El hombre inquieto (14 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

8

Al día siguiente por la mañana lo llamó Linda para preguntarle cómo le había ido en Estocolmo. Y él le dijo la verdad, que Louise parecía convencida de que Håkan había muerto.

—Hans se niega a creerlo —aseguró Linda—. Está convencido de que su padre sigue con vida.

—En el fondo, me figuro que sospecha que la cosa puede ser tan grave como presiente Louise.

—¿Y tú qué crees?

—No tiene buen aspecto.

Wallander le preguntó si había hablado con alguien de Ystad. Sabía que Linda mantenía contacto con Kristina Magnusson, también en privado.

—La investigación interna ha vuelto a desplazarse a Malmö —le dijo—. Lo que significa que tu caso quedará resuelto en breve.

—Puede que me echen a la calle —auguró Wallander.

En la respuesta de Linda se dejaba traslucir el enojo.

—Por supuesto que estuviste muy torpe al llevarte el arma al restaurante, pero si te despidieran, creo que podríamos contar con que otros doscientos policías también perderían su trabajo de una tacada. Por fallos de disciplina mucho más graves, todo sea dicho.

—Yo me espero lo peor —insistió Wallander sombrío.

—Cuando hayas dejado a un lado la autocompasión, volvemos a hablar del tema —le respondió antes de colgar.

Wallander pensó que Linda tenía toda la razón. Lo más probable era que recibiese una sanción, quizás una reducción de salario. Echó mano del teléfono para volver a llamarla, pero cambió de idea. Existía un alto riesgo de que se enzarzasen en una discusión. Se vistió, desayunó y llamó a Ytterberg, que le aseguró que lo recibiría a las nueve. Wallander le preguntó si habían encontrado alguna huella, pero obtuvo un no por respuesta.

—Recibimos un aviso de que habían visto a Von Enke en Södertälje —lo informó Ytterberg—. Pero no había nada. Era otro señor que vestía uniforme, pero cuando salió a dar su paseo, nuestro hombre no lo llevaba.

—En cualquier caso, es curioso que nadie lo haya visto —observó Wallander-Si ando muy equivocado, hay montones de personas que van a ese sendero de Lilljansskogen para hacer ejercicio o para pasear al perro.

—Sí, estoy de acuerdo —convino Ytterberg—. También a nosotros nos preocupa, pero nadie parece haberlo visto. Ven a las nueve y hablamos. Saldré a tu encuentro.

Ytterberg era alto y robusto y a Wallander le recordó a uno de los clásicos luchadores suecos. Le echó una ojeada a sus orejas, por ver si presentaban las habituales deformaciones como de coliflor, tan habituales en los luchadores, pero no halló el menor indicio de que aquel hombre hubiese dejado atrás una carrera de luchador. Pese a su enorme cuerpo, Ytterberg se movía con agilidad. Apenas rozaba el suelo mientras avanzaba deprisa por los pasillos, con Wallander siguiéndolo como podía. Al final llegaron a un caótico despacho sobre cuyo suelo yacía un gigantesco delfín hinchable.

—Es para mi nieta —explicó Ytterberg—. Anna Laura Constance. El viernes cumple nueve años y pienso regalárselo. ¿Tú tienes nietos?

—Acabo de tener el primero. Una nieta.

—¿Cómo se llama?

—Por ahora, de ninguna manera. Están esperando a que el nombre venga solo.

Ytterberg masculló un comentario inaudible y se hundió con pesadez en la silla. Le señaló a Wallander una cafetera que había en el alféizar de la ventana, pero a éste no le apetecía café y negó con un gesto.

—Sencillamente, partimos de la base de que se ha cometido un acto violento —comenzó Ytterberg—. Lleva demasiado tiempo desaparecido. Todo este asunto es muy extraño. Ni una sola pista. Nadie lo ha visto. Tiene toda la pinta de la típica persona que se ha esfumado. El sendero del bosque está lleno de gente, pero nadie ha visto nada. No encaja.

—Entonces eso quiere decir que se apartó de su recorrido habitual, que jamás estuvo allí, ¿no es cierto?

—O, al menos, que algo ocurrió por el camino antes de que llegase al bosque. No se puede matar a una persona en Valhallavägen y pasar inadvertido. Y tampoco es fácil meter a un hombre en un coche así sin más.

—¿Crees que a pesar de todo es posible que se marchara por voluntad propia?

—Puesto que nadie lo ha visto, es lo más plausible. Sin embargo, no hay nada que apoye esa hipótesis.

Wallander asintió.

—Dijiste que los servicios secretos se han interesado por el asunto, ¿es cierto? ¿Han aportado algo?

Ytterberg entrecerró los ojos y se retrepó en la silla.

—¿Desde cuándo han contribuido con algo sensato los servicios secretos de este país? Dicen que es pura rutina y que se involucran porque el desaparecido es un militar, por más que lleve retirado mucho tiempo.

Ytterberg se sirvió un café, pero Wallander volvió a indicar con un gesto que no quería.

—En su cumpleaños Von Enke parecía preocupado —dijo.

