—Todavía no he hablado con él.
Aquella respuesta provocó en Linda tanto asombro como indignación.
—¿Y por qué no? Si alguien debe saber que Håkan no está muerto, es él.
—Es que Håkan me pidió que no dijese nada.
—Ah, pues a mí no me lo mencionaste.
—Se me olvidaría.
Linda captó enseguida el tono evasivo de su respuesta.
—¿Hay algo más que no me hayas contado?
—No.
—Bien, en ese caso, creo que debes llamar a Ytterberg en cuanto hayamos terminado esta conversación.
Wallander oyó que estaba furiosa.
—Veamos, ¿si te hago una pregunta sincera, puedo contar con una respuesta sincera? —quiso saber Linda.
—Sí.
—¿Qué es lo que hay detrás de lo sucedido? O no te conozco o tú ya te has forjado una idea.
—Pues, en este caso, no la tengo. Estoy tan desconcertado como tú.
—Admitirás que carece de toda lógica la hipótesis de que Louise fuese una espía, ¿no?
—Lógico o no, no lo sé. Pero la policía halló aquellos documentos secretos en su bolso.
—Debió de meterlos alguien. Es la única explicación que se me ocurre. Desde luego, ella no era espía —insistió Linda—. De eso podemos estar seguros.
Guardó silencio, como a la espera de que Wallander se pronunciase manifestando su acuerdo. De repente, oyó llorar a Klara.
—¿Qué hace? —preguntó Wallander.
—Está en la cuna, pero no quiere estar ahí. Por cierto que quería preguntarte, ¿cómo era yo? ¿Muy llorona? ¿O te lo he preguntado ya?
—Todos los niños lloran. Cuando eras un bebé, sufriste el cólico del lactante. De eso ya hemos hablado, y te dije que era yo y no Mona quien te mecía por las noches.
—Bueno, sólo preguntaba. Yo creo que uno se ve a sí mismo en sus hijos. En fin, hoy llamas a Ytterberg, ¿verdad?
—Mañana. Ya, pero tú te portabas muy bien de pequeña.
—Claro, peor fue después, en la adolescencia.
—Desde luego —confirmó Wallander—. Bastante peor.
Una vez concluida la conversación, se quedó un rato sentado pensando. Era uno de los peores recuerdos de su vida y rara vez permitía que emergiera a la superficie: a la edad de quince años, Linda intentó suicidarse. Probablemente no fue un intento serio, sino más bien el clásico grito para llamar la atención y pedir ayuda. Sin embargo, la cosa habría podido terminar mal si Wallander no hubiese olvidado la cartera. En efecto, se vio obligado a volver a casa y la halló balbuciendo junto a un frasco de pastillas vacío. Jamás, ni antes ni después, había sentido un terror similar al que experimentó en aquel instante. Por otro lado, solía contar aquel episodio entre los mayores fracasos de su vida, por no haber sabido entender cómo se sentía Linda durante los difíciles años de la adolescencia.
Se estremeció, como para deshacerse de tan horrenda sensación. Estaba convencido de que, si Linda hubiese muerto entonces, él mismo habría acabado con su vida.
Volvió a recordar la conversación, la convicción inquebrantable de Linda de que Louise no se había dedicado al espionaje lo puso a cavilar. No se trataba de pruebas, sino de eso, de una convicción: no era posible. «Pero, de ser así», se decía Wallander, «¿cuál es la explicación?» A pesar de todo, ¿no habrían trabajado juntos Håkan y Louise? ¿O acaso era Von Enke un hombre de tal falsedad y sangre fría que hablaba de su gran amor por Louise sólo para que a nadie se le pasara por la cabeza que no fuese cierto? Quizás él fuese el responsable de su muerte y, en tal caso, ¿intentaba ahora orientar todas las pesquisas en una dirección errónea?
Wallander anotó unas palabras en su bloc. «La convicción de Linda de que Louise es inocente.» En el fondo, él no creía en ello y consideraba que Louise era responsable de que la hubiesen asesinado. No podía ser de otro modo.
