—Ya, bueno, pero también habría dinero de por medio en todo ese asunto, ¿no?
Von Enke no respondió. Apartó la mirada y se sumió en sus cavilaciones. Wallander le hizo alguna que otra pregunta más, pero tampoco obtuvo respuesta. Håkan von Enke había dado por terminada la conversación.
Se levantó de improviso y se dirigió al rincón de la cocina. Sacó una cerveza del frigorífico y abrió un cajón, todo ello bajo la atenta mirada de Wallander.
Cuando Håkan von Enke se dio la vuelta, sostenía una pistola en la mano. Wallander se puso de pie de un salto. Von Enke le apuntaba. Muy despacio, dejó la botella de cerveza en el mueble junto a la cocina.
Levantó el arma. Wallander vio que la alzaba hasta apuntarle justo a la cabeza. Lanzó un grito, un alarido. Pero el arma siguió moviéndose.
—No puedo más —declaró Håkan von Enke—. Ya no queda futuro alguno.
Se aplicó la boca del cañón a la barbilla y disparó. El tiro retumbó en la habitación. En el mismo momento en que se desplomó, la cara bañada en sangre, Sten Nordlander irrumpió en la cabaña gritando:
—¿Estás herido? ¿Te ha disparado?
—No, se ha pegado un tiro.
Se quedaron mirando al hombre que yacía en el suelo con el cuerpo en una postura antinatural. La sangre que le cubría el rostro impedía ver si los ojos estaban cerrados o no. Wallander fue el primero en darse cuenta de que estaba vivo. Cogió una camiseta que colgaba del respaldo de una silla y presionó con ella la herida de la barbilla de Von Enke mientras le gritaba a Sten Nordlander que buscase unas toallas. El proyectil había salido por la mejilla. Håkan von Enke no había logrado enviar una bala mortal a su cerebro.
—No disparó en línea recta —dijo Wallander cuando Sten Nordlander volvió con una sábana que había retirado de la cama.
Håkan von Enke tenía los ojos abiertos, aún ardía en ellos la llama de la vida.
—Presiona aquí —dijo Wallander mostrándole a Sten Nordlander lo que debía hacer.
Acto seguido, sacó el móvil y marcó el número de emergencias. No había cobertura, de modo que salió de la cabaña y trepó hasta la cima de un macizo que se alzaba detrás de la casa. Tampoco allí podía establecer conexión, de modo que volvió al interior de la cabaña.
—Se desangrará —presagió Sten Nordlander.
—Debes presionar bien fuerte —observó Wallander—. El teléfono no funciona. He de ir a pedir ayuda. Aquí falla la cobertura a veces.
—No creo que sobreviva.
—Pues si muere, nunca conoceremos la verdad de lo que sucedió.
Sten Nordlander estaba arrodillado junto al hombre que sangraba abundantemente. Miró a Wallander con el miedo en los ojos.
—¿Era verdad?
—Ya nos has oído, ¿no?
—Palabra por palabra. ¿Era verdad, pues?
—Sí, lo es, tanto lo que he dicho yo como lo que ha dicho él. Fue espía de Estados Unidos durante cuarenta años. Se dedicó a venderles nuestros secretos de defensa, y los norteamericanos debieron de considerar que lo hacía bien, puesto que no dudaron en asesinar a su esposa.
—No lo entiendo.
—Por eso tenemos una razón más para mantenerlo con vida. Sólo él puede darnos la explicación que necesitamos. Voy a buscar ayuda. Me llevará tiempo. Si logras contener la hemorragia, quizá podamos salvarlo.
Wallander ya iba camino de la puerta, cuando oyó la voz de Sten Nordlander a su espalda.
—¿Cabe alguna duda?
—Ninguna.
—En ese caso, me tuvo engañado toda la vida.
—Sí, engañó a todo el mundo.
