El hombre inquieto (57 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

Dieron las nueve, Wallander pagó y subió a su habitación, se desnudó y se fue a la cama, pero le resultó imposible conciliar el sueño. Lo invadió una súbita y acuciante sensación de desasosiego, que ahuyentó el bienestar experimentado durante su solitaria cena. Finalmente se dio por vencido, volvió a vestirse y regresó al restaurante. Había un bar independiente y allí se instaló y pidió una copa de vino. En la barra había unos cuantos hombres de edad que bebían cerveza. Las mesas estaban vacías, salvo la que quedaba a su lado, que ocupaba una mujer de unos cuarenta años. Tenía ante sí una copa de vino blanco y estaba escribiendo un mensaje en el móvil. Le dedicó a Wallander una sonrisa distraída, que él le devolvió, y alzaron las copas en un silencioso brindis antes de que ella volviese a ocuparse de su móvil. Wallander pidió que llenasen su copa y, además, otra para la mujer. Ella le dio las gracias, guardó el teléfono y se pasó a su mesa. En su lamentable inglés, Wallander le contó que era sueco y que iba camino de Berlín. Puesto que no sabía cómo se pronunciaba Kurt en inglés, le dijo que se llamaba James.

—Pero ¿James es un nombre sueco? —quiso saber la mujer.

—Bueno, mi madre era irlandesa —mintió Wallander.

Sonrió para sí al pensar en lo absurdo de su mentira y le preguntó por su nombre. «Isabel», le respondió la desconocida. Su compañera de mesa le contó que Berlín engulliría a Oranienburg en el plazo de unos años. Wallander la observaba. Daba la impresión de estar castigada por la vida, agotada, y además iba muy maquillada. Se preguntó si no sería una profesional de la prostitución que utilizaba aquel bar como coto de caza. Sin embargo, razonó Wallander, no vestía de forma provocativa. «Además, yo no voy buscando una prostituta», sentenció para sí.

¿Quién sería aquella Isabel a la que acababa de invitar a una copa de vino? Según ella, era florista, separada, con hijos ya mayores, y vivía en un apartamento,
sehr schön
, a su juicio, en un edificio cercano a un parque al que intentó explicarle cómo llegar. Pero a Wallander no le interesaban ni los parques ni las carreteras, la mujer empezaba a atraerle y ya se la imaginaba desnuda en la cama de su habitación, adonde tenía intención de llevarla. Ella estaba algo ebria, eso era evidente, y él tampoco debería beber más. Era cerca de medianoche, el bar empezó a quedarse vacío, el hombre de la barra anunció que era hora de pedir la última copa. Wallander pidió la cuenta y le dijo a Isabel que podía invitarla a otra copa en su habitación. Era la primera vez en toda la noche que dejaba claro que se alojaba en el hotel. Ella no pareció sorprendida, quizá lo supiese ya. ¿Habría un canal de comunicación invisible entre el bar y la recepción? Pero a él no pareció importarle, pagó la cuenta, dejó demasiada propina y la guió ante la recepción desierta y hasta su habitación. Una vez hubo cerrado la puerta, le confesó la triste verdad: no tenía nada de beber que ofrecerle y tampoco había minibar en la habitación, el hotel no estaba equipado con tales lujos, como tampoco disponía de servicio de habitaciones. Sin embargo, la mujer sabía a qué se había prestado al aceptar y lo abrazó de pronto, de modo que Wallander sintió un deseo irrefrenable que fue incapaz de controlar. No recordaba la última vez que se acostó con una mujer y en el cuerpo de aquella Isabel intentó identificar a Baiba y a Mona y a otras mujeres hacía tiempo olvidadas. Todo sucedió muy rápido y, para cuando Wallander sintió de nuevo el apremiante deseo, ella ya se había dormido. No había modo de despertarla, e intentar hacer el amor con una mujer dormida que roncaba estaba muy lejos de lo que él podía plantearse hacer siquiera. No le quedaba otra opción que intentar conciliar el sueño. Y así lo hizo, con una mano entre los sudorosos muslos de ella.

Allí seguía su mano, de hecho, cuando se despertó al alba. Le dolía la cabeza, tenía la boca reseca y resolvió huir enseguida, tanto de la habitación como de Isabel, que dormía a su lado. Se vistió en silencio, consciente de que no debía ponerse al volante, pero le resultaba imposible quedarse. Tomó la maleta y bajó a recepción, donde un joven dormía en una camilla extendida bajo el armarito donde guardaban las llaves. Wallander lo despertó y el joven le preparó la cuenta y le devolvió el cambio. Wallander dejó la llave en el mostrador, junto con un billete de diez euros.

—Hay una mujer durmiendo en la habitación. Supongo que esto basta para ella también.


Alles klar
—respondió el joven con un bostezo.

Wallander se apresuró a llegar al coche y puso rumbo a Berlín, pero se detuvo en cuanto vio un aparcamiento, donde estacionó el coche para enroscarse a dormir en el asiento trasero. Se arrepentía profundamente de lo sucedido durante la noche, pero intentó convencerse a sí mismo de que no había para tanto. Después de todo, ella no le había exigido dinero. Y tampoco podía decirse que la mujer lo hubiese visto como alguien del todo repugnante.