Puesto que Ytterberg le inspiraba confianza, le refirió el episodio de la terraza, cuando Håkan von Enke se asustó.

—También eso me llamó la atención —concluyó Wallander—. Aquella noche, tuve la sensación de que quería confiarse a mí. Sin embargo, nada de lo que me dijo explicaba su inquietud, ni me hizo ninguna revelación que pudiera llamarse en verdad una confidencia.

—Pero, entonces, ¿tú crees que estaba asustado?

—Sí, eso creo. Recuerdo que pensé que un capitán de submarino no se preocuparía por un peligro imaginario. Los años pasados bajo las aguas deberían acreditar tal suposición.

—Entiendo a qué te refieres —respondió Ytterberg reflexivo.

Entonces se oyó en el pasillo la voz de una mujer irritadísima. Wallander comprendió que estaba fuera de sí por «haber sido interrogada por un payaso». Enseguida dejaron de oírse las voces y se hizo el silencio.

—Me pregunto… —dijo Wallander—. Verás, revisé su despacho en el apartamento de Grevgatan. Me dio la sensación de que alguien había estado allí haciendo limpieza en su archivo. Siento no poder ser más exacto pero, ya sabes cómo son estas cosas: en la forma en que una persona conserva sus pertenencias se puede detectar un sistema; sobre todo, en los documentos que todos vamos dejando como una estela en nuestras vidas. La
espuma de la existencia
, me dijo un viejo comisario en una ocasión. Y, de repente, el sistema se viene abajo. Surgen extrañas lagunas. Además, en todas partes reinaba el más perfecto orden salvo en un cajón, donde todo estaba manga por hombro.

—¿Qué te dijo su mujer?

—Que allí nadie había mirado.

—Pues existen dos posibilidades. O bien ella misma ha estado haciendo limpieza y, por alguna razón, no desea revelárnoslo. No tiene que ser por nada especial, puede que simplemente no quiera que sepamos que es una curiosa, que le resulte vergonzoso, yo qué sé. O bien fue él mismo quien anduvo rebuscando y haciendo limpieza.

Wallander se perdió en sus reflexiones mientras escuchaba a Ytterberg. Había algo que debería entrever, la existencia de una conexión que había entrevisto fugazmente desvelada, pero que enseguida volvió a ocultársele. Y no logró captar la idea, que se le escapó sin remedio.

—Volvamos un momento al asunto de los servicios secretos —propuso Wallander—. ¿Es posible que tengan algo contra él? Una vieja sospecha que haya estado acumulando polvo en un cajón y que ahora haya vuelto a despertar su interés, ¿por ejemplo?

—Yo les hice la misma pregunta. Y recibí una respuesta de lo más difusa que podría interpretarse de dos maneras. O bien el agente que me visitó no disponía de más información, lo cual no es impensable. Todos hemos tenido la sensación de que los servicios de inteligencia suecos guardan una serie de secretos internos al tiempo que les cuesta mantener la boca cerrada de cara al público con respecto a lo que saben.

—Pero ¿acaso tenían algo contra Von Enke?

Ytterberg alzó los brazos para subrayar su impotencia, volcó sin querer la taza de café, y su contenido se derramó. Indignado, arrojó la taza a la papelera y limpió la mesa y los documentos mojados con un paño que había en un estante, detrás del escritorio. Wallander sospechó que el episodio de la taza de café no era un episodio aislado.

—No había nada —dijo Ytterberg una vez remediado el desaguisado—. Håkan von Enke es un militar sueco de una honorabilidad sin tacha. He hablado con una persona pero he olvidado su nombre, una persona que tiene acceso a los archivos de los oficiales de la marina. Y Håkan von Enke es un sol inmaculado. Tuvo un rápido ascenso en su carrera y llegó a capitán de fragata bastante pronto. Pero luego se detuvo, podría decirse que su carrera se estacionó.

Con la barbilla apoyada en la mano, Wallander reflexionó un instante sobre lo que Sten Nordlander le reveló al asegurar que Von Enke había arriesgado su carrera. Ytterberg se limpiaba las uñas con un abrecartas. Alguien pasó silbando por el pasillo. Wallander se dio cuenta con sorpresa de que se trataba del viejo éxito de la guerra, «
We'll meet again… Don't know where, don't know when
…», tarareó Wallander para sus adentros.

—¿Cuánto tiempo piensas quedarte en Estocolmo? —inquirió Ytterberg rompiendo el silencio.

—Regreso a casa esta tarde.

—Si me das tu teléfono te mantendré informado.