Wallander salió de la cabaña y se apresuró a bajar adonde estaba el barco. Tropezó en varias ocasiones y llegó a caer. Una vez en la orilla, comprobó que el viento había empezado a soplar con más fuerza. Soltó el amarre, empujó el barco y saltó a bordo. El motor arrancó al primer intento. La noche era tan oscura que dudaba si podría navegar hasta el puerto.
Acaba de virar y estaba a punto de acelerar cuando oyó el sordo estallido de un disparo. No vaciló un segundo, alguien había disparado un arma. Y el ruido procedía de la cabaña. Soltó el acelerador y aguzó el oído. ¿Estaría confundido? Dio la vuelta y regresó a la orilla. Saltó a tierra, pero cayó en el agua y se le empaparon los zapatos. Iba siempre atento a cualquier ruido mientras el viento seguía arreciando. Sacó la escopeta y cargó la pistola. ¿Habría más gente en la isla sin que él lo supiera? Regresó a la cabaña escopeta en mano, procurando moverse de la manera más silenciosa. Se detuvo al ver la tenue luz por las rendijas de las cortinas. Ni un ruido, sólo el mar y el rumor del viento entre las copas de los árboles.
Acababa de empezar a moverse en dirección a la cabaña cuando resonó otro disparo, el mismo restallido seco. Se echó a tierra y se quedó inmóvil, con la cara pegada a la tierra húmeda, protegiéndose la cabeza con las manos, que tenía libres tras haber soltado el arma. Cada segundo que pasaba esperaba el fin.
Pero no vino nadie. Finalmente, se atrevió a levantarse y recoger el arma. Tanteó con los dedos para comprobar que los cañones no se habían llenado de tierra. Muy despacio, se levantó y se acercó agazapado a la puerta. Antes de abrir, golpeó dos veces enérgicamente en el marco. Nada. Gritó el nombre de Sten Nordlander, pero éste no respondió. «Dos disparos», recapituló Wallander presa del mayor nerviosismo, intentando interpretar el significado.
Imposible saberlo, pero sí intuirlo. Recreó el rostro de Sten Nordlander al preguntar: «¿Cabe alguna duda?».
Wallander empujó la puerta y entró.
Håkan von Enke estaba muerto. Sten Nordlander le había disparado en plena frente. Después dirigió el arma contra su propia sien. Ahora yacía en el suelo, junto a su antiguo colega. Desconcertado e indignado consigo mismo, Wallander pensó que debería haber previsto aquella posibilidad. Sten Nordlander había escuchado desde el exterior el relato de cómo Håkan von Enke los había traicionado a todos, y quizá más a aquellos que confiaban en él, que no lo veían tanto como un colega sino como un amigo.
Wallander evitó pisar con sus zapatos mojados el charco de sangre que se formaba en el suelo. Se desplomó en la silla desde la que había oído lo que Håkan von Enke le reveló. El cansancio se apoderó de él y pensó que la verdad se le antojaba más difícil de soportar a medida que pasaban los años. Pese a todo, siempre era su objetivo.
«¿En qué punto del plan se hallaban cuando fui a Djursholm?», se preguntó. «Si partimos de que la conversación que mantuvimos formaba parte de un plan cuyo objetivo consistía en hacerme creer que su esposa era una espía y, con ello, desviar todo interés por la persona de Håkan, supongo que las decisiones más importantes ya estarían tomadas entonces. Quizá fue el propio Håkan quien tuvo la idea de utilizarme a mí, de utilizar a su hijo, que vivía con una mujer cuyo padre no era más que un estúpido policía de pueblo.» La ira y el dolor inundaban su alma mientras contemplaba a aquellos dos hombres muertos. Sin embargo, en aquel momento, lo que más lo preocupaba era el hecho de que Klara no conocería a ninguno de sus abuelos paternos. La pequeña tendría que contentarse con una abuela que se batía contra el dominio del alcohol y un abuelo cada vez más viejo y achacoso.