Minutos antes de las dos, Wallander llamó al timbre del sofisticado despacho de Rundetårn, en Copenhague. Una exuberante joven le abrió la puerta, que se movió con un leve zumbido. La joven llamó a Hans y éste no tardó en aparecer por el pasillo. Estaba pálido y parecía no haber dormido. Dejaron atrás una sala de reuniones en la que se producía un acalorado intercambio de pareceres entre un hombre de mediana edad, que hablaba inglés, y dos jóvenes rubios, que respondían en islandés. Una mujer vestida de negro les servía de intérprete.
—Vaya, qué agresividad —observó Wallander—. Y yo que creía que los hombres de negocios se hablaban siempre con serenidad y en voz baja.
—Ya, pues aquí solemos decir que trabajamos en un matadero —respondió Hans—. Suena peor de lo que es, pero si trabajas con dinero, terminas con las manos manchadas de sangre, aunque no sea más que en sentido metafórico.
—¿De qué discutían con tan exaltados?
Hans meneó la cabeza.
—Negocios. No puedo decirte más, ni siquiera a ti.
Wallander no insistió con más preguntas. Hans lo llevó a una sala de reuniones más pequeña, totalmente acristalada, que parecía suspendida, como si la hubiesen añadido por fuera a la fachada del edificio. Incluso el suelo era de cristal. Wallander tuvo la sensación de hallarse en un acuario. Una mujer, tan joven como la de recepción, les llevó café y bollos de crema en una bandeja. Wallander dejó el bloc y el bolígrafo junto a la taza mientras que Hans servía el tentempié. Wallander observó que le temblaba la mano.
—Yo creía que la era de las notas manuscritas había quedado atrás —comentó Hans tras servir el café—. Pensaba que, en la actualidad, los policías sólo iban equipados con grabadoras o quizá cámaras de vídeo.
—Las series de televisión no siempre dan una imagen fidedigna de nuestro trabajo. Claro que a veces usamos grabadoras, pero esto no es un interrogatorio, sólo una charla.
—¿Por dónde quieres que empecemos? Te recuerdo que sólo cuento con una hora y me ha costado mucho reorganizar la agenda.
—Se trata de tu madre —dijo Wallander resuelto—. Nada es más importante que averiguar lo que le ocurrió. Supongo que estás de acuerdo conmigo, ¿no?
—Sí, claro, no quería decir eso…
—Bien, en ese caso, abordemos el asunto sin más y olvidémonos de lo que querías decir o no.
Hans miró fijamente a Wallander.
—Pues, te diré ante todo que es imposible que mi madre se dedicara al espionaje. Aunque no niego que a veces se comportaba de un modo un tanto misterioso.
Wallander enarcó las cejas.
—Vaya, ese detalle no lo habías mencionado antes al hablar de ella. Que fuese misteriosa. Es una novedad.
—Ya, pero he estado pensando desde la última vez que hablamos. Y su manera de ser se me antoja cada vez más enigmática. Sobre todo, a causa de Signe. ¿Acaso puede alguien castigar a otra persona con una traición mayor que la de ocultarle que tiene una hermana? Yo a veces me quejaba de ser hijo único, sobre todo cuando era niño, antes de empezar el colegio siquiera. Pero ella jamás vaciló al responder. Y ahora que lo pienso, he de admitir que siempre correspondía a mi infantil añoranza de un hermano con una frialdad invernal.
—¿Y tu padre?
—Bueno, él casi nunca estaba en casa entonces. Al menos, yo lo recuerdo más bien como ausente. Lo veía entrar en casa y sabía que no tardaría en marcharse otra vez. Siempre me traía regalos, pero yo no me atrevía a alegrarme de verdad. Cuando sacaban sus uniformes para cepillarlos y ponerlos a punto, yo ya sabía lo que iba a pasar. Al día siguiente ya no estaba.
—¿Podrías precisar un poco más a qué te refieres cuando dices que tu madre era misteriosa?