Ytterberg lo acompañó hasta la salida que daba a Bergsgatan. Wallander bajó por la plaza de Kungsholm, paró un taxi y regresó al hotel. Colgó el letrero de «No molesten» y se tumbó en la cama. Mentalmente se trasladó de nuevo la fiesta de Djursholm y, como quien se quita los zapatos para aproximarse de
puntillas
, se acercó sin hacer ruido a sus recuerdos del comportamiento y las palabras de Håkan von Enke. Dio vueltas y más vueltas a las imágenes de su memoria intentando detectar alguna grieta. ¿Se estaría equivocando? ¿Y si lo que él interpretó como miedo no fuese tal? La expresión del rostro de una persona podía interpretarse de mil maneras. Los miopes, por ejemplo, entrecierran los ojos para enfocar la imagen y a veces se los toma por descarados o desdeñosos. El hombre cuyo rastro buscaba llevaba seis días desaparecido. Wallander sabía que habían sobrepasado el límite de tiempo en que las cosas solían solucionarse. Después de tantos días, los desaparecidos solían haber regresado a sus hogares o, al menos, habían dado señales de vida. De Håkan von Enke no tenían la menor noticia.

Sencillamente se había esfumado, proseguía Wallander en aquella conversación consigo mismo. «Sale de paseo y no vuelve. Tiene el pasaporte en casa, no lleva dinero, ni siquiera el móvil.» Ése fue uno de los puntos en que se detuvo Wallander, una de las circunstancias más desconcertantes. Lo del teléfono constituía un misterio que requería solución, exigía una respuesta. Claro que podía haberlo olvidado, pero ¿por qué justo la mañana que desapareció? Aquello no parecía verosímil y reforzaba la hipótesis de que su desaparición no fue voluntaria.

Se preparó para el viaje de vuelta a Ystad. La hora previa a la partida del tren se detuvo a almorzar en el restaurante próximo a la estación. Se pasó el trayecto resolviendo un par de crucigramas. Como de costumbre, había alguna palabra que se le resistía y lo irritaba, pero no se rindió y siguió dándole vueltas. Llegó a casa poco después de las nueve. Fue a recoger a
Jussi
, que estuvo a punto de derribarlo de lo mucho que se alegraba de volver a verlo.

Tan pronto como cruzó el umbral se dio cuenta de que olía raro. Seguido de
Jussi
, fue olisqueando hasta el desagüe del baño. Vertió dos cubos de agua limpia sin que el hedor disminuyese apenas. Se habría producido un atasco en las tuberías del colector. Cerró la puerta del baño. El fontanero al que solía recurrir se sumía a veces en períodos de auténticas borracheras, y Wallander esperaba que no se encontrase en una de esas rachas.

Jarmo, que así se llamaba el fontanero, estaba totalmente sobrio cuando lo llamó Wallander por la mañana. El mal olor del baño no había desaparecido aún. Una hora más tarde, Jarmo se presentó en su casa y, tras otra hora de trabajo, las tuberías quedaron limpias. El hedor desapareció casi de inmediato. Wallander le pagó en negro. No le gustaba, pero Jarmo, por principio, era contrario a extender facturas.

Contaba cuarenta años de edad y tenía hijos repartidos por toda la comarca. Hacía unos años Wallander lo detuvo en una ocasión, acusado de ocultar objetos robados en diversos talleres de la zona. No obstante, Jarmo resultó ser inocente, se había producido un malentendido y, desde que Wallander compró la casa, sólo llamaba a Jarmo para que se ocupase de los constantes problemas de tuberías.

—¿Cómo va el asunto de la pistola? —le preguntó Jarmo alegremente mientras guardaba en la abultada cartera los billetes con que le pagó Wallander.

—Aún espero noticias —respondió Wallander, que, por otra parte, no tenía el menor deseo de hablar del tema.

—Pues yo creo que nunca he estado tan borracho como para olvidar los alicates en el bar.

Wallander no halló una respuesta apropiada.

Se despidió de Jarmo con un mudo gesto de la mano cuando el hombre se marchó en su oxidada furgoneta. Una vez solo, llamó a la comisaría, al número directo de Martinsson. Una grabación con la voz del colega le comunicó que se encontraba en Lund, donde participaba en un seminario sobre transporte ilegal de inmigrantes. Por un instante, Wallander se planteó si llamar a Kristina Magnusson, pero decidió no hacerlo. Resolvió otro par de crucigramas, puso a descongelar el congelador y dio un largo paseo con
Jussi
. El hecho de no poder trabajar lo aburría e inquietaba muchísimo. Sonó el teléfono y Wallander agarró el auricular como si llevase tiempo esperando oír el timbre. Una joven voz cantarina le preguntó si estaba interesado en alquilar un equipo de masaje que podía guardarse en un ropero y que ocupaba un mínimo espacio incluso desplegado. Wallander colgó de golpe, pero se arrepintió enseguida de haber sido tan brusco con la joven, que no se lo merecía.

Volvieron a llamar. Vaciló antes de responder, pero decidió atender la llamada. Había interferencias, como si llamasen de un lugar remoto. La voz le llegaba a destiempo.

Y le hablaba en inglés.

Era un hombre que, a gritos, le preguntaba si hablaba con la persona adecuada, pues él quería contactar con Kurt, con Kurt Wallander. ¿Era él?

—Soy yo —vociferó Wallander a su vez, en medio del carraspeo de la línea—. Pero ¿quién eres tú?

Sonó como si la conversación se hubiese interrumpido. Wallander estaba a punto de colgar cuando volvieron los gritos, aunque más claros, como más cercanos.

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