Quizá permaneció allí sentado media hora, tal vez algo más, hasta que se obligó a sí mismo a actuar de nuevo como un policía. Se forjó una sencilla composición de cómo podría dejarlo todo tal como estaba. Antes de partir cogió las llaves del coche que Sten Nordlander tenía en el bolsillo. Luego dejó la cabaña, subió al barco y se hizo a la mar en medio de la oscura noche.
Sin embargo, antes de empujar el barco al agua por segunda vez, se quedó en la playa y cerró los ojos. Era como si el pasado se precipitase hacia él, todas las circunstancias de las que tan poco sabía. Ahora, en virtud de lo ocurrido, él se erigía en personaje secundario de aquel gran escenario. ¿Qué sabía hoy que ignoraba con anterioridad? En realidad, no mucho más, se decía. «Sigo siendo el mismo personaje desconcertado en la periferia de los grandes sucesos políticos y militares. Soy el mismo hombre inquieto e inseguro y me encuentro tan al margen como antes.»
Pese a la compacta oscuridad que lo envolvía, empujó el barco y logró navegar hasta llegar a puerto. Dejó el barco donde lo había alquilado. El puerto estaba desierto, eran las dos cuando se sentó en el coche de Sten Nordlander y partió de allí. Aparcó el coche cerca de la estación de ferrocarril y limpió a fondo el volante y la palanca de marchas, así como la puerta. Arrojó las llaves a un pozo y se sentó a esperar el primer tren con destino al sur. Se pasó muchas horas en el banco de un parque. Pensó en lo extraño que era hallarse allí, en una ciudad desconocida, con la vieja escopeta de su padre en una bolsa. Había empezado a lloviznar cuando, al alba, encontró una cafetería abierta. Se tomó un café y hojeó viejos diarios antes de regresar a la estación y partir de aquel lugar. No pensaba regresar jamás.
Desde la ventanilla del tren vio el coche de Sten Nordlander en el aparcamiento. Tarde o temprano, alguien se interesaría por él. Y lo uno llevaría a lo otro. Se preguntarían cómo llegó al puerto y, de allí, al islote de Blåskär, pero confiaba en que el arrendador de barcos no lo relacionase a él con la tragedia que tuvo lugar en la aislada cabaña. Además, estaba convencido de que los detalles se archivarían como secretos.
Wallander llegó a Malmö poco después de las doce, recogió su coche y puso rumbo a Ystad. Justo a la entrada de la ciudad lo detuvo un control policial. Mostró su carnet de policía y sopló en el alcoholímetro.
—¿Qué tal? —preguntó mostrándole a su colega un interés alentador—. ¿La gente conduce sobria o qué?
—Por lo general, sí, pero acabamos de empezar. Seguro que alguien cae. ¿Y cómo lo lleváis en Ystad?
—Por ahora, la cosa está tranquila, pero en agosto suele haber más trabajo que en julio.
Wallander hizo un gesto de despedida, subió la ventanilla y continuó su camino. «Hace unas horas, tenía dos cadáveres a mis pies», se dijo.
«Pero eso no debe saberlo nadie. Los recuerdos no se nos ven en la cara.»
Hizo algo de compra por el camino, fue a buscar a
Jussi
y, finalmente, llegó a casa.
Después de colocar la compra en el frigorífico se sentó a la mesa de la cocina. A su alrededor reinaba el silencio.
Intentó decidir qué le contaría a Linda.
Pero no llegó a llamarla el mismo día, ni siquiera aquella noche.
Sencillamente, no tenía ni idea de qué decirle.
Una noche de mayo de 2009, una pesadilla arrancó del sueño a Wallander. Cada vez le sucedía con más frecuencia. Los recuerdos de la noche seguían presentes cuando abría los ojos al despertar. Antes apenas recordaba sus ensoñaciones.