—Me resulta difícil precisarlo. A veces parecía ausente, tan sumida en sus pensamientos, que se enojaba si la interrumpía. A veces me daba la sensación de que le hubiese hecho daño, como si la hubiese herido. No sé si me explico, pero así lo sentía yo. Alguna vez ocurrió que cuando yo entraba, cerraba rápidamente un bloc de notas o escondía con gesto apresurado algún documento con el que estuviese trabajando. ¿Me entiendes?
—¿Recuerdas algo que tu madre hiciera sólo cuando tu padre no estaba, algún cambio en sus rutinas?
—No, nada de eso.
—Respondes demasiado rápido. ¡Intenta hacer memoria!
Hans se levantó y se colocó junto a la gran cristalera. A través del suelo, Wallander vio a un músico callejero que tocaba la guitarra sentado en la acera con un sombrero sobre la acera. Sin embargo, ni un solo acorde atravesaba los cristales. Hans volvió a sentarse.
—Quizá… —dijo vacilante al retomar la palabra—. No podría jurarlo, pueden ser figuraciones mías, recuerdos tergiversados que no se corresponden con la realidad, pero puede que tengas razón. Cuando Håkan estaba fuera, hablaba a menudo por teléfono, siempre con la puerta cerrada. Y eso no lo hacía nunca cuando él estaba en casa.
—El qué, ¿hablar por teléfono o hacerlo con la puerta cerrada?
—Ni lo uno ni lo otro.
—Continúa.
—En ausencia de Håkan, ella siempre andaba trabajando con algún documento, y cuando él regresaba…, tengo la sensación de que los papeles desaparecían y lo único que había en la mesa eran unas flores.
—¿De qué tipo de documentos se trataba?
—Pues no lo sé, pero a veces también había dibujos.
Wallander reaccionó interesado.
—¿Dibujos? ¿De qué?
—De atletas de salto de natación. Mi madre dibujaba muy bien.
—¿Salto de natación?
—Sí, de distintos saltos, de las diversas fases de cada uno de ellos… «Salto alemán con tirabuzón» y cosas así.
—¿Recuerdas otros dibujos?
—Bueno, a mí me dibujó varias veces. No sé dónde estarán esos bocetos, pero eran muy buenos.
Wallander partió en dos un bollo de crema y mojó una mitad en el café. Miró el reloj. El músico que había bajo sus pies continuaba interpretando su muda canción.
—Veamos, aún no he terminado —observó Wallander—. Quería preguntarte por la ideología de tu madre en el terreno político, social y económico. ¿Qué opinaba ella de Suecia?
—Bueno, en mi casa nunca se hablaba de política.
—¿Nunca?
—En fin, uno decía «la defensa sueca ya no es capaz de defender Suecia», y el otro contestaba «eso es culpa de los comunistas», y cosas así, pero poco más. Cualquiera de los dos podía decir una cosa u otra. Claro, los dos eran conservadores, de eso ya hemos hablado. Y ninguno se planteaba siquiera votar por un partido que no fuese el moderado. Los impuestos eran demasiado altos, Suecia acogía a demasiados inmigrantes que organizaban el caos en las calles… Creo que podría decirse que pensaban como cabría esperar de ellos.
—¿Y ninguno se apartó nunca de esa norma?
—No, nunca, que yo recuerde.
Wallander asintió mientras engullía la otra mitad del bollo de crema.
—Bien, hablemos de la relación de tus padres como pareja —dijo cuando hubo tragado—. ¿Cómo era?
—Buena.
—¿No discutían o se enfadaban nunca?
—No. Creo que podría decirse que se amaban de verdad. Es algo en lo que he pensado después, de mayor: de niño, jamás temí que pudieran separarse. Era una idea que, sencillamente, no se me pasó por la cabeza.
—Ya, pero, no es normal, nadie puede llevar una vida sin conflictos, ¿no?
—Pues ellos sí. A menos que discutiesen cuando yo estaba dormido y no podía enterarme de nada, pero me cuesta creerlo.
Wallander no tenía más preguntas, pero no se sentía dispuesto a rendirse aún.