Se despertó a las nueve y continuó en dirección a Berlín. Llamó a George Talboth desde un motel de carretera. Su anfitrión tenía a mano un plano y no tardó en localizar dónde se encontraba Wallander.

—Estaré ahí dentro de una hora —le aseguró—. Espérame fuera y disfruta del buen tiempo.

—¿Cómo vendrás? ¿No dijiste que no tenías permiso de conducir?

—Me las arreglaré.

Wallander pidió un café en una taza de papel y se sentó a la sombra, ante el restaurante del motel. Se preguntó si Isabel se habría despertado y si estaría preguntándose qué había sido de él. Apenas recordaba algún detalle de su torpe e insensible encuentro amoroso. Incluso se preguntaba si, de hecho, se había producido. Sólo recordaba vagos fragmentos, que además le resultaban vergonzosos.

Fue a buscar otro café y se compró un bocadillo envuelto en un film transparente. «Esto es como comerse un trozo de cartón», se dijo. Después de forzarse a engullir la mitad, le dio el resto a las palomas, que acudieron a picotear el suelo.

Pasó una hora y nadie vino preguntando por un policía sueco. Transcurrió otro cuarto de hora cuando se detuvo ante la entrada del motel un Mercedes negro con matrícula diplomática. Wallander comprendió que era George Talboth. Salió del vehículo un hombre con traje blanco y gafas de sol que miró a su alrededor hasta que descubrió la presencia de Wallander. Se le acercó y se quitó las gafas.

—¿Kurt Wallander?

—Sí, soy yo.

George Talboth tenía casi dos metros de estatura, era corpulento y habría estrangulado a Wallander con su firme apretón de manos si, en lugar de estrecharle la mano, le hubiese agarrado el cuello.

—Había más tráfico del que esperaba, siento llegar tarde.

—Bueno, seguí tu consejo y he estado disfrutando del buen tiempo, sin pensar en la hora.

George Talboth alzó la mano y se despidió del conductor invisible del Mercedes, que se alejó de allí.

—Me ayudan cuando lo necesito —observó Talboth—. ¿Nos vamos?

Entraron en el Peugeot de Wallander. Talboth resultó ser un GPS viviente que, sin la menor vacilación, fue guiando a Wallander por entre el tráfico, cada vez más denso. Transcurrida poco más de una hora, se detuvieron ante un hermoso edificio de Schöneberg. Wallander pensó que sería una de los pocos inmuebles que sobrevivieron el final de la segunda guerra mundial, cuando Hitler se pegó un tiro en su búnker y el Ejército Rojo cruzó barrio a barrio la ciudad. Talboth vivía en el último piso, en un apartamento de seis habitaciones. La habitación que le ofreció a Wallander era amplia y daba a un parquecillo.

—Te dejaré solo unas horas —le dijo su anfitrión—. Tengo un par de asuntos que atender.

—Está bien.

—Cuando regrese, dispondré de todo el tiempo del mundo. Hay un restaurante italiano cerca de aquí, su cocina es excelente. Tenemos tiempo de hablar. ¿Cuánto tiempo has pensado quedarte?

—No mucho. En realidad, tenía intención de volver mañana.

George Talboth negó con gesto vehemente.

—Ni hablar. A Berlín no se puede venir por tan poco tiempo. Es un insulto a esta ciudad, testigo de tan trágicos acontecimientos históricos.

—Hablaremos de ello más tarde —se excusó Wallander—. Pero como acabas de decir, también los viejos tenemos a veces asuntos que resolver.

George Talboth se contentó con la respuesta, le indicó dónde estaban el baño y la cocina y un hermoso balcón y se marchó sin más dilación. Wallander se colocó junto a la ventana y lo vio partir una vez más en el Mercedes negro. Sacó una cerveza del frigorífico, que se tomó en el balcón, directamente de la botella. Para él fue como un modo de despedirse de la mujer a la que había conocido la noche anterior. A partir de ahora dejaría de existir salvo, quizá, como un molesto recuerdo en sus sueños. Así solía ser. Las mujeres a las que había amado de verdad nunca poblaban sus ensoñaciones. En cambio, aquellas experiencias que lo habían atormentado en cierta medida, acudían una y otra vez durante el sueño.

Pensó que recordaba lo que deseaba olvidar y olvidaba lo que debería tener presente en su memoria. Un profundo error marcaba su modo de vivir. Ignoraba si a todo el mundo le ocurría otro tanto. ¿Con qué soñaba Linda? ¿Y Martinsson? ¿O cómo eran los sueños de Lennart Mattson, su impertinente jefe? Se tomó una cerveza más y, algo achispado, llenó de agua la bañera. Después del baño y una vez vestido, se sintió más animado.

George Talboth volvió dos horas después. Se sentaron en el balcón, donde ya daba la sombra, y empezaron a hablar.

Y en ese momento, Wallander reparó en una pequeña piedra que había sobre la mesa. Una piedra que no le resultó desconocida en absoluto.

