Releyó lo escrito y le dio a «Enviar» antes de apagar el ordenador. Cuando se iba a la cama, oyó la tormenta en la distancia.
Y de hecho, se acercaba un frente tormentoso. Sin embargo, aquella noche estival el cielo aún estaba claro.
Al día siguiente, Wallander comprobó que la tormenta había pasado sin rozar su casa, pues tomó otros derroteros más orientales. Wallander se sentía descansado cuando se levantó hacia las ocho. Aquella mañana hacía fresco, pero aun así se llevó afuera el desayuno y se sentó ante la mesa blanca del jardín. Para celebrar sus recién iniciadas vacaciones cortó unas rosas de un arbusto y las colocó en la mesa. Acababa de sentarse cuando sonó el teléfono. Era Linda, que llamaba para saber cómo se encontraba.
—Ha sido un aviso —admitió Wallander—. En estos momentos me encuentro bien, pero a partir de ahora procuraré tener siempre el teléfono a mano.
—Sí, precisamente, de eso es de lo que quería advertirte. —¿Cómo estáis vosotros?
—Klara está resfriada, el típico catarro veraniego. Y Hans ha pedido esta semana libre.
—¿Por voluntad propia…, o en contra de su voluntad?
—¡Por voluntad
mía
! No se atreverá a hacer otra cosa: le he dado un ultimátum.
—¿Cuál?
—El trabajo o yo. En lo que a Klara se refiere, no se negocia.
Wallander continuó con su desayuno mientras pensaba hasta qué punto Linda se parecía cada vez más a su abuelo. El mismo tono mordaz, la misma postura un tanto burlona e irónica con respecto al mundo circundante, pero también un punto irascible agazapado bajo la superficie. Wallander cruzó los pies sobre una silla, se retrepó, bostezó y cerró los ojos. Por fin empezaban de verdad sus vacaciones. Sonó el teléfono. En un primer momento, pensó en no contestar y escuchar después el mensaje que le dejasen, pero finalmente se levantó y atendió la llamada.
—Hola, soy Ytterberg. ¿Te he despertado?
—Para eso tendrías que haber llamado hace varias horas.
—Hemos encontrado a Louise von Enke. Muerta.
Wallander contuvo la respiración al mismo tiempo que se levantaba de la silla.
—He querido llamarte de inmediato —prosiguió Ytterberg—. Quizá podamos mantenerlo en secreto una hora más, pero hemos de informar a su hijo, y también a tu hija. Y ya no existen más familiares, a excepción del primo de Inglaterra, ¿me equivoco?
—Olvidas a la hija que está ingresada en la residencia de Niklasgården. Al menos deberíamos informar al personal, pero de eso puedo encargarme yo.
—Sí, ya sospechaba yo que preferirías hacerlo personalmente. No obstante, podría entender que no quisieras hacerlo y, en tal caso, yo mismo me pondría en contacto con ellos para informarlos.
—No, no, lo haré yo —insistió Wallander—. Ponme al tanto de los detalles más importantes.
—En realidad, la situación es absurda —comenzó Ytterberg—. Una mujer senil desapareció anoche de la residencia de ancianos de Värmdö. La pobre mujer solía emprender alguna que otra escapada y le habían puesto una especie de alarma con GPS que permitiese localizarla con facilidad. Sin embargo, la anciana había logrado quitársela, de modo que la policía se vio obligada a enviar varias patrullas para emprender una batida. Finalmente, dieron con la buena señora, la anciana senil, que se hallaba en perfecto estado por lo que me dijeron. Pero, durante la búsqueda se extraviaron dos de los policías. ¿Te imaginas? Y la conexión al móvil que llevaban encima era tan mala que tuvieron que iniciar otra batida. Y los encontraron, desde luego, pero por el camino de regreso hallaron a alguien más.
—¿Louise?
—Exacto. Estaba tendida a la orilla de un sendero del bosque, a unos tres kilómetros de la carretera más próxima. El sendero atraviesa una zona talada. Yo acabo de volver de allí.
—¿La han asesinado?
—No. Lo más probable es que se haya suicidado. No hay indicios de violencia externa. Se tomó una sobredosis de somníferos, encontramos el frasco vacío cerca del cadáver. Si estaba lleno, se tomó cien pastillas.
—Pero ¿seguro que estamos ante un suicidio?
—Por lo que hemos visto, no, aunque debemos esperar el examen del forense, claro.
—¿Qué aspecto tenía?
—Yacía de costado, ligeramente encogida. Llevaba falda, una blusa gris y un abrigo y los zapatos estaban junto al cuerpo. A su lado hallaron también un bolso lleno de llaves y documentos. Al parecer, algún animal había estado olisqueando el cadáver, que, no obstante, estaba intacto y no presentaba mutilación alguna.
—¿Sabes con exactitud en qué lugar de Värmdö la hallaron?
Ytterberg le dio las indicaciones y le prometió enviarle un plano por correo electrónico.
—Te lo hago llegar ahora mismo.
—¿Sigue sin haber rastro de Håkan?
—Nada.
