El hombre inquieto (62 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

—Si me indicas cómo llegar, puedo ir adonde te encuentras ahora.

—No, será mejor que nos veamos en el vestíbulo del Sjöfartshotel. ¿A qué hora?

—A las cuatro —propuso Wallander—. Te agradeceré que vayas con tiempo.

Sten Nordlander rompió a reír.

—¿Acaso tengo elección?

—¿Tan terminante te ha sonado?

—Como un viejo maestro de escuela. Pero ¿estás seguro de que no ha ocurrido nada?

—No, que yo sepa —respondió Wallander evasivo—. Nos vemos mañana.

Wallander se sentó al ordenador y, no sin cierta dificultad, logró comprar un billete de tren y, además, reservar una habitación en el Sjöfartshotel. Puesto que el tren salía al día siguiente, se marchó a casa y llevó a
Jussi
a la del vecino. El hombre estaba reparando el tractor y, al ver a Wallander acercarse con el perro, le dedicó una sonrisa burlona.

—¿Estás seguro de que no quieres venderlo?

—Completamente seguro. Pero tengo que salir de viaje mañana. He de ir a Estocolmo.

—¿Y no eras tú el que me decía el otro día, en la cocina de mi casa, que odiabas las grandes ciudades?

—Sí, y así es. Pero es por una cuestión de trabajo.

—¿Acaso no hay bastantes malos por aquí de los que ocuparse?

—Seguro que sí, pero ahora debo ir a Estocolmo.

Wallander le dio a
Jussi
unas palmaditas y le dejó la correa al vecino.
Jussi
, que ya estaba acostumbrado, ni siquiera reaccionó cuando Wallander se dio media vuelta y volvió solo cruzando los campos.

Antes de marcharse, le hizo una pregunta típica de aquella época del año, cuando se acercaba el otoño.

—¿Cómo será este año la cosecha?

—Bastante buena.

«Es decir, muy buena», corrigió Wallander para sí mientras intentaba guardar el equilibrio por las cabeceras. En condiciones normales, el hombre no daba más que malos pronósticos. Wallander llamó a Linda en cuanto llegó a casa. Tampoco a ella quería confesarle la verdadera razón de su viaje y le dijo que lo habían convocado a una reunión en Estocolmo. Sólo le preguntó cuánto pensaba estar fuera.

—Dos días, puede que tres.

—¿Dónde te alojarás?

—En el Sjöfartshotel. Al menos, la primera noche. Luego quizá me quede en casa de Sten Nordlander.

A las siete y media, con la ropa ya en la maleta y la puerta cerrada con llave, se sentó al volante para dirigirse a Malmö. Después de mucho dudar, metió en la maleta su vieja escopeta de perdigones, en realidad la de su padre, junto con varios cartuchos y su arma reglamentaria. Puesto que realizaría el viaje en tren, no se vería obligado a pasar ningún control. Las armas le producían un gran malestar, pero no se atrevió a viajar sin ellas.

Se alojó en un hotel barato de las afueras de Malmö y cenó en un restaurante cercano a Jägersro antes de dar un largo paseo para relajarse y conciliar el sueño. Al día siguiente, antes de las cinco de la mañana, ya estaba vestido. Cuando pagó la habitación, cerró un trato con el encargado para dejar el coche en el aparcamiento del hotel y llamó a un taxi que lo condujo a la estación de ferrocarril. El día se presentaba caluroso, constató. Tal vez el verano hubiese decidido por fin llegar a Escania.

