble ni nadie que se le pareciese, sino Håkan von Enke en persona.
—¿Qué dice tu yerno?
—Von Enke no ha ido a Copenhague para verlo a él. Y por ahora no hay razón alguna para dudar de ello.
—Pero ¿tú crees que es lógico que no se haya puesto en contacto con su hijo?
—Yo no sé qué es lógico y qué no lo es, pero dudo que Hans sea tan necio como para intentar engañar a Linda.
—¿No es capaz de engañar a su pareja o de engañar a tu hija?
—Bueno, ante todo, a la mujer con la que tiene una hija. Si es que cabe establecer alguna diferencia.
Estuvieron hablando un rato sobre lo que podía significar el regreso de Von Enke. Para Ytterberg implicaba, ante todo, que debía considerar de qué modo podría haber estado implicado en la muerte de su esposa.
—No sé qué habrás pensado tú —dijo Ytterberg—. Yo, en el fondo, me había hecho a la idea de que él también estaba muerto. Al menos desde que apareció el cadáver de su esposa en Värmdö.
—Yo he estado dudando —confesó Wallander—. Pero lo más probable es que si hubiese tenido la responsabilidad del caso, hubiese pensado como tú.
Wallander le expuso brevemente pero con detalle sus ideas sobre el escondite de Von Enke.
—Los documentos secretos que hallamos en el bolso de Louise me llevan a pensar que, puesto que Von Enke se mantiene oculto, también él está implicado, que han estado trabajando juntos.
—¿Cómo espías?
—De ser así, no sería el primer caso de marido y mujer que se dedican al espionaje en este país. Aunque sólo uno esté directamente implicado.
—¿Estás pensando en Stig Bergling y su esposa?
—¡Claro! ¿En quién si no?
Wallander pensó que Ytterberg caía de vez en cuando en un tono arrogante que, en condiciones normales, Wallander no habría tolerado. Si en la comisaría de Ystad alguien le hiciese una pregunta irónica, se enfurecería. En esta ocasión lo dejó pasar pues, seguramente, Ytterberg no era consciente de la impresión que podía llegar a causar.
—¿Sabes algo del contenido de los microfilmes? ¿Defensa, industria bélica, política exterior?
—Nada. Tengo la impresión de que los colegas de la secreta están preocupados. Han requerido todos los documentos que vaya generando esta exigua investigación. A mí me han convocado mañana a una reunión con un tal capitán Holm que, al parecer, desempeña un papel importante en el ámbito de la inteligencia militar.
—Pues me gustaría saber qué te ha preguntado.
—Sí, siempre es un buen método para averiguar qué sabe la gente de antemano. O sea, que lo que quieres saber es qué preguntas
no
me hace, ¿verdad?
—Exacto.
—Te llamaré, te lo aseguro.
Intercambiaron unas frases acerca del tiempo antes de concluir la conversación. Wallander vaciló un instante antes de barrer con la mano las piezas de lego para guardarlas de nuevo en la caja y decidió que, el resto del día, dejaría en reposo las ideas en torno a Håkan von Enke y su esposa muerta. Pese a todo, él estaba de vacaciones, en cierto modo. Se sentó al volante y partió rumbo al centro de Ystad tras haber confeccionado la lista de la compra. Ya en la caja del comercio, cayó en la cuenta de que se había olvidado la cartera en casa. Dejó allí la compra mientras subía a la comisaría, donde Nyberg, con el que se topó por un pasillo, le prestó quinientas coronas. El colega llevaba una gran venda en la cabeza.
—¿Qué te ha pasado?
—Me caí de la bicicleta.
—Pero ¡cómo! ¿No usas casco?
—Pues no, por desgracia.
Wallander se percató de que a Nyberg no le entusiasmaba la idea de proseguir la conversación. Le prometió que le devolvería el préstamo al día siguiente, volvió a la tienda y de allí se fue a casa. Aquella noche vio un documental sobre el creciente montón de basura que generaba el mundo y se acostó inusualmente temprano, poco después de las once. Hojeó un periódico y se durmió hacia las once y media. En algún momento lo sacó del sueño el chillido de un ave nocturna, quizás una lechuza, pero Wallander no tardó en volver a dormirse.
Cuando se despertó en torno a las seis de la mañana, recordaba al pájaro. Se levantó, pues había descansado bien, y comprobó que los campos aparecían cubiertos de niebla. Desde la ventana del dormitorio vio a
Jussi
, que tumbado en su caseta contemplaba el horizonte.