—¿Hay algo más que quisieras añadir sobre tu madre? Era amable y algo misteriosa o enigmática, eso ya lo sabemos, pero si he de ser sincero, me sorprende que sepas tan poco de ella.
—Sí, me he dado cuenta —respondió Hans con lo que Wallander interpretó como un sentimiento de dolor—. Los momentos de intimidad entre nosotros fueron siempre la excepción. Siempre mantuvo una especie de distancia conmigo. Si me caía y me hacía daño, me consolaba, claro, pero ahora pienso que casi parecía que le molestara.
—¿Había algún otro hombre en su vida?
No era una pregunta que Wallander hubiese preparado de antemano, pero ahora le resultó obvia.
—Jamás. No creo que entre mis padres se diese nunca la infidelidad. Por parte de ninguno.
—Y antes de casarse, ¿sabes algo de esa época?
—Me da la sensación de que, puesto que se conocieron de muy jóvenes, no tuvieron otras parejas. Quiero decir, en serio. Pero, claro, no te lo puedo asegurar.
Wallander se guardó el bloc de notas en el bolsillo de la cazadora. No había escrito una sola palabra, pues nada le pareció de interés. En efecto, sabía tan poco después de la charla como antes de empezar. Wallander se levantó, pero Hans no se movió.
—Mi padre… —comenzó—. Te ha llamado, ¿verdad? Está vivo, pero no quiere salir de su escondite, ¿no es eso?
Wallander volvió a sentarse. El guitarrista de la calle ya no estaba.
—No cabe ninguna duda de que fue él quien llamó. Quiero decir que no era nadie imitando su voz. Me aseguró que se encontraba en perfecto estado, pero no me explicó su conducta, sólo quería que supierais que está vivo.
—¿Y realmente no te dio ni una pista de dónde se esconde?
—Nada.
—¿Qué impresión te causó a ti? ¿Sonaba lejos? ¿Te llamó desde un fijo o desde un móvil?
—No puedo responder a eso.
—¿Porque no quieres o porque no puedes?
—Porque no puedo.
Wallander volvió a levantarse y ambos abandonaron la sala de cristal. Cuando pasaron ante la sala de reuniones, la puerta estaba cerrada, pero la acalorada discusión proseguía allí dentro. Se despidieron en recepción.
—¿Te he sido de ayuda? —preguntó Hans.
—Bueno, has sido sincero —respondió Wallander—. Es lo único que puedo pedirte.
—Una respuesta diplomática… En otras palabras, no te he proporcionado lo que esperabas obtener.
Wallander corroboró sus sospechas estirando los brazos con resignación. Se abrieron las puertas de cristal y se despidió de Hans. El ascensor lo llevó a la planta baja sin emitir el menor sonido. Había dejado el coche aparcado en una calle perpendicular próxima a la plaza Kongens Nytorv. Hacía mucho calor y Wallander se quitó la cazadora y se desabotonó un poco la camisa.
De repente, sin saber por qué, se sintió vigilado. Se dio la vuelta, pero la calle estaba llena de gente. No vio ninguna cara que le resultase familiar. Después de caminar unos quinientos metros, se detuvo ante un escaparate de zapatos de señora de marcas exclusivas. Miró de reojo el tramo de calle que acababa de recorrer.
Un hombre miraba la hora en su reloj de pulsera. Luego, se pasó el impermeable del brazo derecho al izquierdo
. Wallander creyó recordarlo de cuando se dio la vuelta la vez anterior. Volvió a dirigir la mirada al escaparate. El hombre le pasó por detrás. Recordó algo de lo que le había hablado Rydberg.
No siempre había que estar detrás de la persona a la que uno vigilaba. También se puede ir delante
. Wallander contó cien pasos. Volvió a detenerse y miró atrás. Ya no había nadie que llamase su atención. El hombre del impermeable había desaparecido. Cuando llegó al coche, se volvió a mirar una vez más. Las personas que circulaban por allí le eran del todo desconocidas. Wallander meneó la cabeza: habrían sido figuraciones suyas.