Por las mañanas solía estar más despejado, así fue siempre, que él recordase. Y mientras aguardaba en la acera la llegada del taxi, no halló el menor asomo de duda: estaba haciendo lo correcto. Por fin sentía que se aproximaba a la explicación de todo. Durante el viaje a Estocolmo durmió, hojeó unos diarios y resolvió a medias varios crucigramas, pero ante todo dejó vagar su mente, evocando una y otra vez la noche de Djursholm. Recordó las numerosas fotografías que tenía en casa. La inquietud de Håkan von Enke. Y la única instantánea en que Louise no sonreía. La única en la que aparecía seria. Se tomó un par de bocadillos y un café en el vagón restaurante, escandalizado ante los precios, y volvió a su asiento. Con la cabeza apoyada en la mano, se quedó absorto contemplando el paisaje que discurría veloz al otro lado de la ventanilla.

Después de Nässjö, ocurrió aquello que, últimamente, constituía su mayor temor. De repente, no sabía adónde se dirigía y se vio obligado a mirar el billete para avivar su memoria. Después de la laguna de memoria tenía la camisa empapada de sudor. Una vez más, estaba conmocionado.

En el Sjöfartshotel le dieron habitación a eso de las doce, dejó el equipaje y bajó a comer al restaurante. Allí había un grupo de personas que hablaban en inglés y Wallander oyó decir a alguno que eran de Birmingham. Comió una hamburguesa que acompañó de una cerveza y salió al bar, donde se tomó el café. Eran las dos menos cuarto, de modo que aún le quedaban varias horas de espera.

Sten Nordlander llegó al hotel unos minutos después de las cuatro. Estaba bronceado y llevaba el pelo muy corto. Wallander tuvo la sensación de que también él había perdido peso. Nordlander le dedicó una franca y amplia sonrisa al verlo.

—Pareces cansado —observó Nordlander—. ¿Cómo has aprovechado tus vacaciones, hombre?

—Seguramente, bastante mal —respondió Wallander.

—Hace muy buen tiempo, ¿quieres que salgamos o prefieres que nos quedemos aquí?

—No, yo también pensaba que podríamos salir. ¿Qué te parece si vamos a Mosebacke? La temperatura es tan agradable que podemos sentarnos fuera.

Durante el paseo por la pendiente que desembocaba en la plaza, Wallander no dijo una palabra sobre los motivos de su viaje a Estocolmo. Sten Nordlander tampoco hizo preguntas. Wallander se ahogaba mientras subían, en tanto que Nordlander parecía estar en forma. Se sentaron en la terraza, donde la mayoría de las mesas estaban ya ocupadas. El otoño y las tardes de frío no tardarían en llegar, de modo que la gente procuraba aprovechar para estar fuera mientras fuera posible. Wallander pidió té, pues había abusado del café y le dolía el estómago. Sten Nordlander pidió una cerveza y un bocadillo. Wallander decidió abordar el asunto.

—Verás, no fui del todo fiel a la verdad cuando te dije que no había ocurrido nada, es sólo que prefería no mencionarlo por teléfono.

Mientras hablaba, no dejaba de observar con atención a Sten Nordlander, cuya expresión de sorpresa se le antojó del todo sincera.

—¿Algo relacionado con Håkan? —preguntó.

—Exacto. De él se trata. Sé dónde se encuentra.

Sten Nordlander no apartaba la vista de Wallander. «Él no sabe nada», constató para sí con alivio. «No tiene la menor idea. Y en estos momentos necesito a una persona en la que poder confiar.»

Sten Nordlander guardaba un expectante silencio. A su alrededor la gente departía en animada charla.

—¡Cuéntame qué ha pasado!

—Lo haré, pero antes debo hacerte unas preguntas. Quiero comprobar si mi idea de cómo encaja todo esto es correcta. Veamos, hablemos de política. Dime, ¿cuál fue la inclinación política de Håkan von Enke mientras estuvo en activo? ¿Cuáles eran sus ideas? Pongamos un ejemplo: el caso de Olof Palme. Es de sobra sabido que se ganó el odio de muchos militares que no dudaban en difundir el insensato e infundado rumor de que estaba loco y sometido a tratamiento en un hospital o de que era espía de la Unión Soviética. ¿Dónde situarías a Håkan en ese contexto?