Cuando era joven jamás habría creído que aquella sería la vida que llevaría después de cumplir los sesenta, que una mañana podría contemplar la bruma escaniana desde la ventana de su propia casa, con su propio perro, y con una hija que acababa de darle el primer nieto. La idea lo llenó de melancolía, sensación de la que se zafó dándose una ducha.
Después de desayunar comprobó todos los fogones antes de salir con
Jussi
, que se perdió como un rayo por entre las desgajadas nubes de bruma. Hacía mucho que no se encontraba tan lúcido, nada se le antojaba especialmente difícil y sentía unas enormes ganas de vivir. De pronto empezó a correr por el camino, como retando la indolencia que lo había embargado los últimos meses. Corrió hasta quedar exhausto. El sol empezaba a calentar, se quitó la camisa empapada de sudor, se miró con displicencia la barriga, demasiado grande, y decidió ponerse a dieta, como en tantas ocasiones anteriores.
De regreso a su casa sonó el móvil. Alguien le habló en una lengua extranjera, una voz de mujer que sonaba muy lejana, perdida en un imponente y etéreo carraspeo. Después de unos segundos se interrumpió la conexión. Wallander pensó que podría ser Baiba. Le pareció haber oído su voz, a pesar del ruido. Al ver que no volvían a llamar, continuó hasta llegar a casa y se sentó en el jardín con una taza de té.
Se presentaba un hermoso día estival y decidió hacer una excursión en solitario. De hecho, consideraba que era una de las buenas cosas de la vida, poder tumbarse enroscado entre las dunas y dormir un rato después de haber degustado un picnic. Empezó a preparar una cesta, reliquia de su hogar infantil. Su madre solía guardar en ella el ovillo, las agujas y los jerseys empezados. Él la llenó de bocadillos, un termo, dos manzanas y varios ejemplares de la revista
Svensk polis
, que aún le quedaban por leer. No eran más de las once cuando, tras comprobar una vez más que los fogones estaban apagados, cerró con llave la puerta de su casa. Partió rumbo a Sandhammaren y halló un lugar al socaire entre las dunas y los árboles de escasa altura. Después de comer y de hojear las revistas, se acomodó con la manta y se durmió.
Se despertó aterido. Las nubes habían ocultado el sol, el aire se había enfriado y él se había destapado. Volvió a enroscarse en la manta y enrolló la cazadora, que utilizó de almohada para tumbarse otra vez. Después de unos minutos, el sol empezó a calentar de nuevo. De repente recordó un sueño que desapareció tan rápido como había surgido. Se vio involucrado en un juego erótico con una mujer sin rostro, de raza negra. Aparte de un horrible suceso que tuvo lugar en un viaje que emprendió a las Antillas, donde, completamente borracho, se llevó a una prostituta a la habitación del hotel, jamás había tenido relación alguna con mujeres de piel oscura. Y tampoco lo había deseado. Aquella mujer se instaló inopinada y repentinamente en su cabeza para, unos meses más tarde, desaparecer por completo.
La tormenta se acercaba por el horizonte y Wallander recogió sus cosas para volver a casa. A la altura de Kåseberga bajó al puerto y compró algo de pescado ahumado. Acababa de entrar en casa cuando sonó el teléfono. Era la misma mujer de la llamada anterior, pero ahora que la conexión era buena, supo que no se trataba de Baiba, sino una mujer que hablaba inglés con acento extranjero.
—¿Kurt Wallander?
—Sí, soy yo.
—Me llamo Lilja. ¿Sabes quién soy?
—No.
De repente, la mujer estalló en un desesperado llanto y Wallander se asustó muchísimo.
—¡Es Baiba! —gritó la mujer—. Baiba…
—¿Qué pasa? Sí, a Baiba sí la conozco.
—Ha muerto.
Wallander dejó caer al suelo la bolsa de pescado de Kåseberga, que aún llevaba en la mano.
—¿Baiba ha muerto? Pero… si estuvo aquí hace tan sólo dos días…
—Lo sé. Era amiga mía. Y ahora está muerta.
Wallander sintió que se le aceleraba el corazón y se sentó en el taburete que tenía en el vestíbulo. Por el desconcertante y alteradísimo relato de Lilja, Wallander comprendió lo sucedido: Baiba se encontraba a tan sólo unos kilómetros de Riga cuando se salió de la carretera a toda velocidad y se estrelló contra un muro de piedra. Murió en el acto, repetía Lilja una y otra vez, como para evitarle a Wallander un dolor inaudito y sin fin. Sin embargo, fue en vano, pues jamás había sentido una desesperación semejante.