—¿Por qué elegiría Louise justamente una zona talada?
—No lo sé. Desde luego, no puede decirse que haya sido una muerte bella. Rodeada de arbustos ajados y de troncos resecos de árboles. Bueno, te mando el mapa. Llámame si tienes alguna pregunta.
—¿Qué tal van tus vacaciones?
—Estoy al cargo de este caso. No es la primera vez en mi vida que he de posponer las vacaciones.
Wallander recibió el plano al cabo de unos minutos. Con la mano un tanto reacia sobre el auricular, pensó que aquél era un sentimiento que compartía con todos los policías del mundo: el rechazo a anunciar la muerte de un familiar, un deber que jamás se convertiría en una tarea rutinaria.
Con independencia de cuándo llegase, la muerte siempre venía a perturbarlo todo. Marcó el número con mano trémula y fue Linda quien contestó.
—¿Tú otra vez? ¡Pero si acabamos de hablar! ¿Seguro que estás bien?
—Sí, sí, yo me encuentro bien. Y tú, ¿estás sola?
—Hans está cambiándole el pañal a Klara. ¿No te dije que le había dado un ultimátum?
—Me lo dijiste, sí. Verás… Siéntate y escúchame con atención.
De su tono de voz, Linda dedujo que se trataba de algo grave, pues sabía que él no solía exagerar.
—Louise está muerta. Se suicidó hace unos días. La encontraron anoche o esta madrugada en un sendero del bosque, junto a un área talada de Värmdö.
Linda no respondió al principio, hasta que por fin preguntó:
—¿Es eso cierto?
—No parece que exista motivo alguno para ponerlo en duda, pero de Håkan no han hallado ni rastro.
—Pero… ¡es horrible!
—¿Cómo crees que se lo tomará Hans?
—No lo sé. ¿De verdad es definitivo?
—Comprenderás que no te habría llamado si no hubieran identificado a Louise.
—No, ya, me refiero al hecho de que cometiera suicidio. No es propio de ella, no era de esa clase de personas.
—Ve a contárselo a Hans. Si desea hablar conmigo directamente, puede llamarme a casa. Y también puedo darle el número directo del policía de Estocolmo que lleva el caso.
Wallander estaba a punto de concluir la conversación cuando Linda lo retuvo un instante.
—¿Dónde ha estado todo este tiempo? ¿Y por qué se ha quitado la vida justo ahora?
—Ignoro la respuesta tanto como tú. Esperemos que, pese a lo trágico del suceso, su muerte nos ayude a localizar a Håkan. Pero de eso ya hablaremos.
Wallander concluyó la conversación y acto seguido llamó a la residencia de Niklasgården. Artur Källberg estaba de vacaciones, al igual que la mujer de recepción, pero finalmente pudo hablar con una sustituta que ignoraba por completo la larga historia de Signe von Enke y Wallander experimentó la desagradable sensación de estar hablando con una pared. Aunque dadas las circunstancias, se dijo, tal vez constituyese una ventaja.
Apenas había terminado de hablar con la sustituta cuando llamó Hans. Estaba consternado, al borde del llanto. Wallander respondió paciente a todas sus preguntas y, antes de que Linda se pusiese al teléfono, le prometió avisarle en cuanto recibiese más información.
—Creo que aún no lo ha asimilado —dijo quedamente.
—No creo que ninguno de nosotros lo haya asumido aún.
—¿Qué pastillas tomó?
—Somníferos. Ytterberg no me dijo el nombre. Rohypnol, quizá. ¿No se llaman así?
—Louise jamás utilizó somníferos.
—Las mujeres suelen optar por las pastillas cuando deciden quitarse la vida.
—Ya… Quería preguntarte sobre algo que dijiste.
—¿Qué?
—¿De verdad se había quitado los zapatos?
—Eso dijo Ytterberg.
—¿Y no te resulta extraño? Si la hubieran encontrado en el interior de una casa, lo entendería, pero ¿por qué quitarse los zapatos cuando te tumbas a morirte al aire libre?
—Pues no lo sé.
—¿Te dijo qué zapatos eran?
—No, pero tampoco le pregunté, la verdad.
—Tienes que contárnoslo todo —le rogó Linda.
—¿Por qué iba a manteneros al margen?
—A veces se te olvida contar las cosas, quizá por consideración mal entendida. ¿Cuándo lo sabrán los periódicos?
—En cualquier momento, mira el teletexto y busca allí la noticia, pues ellos suelen ser los primeros.
Wallander aguardó auricular en mano y Linda volvió pasados unos minutos.
—Ya aparece: «Hallado el cadáver de Louise von Enke. Sin rastro de su marido».
—Seguiremos hablando más tarde.
Wallander encendió su televisor y constató que le concedían un gran espacio a la noticia, pero si no sucedía nada que modificase o ampliase la imagen, la muerte de Louise von Enke no tardaría en pasar a segundo plano.