—En ningún sitio. Ya te lo dije. Håkan nunca fue de los que incitaban los ánimos ni contra Palme ni contra el Gobierno socialdemócrata. Recordarás que te conté que Håkan se entrevistó con el primer ministro en una ocasión. Y según Håkan, las críticas contra Palme eran infundadas. Además, según él, no cabía duda de que se exageraban la capacidad bélica de la Unión Soviética y su interés por atacar Suecia.

—¿Tuviste alguna vez motivos para dudar de su sinceridad al respecto?

—¡No! ¿Por qué iba a hacer tal cosa? Håkan es un patriota, pero es un hombre perspicaz y muy analítico. Creo que sobrellevaba mal la fobia por lo ruso de que se veía rodeado en su trabajo.

—¿Y qué opinaba de Estados Unidos?

—También era crítico. Recuerdo haberle oído decir en una ocasión que los Estados Unidos eran, en realidad, el único país del mundo que había utilizado armas nucleares contra otro país. Claro que podrían aducirse las circunstancias especiales existentes hacia el final de la segunda guerra mundial, pero es un hecho que los americanos utilizaron armas atómicas. Cosa que ningún otro país ha hecho hasta ahora.

Wallander no tenía más preguntas, por el momento. Las respuestas de Nordlander provocaron en él tan poca sorpresa como asombro, fueron las que esperaba. Se sirvió un poco de té y pensó que había llegado el momento.

—En alguna ocasión hemos hablado tú y yo de la existencia de un espía en la defensa sueca. Alguien cuya identidad no han logrado desvelar.

—Ya, bueno, se trata del tipo de rumores que siempre circulan en esas esferas. Si no tienen otro tema de conversación, siempre pueden recurrir a especulaciones sobre topos que va abriéndose caminos subterráneos.

—Si no he entendido mal, esos rumores hablaban de un espía más peligroso que el propio Wennerström, por múltiples razones.

—Yo de eso no sé nada, pero supongo que el espía al que no se puede atrapar es siempre el más peligroso.

Wallander asintió.

—Bien, pero circulaba otro rumor —prosiguió—. O más bien circula, pues aún sigue vivo. Y según dicho rumor, el espía desconocido es una mujer.

—Bueno, en mi opinión, eso no se lo creía nadie. Al menos no en mi círculo. Dado el reducido número de mujeres que trabajan en el Ministerio de Defensa y, menor aún, en puestos con acceso a documentación secreta, no es en absoluto verosímil.

—¿Tú hablaste de ello con Håkan en alguna ocasión?

—¿De un espía femenino? No, jamás.

—Pues Louise era espía —reveló Wallander con serenidad—. Era espía de la Unión Soviética.

Sten Nordlander no pareció comprender lo que Wallander acababa de decir. Luego tomó conciencia de la repercusión de aquella declaración.

—No puede ser.

—No sólo
puede
ser, sino que
es
tal como lo has oído.

—Pues yo no me lo creo. ¿En qué pruebas te apoyas para afirmar tal cosa?

—Harías bien en creerme. La policía halló en el bolso de Louise una serie de documentos secretos en microfilm y, además, varios negativos. Ignoro qué contenían, pero estoy convencido de que esos documentos demuestran que se dedicaba al espionaje. Contra Suecia, para Rusia y, con anterioridad, para la Unión Soviética. En otras palabras, estuvo en activo mucho tiempo.

Sten Nordlander lo observó incrédulo un buen rato.

—¿De verdad quieres que me lo crea?

—Sí, has de creerme.

—Esta revelación me sugiere preguntas, argumentos para contradecir lo que acabas de asegurar.

—Pero, dime, ¿de verdad puedes estar seguro, tener la certeza absoluta, de que estoy equivocado?

Sten Nordlander se quedó de piedra, con la cerveza en la mano.

—¿Håkan también está implicado? ¿Quieres decir que trabajaban en pareja?