La comunicación se cortó de súbito, sin previo aviso, antes de que Wallander hubiese podido anotar el número de teléfono de Lilja. Aguardó a que ella volviese a llamar, aún sentado en el taburete de la entrada. Al ver que no conseguía restablecer la comunicación, se levantó y se fue a la cocina. Pero se dejó en el suelo la bolsa de pescado ahumado. No sabía qué hacer. Encendió una vela y la colocó sobre la mesa. «Seguramente condujo sin descansar nada», concluyó. «Desde el transbordador, una vez en el puerto polaco, a través de Polonia, Lituania y después casi hasta llegar a Riga. ¿Se habría dormido al volante? ¿O habría girado el volante de forma consciente para salirse de la carretera e ir directo a la muerte?» Wallander sabía que los accidentes de conductores solitarios solían ser suicidios encubiertos. Una antigua auxiliar administrativo de la comisaría de Ystad, una mujer separada que tenía problemas con el alcohol, había elegido el mismo camino hacía unos años. Sin embargo, él no creía a Baiba capaz de algo así. Una persona que decide viajar de un lado a otro para despedirse de sus amigos y amantes no se quita luego la vida simulando haberse estrellado con el coche. Seguro que estaba cansada y perdió el control del volante, no podía existir otra explicación.
Tomó el teléfono para llamar a Linda, pues no tenía fuerzas para estar solo con la tragedia. Había momentos en los que, simplemente, necesitaba tener a alguien cerca. Marcó el número pero colgó en cuanto empezó a oír el tono de llamada. Era demasiado pronto, aún no tenía nada que decirle. Dejó caer el teléfono en el sofá y salió adonde estaba
Jussi
, lo soltó y se acuclilló para acariciarlo. Sonó el teléfono.
Entró en la casa a la carrera para atender la llamada: era Lilja, ya más tranquila. En esta ocasión, Wallander pudo hacerle algunas preguntas sobre el accidente y forjarse una imagen más clara de lo sucedido. Por supuesto, existía otra cuestión sobre la que deseaba obtener respuesta.
—¿Por qué me has llamado a mí? ¿Y cómo sabías de mi existencia?
—Baiba me lo pidió.
—¿Qué te pidió?
—Que te llamase cuando ella muriera. Pero, desde luego, no esperaba que sucediera tan pronto. La propia Baiba creía que viviría casi hasta Navidad.
—A mí me dijo que esperaba durar hasta el otoño.
—Ya, nunca le decía lo mismo a unos y a otros. Creo que quería hacernos sentir la misma incertidumbre que ella padecía.
Lilja le contó quién era, una vieja amiga y colega de Baiba. Se conocían desde la adolescencia.
—Yo te conocía por ella —le dijo—. Un día, Baiba me llamó y me dijo: «Mi amigo sueco ha venido a Riga. Esta tarde pienso ir con él al café del hotel Latvia. Si te pasas por allí, podrás verlo.» Así lo hice. Y os vi a los dos.
—Puede que Baiba te mencionase alguna vez pero… Sí, creo que sí. En cualquier caso, no llegó a presentarnos, ¿verdad?
—No. Pero yo te vi. A Baiba le gustabas muchísimo. Bueno, en aquella época, te amaba, a decir verdad.
Lilja rompió a llorar de nuevo. Wallander aguardó a que se le pasara mientras oía el retumbar de la tormenta en la distancia. Lilja tosió y se sonó antes de volver al teléfono.
—¿Qué pasará ahora? —preguntó Wallander.
—No lo sé.
—¿Quiénes son sus parientes más próximos?
—Su madre y sus hermanos.
—Pues su madre debe de ser muy mayor, ¿no? No recuerdo que me hablase nunca de ella.
—Tiene noventa y cinco años, pero es una mujer muy lúcida. Sabe que su hija ha muerto. Ella y Baiba mantuvieron una relación muy compleja, prácticamente desde su niñez.
—Me gustaría saber cuándo será el entierro —aseguró Wallander.
—Te avisaré, no lo dudes.
—¿Qué te dijo de mí? —quiso saber Wallander.
—No mucho.
—Ya, pero algo te diría, ¿no?
—Sí, pero poca cosa, pese a que éramos amigas… Baiba no permitía nunca que nadie se le acercase demasiado.
—Lo sé —convino Wallander—. Aunque de otra manera, yo también la conocía.
Después de concluida la conversación, se tumbó en la cama y se quedó mirando fijamente el techo donde, desde hacía unos meses, había aparecido una mancha de humedad. Permaneció así un buen rato, hasta que volvió a la mesa de la cocina.