El resto del día, Wallander intentó dedicarse a su jardín. Había comprado unas tijeras de podar a un precio rebajado en unos grandes almacenes de bricolaje, pero no tardó en comprobar que se trataba de una herramienta prácticamente inútil. Recortó algunos arbustos y ramas de los árboles frutales medio secos, consciente de que tal proceder no era aconsejable en pleno verano. No dejaba de pensar en Louise. No llegó a conocerla bien.
¿Qué sabía él, en realidad, de la suegra de su hija? ¿De la mujer que escuchaba con una discreta sonrisa todas las conversaciones que se mantenían en torno a la mesa, aunque sin decir nunca nada? Era profesora de alemán, quizá de algún otro idioma. En aquel momento, Wallander no lo recordaba, pero tampoco tenía ganas de ir a buscar sus notas.
«Hace muchos años, esa mujer tuvo una hija», recordó Wallander. «Y ya en el hospital, supo que la pequeña había nacido con una grave minusvalía. La llamaron Signe y jamás podría llevar una vida normal. Fue su primer hijo. ¿Cómo le afecta a una madre un suceso de tal magnitud?» Wallander reflexionaba trajinando por el jardín con sus inoperantes tijeras de podar, pero no halló respuesta. Sin embargo, tampoco sentía tristeza. No tenía sentido lamentarse por los muertos. En cambio, sí podía entender los sentimientos de Hans y de Linda. Y, además, pensaba en Klara, que jamás conocería a su abuela paterna.
Jussi
apareció trotando con una astilla en una de las patas delanteras. Wallander se sentó junto a la mesa del jardín, con las gafas en la punta de la nariz y unas pinzas con las que extraerla.
Jussi
le mostró su gratitud desapareciendo como rayo negro por uno de los linderos. Un planeador pasó sobrevolando a baja altura la casa de Wallander, que lo siguió con los ojos entrecerrados. La sensación de estar de vacaciones se resistía a dejarse notar. Veía a Louise tendida en el suelo junto a un sendero que se perdía caracoleando hacia una zona pelada de árboles. Y a su lado, un par de zapatos cuidadosamente colocados.
Dejó las tijeras de podar en el trastero y se tumbó en la hamaca. El planeador se perdió de vista. Se oía en la distancia el traqueteo de los tractores y el murmullo de la carretera principal iba y venía como en oleadas. De pronto, se sentó en la hamaca. Aquello era absurdo, pero las vacaciones no serían tales hasta que no lo hubiese visto con sus propios ojos. De modo que debía viajar a Estocolmo, una vez más.
Wallander partió en avión aquella misma noche, no sin antes haber dejado a Jussi en casa del vecino, que, por amable pero no menos irónico, le preguntó si había empezado a cansarse de su perro. Habló con Linda desde el aeropuerto, pero su hija le aseguró que no estaba sorprendida y que, de hecho, no esperaba otro comportamiento de su padre.
—Toma muchas fotografías —le rogó—. Ahí hay algo que no encaja.
—Nada encaja —sentenció Wallander—. Ésa es la razón de mi viaje.
Unos niños que gritaban en la fila inmediatamente anterior convirtieron el viaje en un suplicio y lo obligaron a pasar casi todo el viaje tapándose los oídos. Halló una habitación libre en un hotel no demasiado grande situado en las proximidades de la Estación Central. Justo cuando entraba al establecimiento, estalló una tormenta. Vio por la ventana que la gente se apresuraba a resguardarse de la lluvia. «¿Acaso puede haber una soledad mayor?», se preguntó. «Lluvia, habitaciones de hotel… Aquí me veo, con sesenta años. Si me doy media vuelta, no hallaré a nadie.» Pensó en cómo le iría a Mona. «Su soledad será a buen seguro tan inmensa como la mía, aunque quizá más dura de sobrellevar, puesto que es incapaz de evitar esconderla con todo lo que bebe».
Cuando cesó la lluvia, Wallander volvió a la Estación Central y compró un plano detallado de Estocolmo, antes de hacer una llamada y alquilar un coche para el día siguiente. Puesto que estaban en verano, la demanda de coches de alquiler se había incrementado considerablemente y el único vehículo que había disponible no resultó tan barato como él esperaba, pero lo aceptó. Fue a cenar al barrio de Gamla Stan. Tomó vino tinto y, de repente, acudió a su mente el recuerdo de aquel verano hacía ya muchos años en que conoció a una mujer, justo después de haberse separado de Mona. Se llamaba Monika y había ido a Ystad a ver a unos amigos. La conoció en un baile deplorable y quedaron en que volverían a verse para cenar en Estocolmo. Incluso antes de terminar el primer plato, comprendió que aquello no funcionaría. No tenían nada de qué hablar, nada en absoluto, los silencios se eternizaban y Wallander cogió una buena borrachera. Ahora brindó por su recuerdo con la esperanza de que le hubiese ido bien en la vida. Salió del restaurante un tanto achispado, vagó por las callejas y salió al puente de Skeppsbron antes de dar la vuelta para regresar al hotel. Aquella noche volvió a soñar con caballos que galopaban derechos al mar. Cuando despertó por la mañana, echó mano de su glucómetro y se pinchó la yema del dedo. Cinco coma cinco. Así era como debía estar. Empezaba bien el día.