—No lo creo.

Sten Nordlander colocó de golpe la copa en la mesa.

—¿Lo sabes o no? ¿Por qué no me lo dices ya sin rodeos?

—Nada indica que Håkan haya estado colaborando con Louise.

—Pero, entonces, ¿por qué se esconde?

—Porque sospechaba de ella. Estuvo vigilándola durante años. Al final temía por su vida, pues creía que Louise empezó a darse cuenta de que sospechaba de ella y, dadas las circunstancias, corría el riesgo de morir asesinado.

—Pero ¡si la asesinada es Louise!

—No olvides que, para cuando la encontraron, Håkan llevaba mucho desaparecido.

Wallander vio surgir una nueva faceta de Sten Nordlander. En condiciones normales era un hombre enérgico y abierto, pero ahora lo vio encogerse, transformarse abrumado por el desconcierto que lo embargaba.

En una mesa contigua se produjo de improviso un ligero tumulto, pues un hombre borracho se desplomó arrastrando consigo vasos y botellas. No tardó en acudir un vigilante que restableció el orden enseguida. Wallander seguía con su té. Sten Nordlander se había levantado y contemplaba desde la verja la ciudad que parecía vertida a sus pies. Cuando volvió, Wallander le hizo una confesión:

—Necesito que me ayudes a conseguir que Håkan pueda volver.

—¿Y qué puedo hacer yo?

—Sois muy buenos amigos. Quiero que me acompañes, vamos a emprender una pequeña excursión. Mañana sabrás adónde. ¿Podemos usar tu coche? ¿Podrás alejarte de tu barco un día o dos?

—Sí, claro.

Wallander se levantó.

—Bien, ven a buscarme al hotel mañana a las tres. Y lleva ropa impermeable. Venga, nos despedimos aquí mismo.

No le dio ocasión a Nordlander de hacer más preguntas. Cuando se marchó al hotel, echó un vistazo a su alrededor. Seguía sin estar seguro de poder confiar en Nordlander, pero había tomado una decisión y ya no había marcha atrás.

Aquella noche se mantuvo despierto un buen rato, dando vueltas entre las sábanas húmedas. Vio en sueños a Baiba levitando en el aire. Tenía el rostro totalmente transparente.

Salió del hotel muy temprano y tomó un taxi hasta Djurgården, donde echó un sueñecito bajo un árbol. Usó de almohadón la bolsa donde había guardado la escopeta. Se despertó y fue caminando despacio por la ciudad. Cuando Sten Nordlander detuvo el coche a la entrada del hotel, él ya estaba listo. Dejó la bolsa en el asiento trasero y se sentó al lado de Nordlander.

—¿Adónde vamos?

—Al sur.

—¿Lejos?

—Unos doscientos kilómetros, pero no tenemos prisa.

Dejaron la ciudad y tomaron la autovía.

—¿Qué nos espera? —quiso saber Nordlander.

—Nada, salvo que tendrás ocasión de escuchar una conversación.

Sten Nordlander no formuló más preguntas. «Sabe adonde vamos», se dijo Wallander. «¿Estará fingiendo sorpresa?» No lo tenía claro. En lo más hondo de su ser latía, claro está, la razón de que hubiese echado mano de las armas. «Las llevo porque no estoy seguro de no tener que defenderme en un momento dado», se dijo. «Espero no haber de utilizarlas.»

Llegaron al puerto hacia las diez de la noche, tras un alto para comer en Söderköping, a propuesta de Wallander. Ambos observaron en silencio el arroyo que discurría por la ciudad y que ahora estaba cubierto de maleza. El barco que Wallander había contratado con antelación los aguardaba amarrado en la dársena.

Hacia las once, ya se acercaban a su destino. Wallander apagó el motor y dejó ir el barco a la deriva. Aguzó el oído. Todo estaba en silencio. El rostro de Sten Nordlander apenas se distinguía en la oscuridad.

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