36

Una duda acosó a Wallander el tiempo que pasó con George Talboth. ¿Se dio cuenta su anfitrión de que él se había percatado de que la piedra estaba sobre la mesa? ¿O quizá no? Cuando se marchó a casa al día siguiente, Wallander seguía sin saberlo. Sin embargo, sí se fue de allí convencido de que George Talboth era un hombre perspicaz. «La masa gris que hay detrás de sus ojos trabaja a toda máquina», se dijo. «Su cerebro ni hace aguas ni está en proceso de degradación. El que a ratos parezca distraído y casi ausente no debe malinterpretarse como falta de atención.»

Lo único de lo que estaba seguro era de que la piedra que había desaparecido del escritorio de Håkan von Enke se hallaba ahora en el balcón de George Talboth. O, al menos, se trataba de una copia exacta.

La idea de la copia podía aplicarse al propio Talboth. Ya delante del motel, Wallander tuvo la sensación de que George Talboth guardaba parecido con alguien, de que tenía un doble. No necesariamente alguien a quien él conociese en persona, sino más bien una persona a la que había visto en algún lugar, por más que ahora no recordase ni dónde ni de quién se trataba.

Por la noche, justo antes de ir a cenar, dio con la respuesta. Talboth se parecía al actor Humphrey Bogart. Aunque era más alto y no llevaba el eterno cigarrillo encajado en la comisura de los labios. Sin embargo, no se trataba sólo de un parecido físico, había algo en la voz que Wallander reconoció de películas como
El tesoro de Sierra Madre
y
La reina de África. Se
preguntó si Talboth era consciente de ello y supuso que la respuesta sería afirmativa. George Talboth daba la impresión de ser un hombre muy consciente.

Antes de sentarse a hablar en el balcón, George Talboth demostró además tener más de un conejo en la chistera. Abrió la puerta hasta entonces cerrada de una de las habitaciones del apartamento en cuyo interior había un acuario enorme con peces plateados, todos ellos de tonos rojos y azules, que se movían silenciosos tras el grueso cristal. La habitación estaba llena de tanques de agua y de tubos de goma, pero lo que más desconcertó a Wallander fue que el fondo del acuario aparecía surcado de sinuosos túneles por los que circulaban trenes eléctricos. Los túneles eran transparentes, como un cristal dentro de otro. Y en ellos no entraba una sola gota de agua. Los trenes circulaban por ellos sin que los peces parecieran reparar en los carriles ferroviarios que cubrían su artificial fondo marino.

—El túnel es prácticamente una copia del que une Dover y Calais —explicó Talboth—. He utilizado los planos originales y ciertas descripciones detalladas de la construcción para realizar este modelo. Wallander pensó en Håkan von Enke, allá en la cabaña, y en su botella con el barco a medio montar. «Existe una relación más allá de la amistad», pensó. «Pero ignoro qué puede significar.»

—A mí me entretiene el trabajo manual —prosiguió Talboth—. No es bueno para el ser humano utilizar sólo el cerebro. ¿A ti no te ocurre?

—No, no creo. Mi padre era muy mañoso, pero yo no heredé esa habilidad.

—¿A qué se dedicaba tu padre?

—Elaboraba cuadros.

—Vamos, que era artista. ¿Por qué utilizas la palabra «elaborar»?

—Bueno, mi padre era un hombre un tanto especial —respondió Wallander—. En realidad, pintó un único motivo en su vida. No hay mucho que decir al respecto.

Talboth advirtió la reticencia de Wallander y no hizo más preguntas. Observaron los despaciosos movimientos de los peces y los trenes que se precipitaban por los túneles. Wallander notó que no se cruzaban exactamente en el mismo sitio, existía una diferencia apenas perceptible en un principio. Además, observó que en un tramo determinado los trenes avanzaban por la misma vía. Vaciló un instante, pero, al cabo de un rato, preguntó por ese detalle.

—Eres muy observador —le dijo Talboth—. Es cierto. He incorporado cierto retraso en el sistema.

Tomó un reloj de arena de una estantería que Wallander no había visto cuando entró en la habitación.

—Esta arena procede del África Occidental —explicó Talboth—. En concreto, de las playas de las islas que conforman el pequeño archipiélago de Buback, cerca de Guinea Bissau, un país del que la mayoría de la gente ignora hasta el nombre. Un viejo almirante inglés decidió que ésta era la arena perfecta para la armada inglesa, cuando aún usaban relojes de arena para medir el tiempo. Si le hubiera dado la vuelta al reloj en el mismo momento en que pulsé el interruptor y puse en marcha los trenes, habrías comprobado que uno de ellos alcanzaría al otro exactamente a los cincuenta y nueve minutos. Lo hago de vez en cuando para comprobar que la arena no desciende más despacio o que la tensión del transformador no ha disminuido.

De niño, Wallander tenía un sueño, deseaba un tren de la marca Märklin. Pero su padre nunca pudo comprárselo. La idea de trenes como los que ahora circulaban delante de él aún suponía una especie de sueño inalcanzable.

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