Jussi
, que había estado enfermo, dormía en el suelo, junto a la cama. El reloj que había sobre la mesilla indicaba las cuatro y cuarto. ¿Y si no fuese sólo el sueño lo que lo despertó? Por la ventana abierta del dormitorio quizá se hubiese filtrado en su conciencia el chillido de una lechuza, no sería la primera vez.
Como quiera que fuese, la lechuza se había marchado. Había soñado con Linda y la conversación telefónica que debería haber mantenido con ella el día que volvió de Blåskär. En el sueño, le contaba por teléfono lo sucedido. Ella lo escuchó sin pronunciar palabra y eso era todo. Su ensoñación se quebró bruscamente como una rama podrida.
Se despertó con una intensa sensación de malestar. En la realidad, nunca tuvo fuerzas para llamarla. La explicación que se dio a sí mismo no era más que una sencilla excusa. Él no había contribuido a la tragedia, y referirle con exactitud lo ocurrido sólo contribuiría a una situación insoportable, amén de convertirlo en sospechoso de estar implicado. Ahora bien, cuando la tragedia se hiciese pública, podría contarles a ella y a Hans lo que aconteció aquella noche sin quedar él mismo en el ojo del huracán.
Wallander se dijo que fue una de las peores experiencias de su vida, sólo comparable a aquella ocasión hacía ya muchos años en que, estando de servicio, mató por primera vez a una persona y llegó a plantearse si continuar su carrera de policía. Entonces pensó actuar como por fin lo había hecho Martinsson. Dejar la policía y dedicarse a una actividad completamente distinta.
Wallander se asomó despacio por el borde de la cama y miró a su perro. También el animal soñaba, arañando el aire con las patas. Wallander se tendió de nuevo en la cama, el aire que entraba por la ventana abierta lo refrescaba. Apartó el edredón y le vino a la mente el montón de papeles que tenía sobre la mesa de la cocina. Ya en septiembre del año anterior empezó a redactar una memoria de todos los sucesos acontecidos antes del trágico final que tuvo lugar en la cabaña del islote de Blåskär.
Fue Eskil Lundberg quien encontró los cadáveres. La policía judicial de Norrköping llamó enseguida a Ytterberg para que les ayudase. Puesto que también era asunto de la policía secreta y del servicio secreto militar, el caso se silenció enseguida y se catalogó como secreto. Wallander hubo de conformarse con lo que Ytterberg le reveló como confidencia y temió en todo momento que se descubriese su presencia en el escenario de la tragedia. Lo que más lo preocupaba era si Sten Nordlander le habría mencionado el viaje a su mujer, pero al parecer no lo hizo. Lleno de angustia, Wallander leía en los diarios sobre la desesperación de la esposa ante la muerte de su marido y su negativa a creer que le hubiese disparado a su viejo amigo antes de quitarse la vida.
Ytterberg se quejaba ante Wallander a veces. Ni siquiera él, que dirigía la investigación policial, sabía lo que se tramaba entre bastidores. En cualquier caso, podía afirmarse sin asomo de duda que Sten Nordlander hizo fuego dos veces contra su amigo, antes de pegarse un tiro. En realidad, el único misterio para el que nadie tenía explicación era averiguar cómo habría llegado Sten Nordlander hasta Blåskär. «Ello implica», le dijo Ytterberg en varias ocasiones, «que podría sospecharse la presencia inicial de un tercero. Pero resulta imposible saber quién era o qué papel desempeñó en toda esta historia». Tampoco lograron aclarar la causa desencadenante de tan trágico acontecimiento.
Los diarios y otros medios de comunicación especulaban a placer, regodeándose en el sangriento drama acontecido en la cabaña. Linda y Hans se vieron obligados a llevarse a Klara y abandonar su casa para evitar al sinfín de periodistas curiosos que acudían a entrevistarlos con preguntas insolentes. Los conspiradores más arrojados aseguraban que Håkan von Enke y Sten Nordlander se habían llevado a la tumba un secreto relacionado con el asesinato de Olof Palme.