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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

El hombre inquieto (10 page)

Permaneció sentado en el coche, sin girar la llave de contacto. «De un mundo al otro», reflexionó. «Asisto a una obra de teatro que me resulta ajena, salgo de allí y me veo arrojado a un mundo que, por lo general, siempre veo desde fuera. En esta ocasión, en cambio, era yo el que yacía en el suelo, atacado, amenazado.»

Recordaba ante todo el cuchillo. En una ocasión, cuando se hallaba justo en el inicio de su carrera y era un joven policía de Malmö, recibió una terrible cuchillada en el parque Pildammsparken, de manos de un loco que perdió los estribos. Si la hoja del cuchillo se hubiera adentrado unos centímetros más en su cuerpo y en otra dirección, le habría llegado al corazón. En ese caso, no habría vivido todos esos años en Ystad, ni habría podido ver crecer a su hija Linda. Su vida se habría terminado antes de empezar en serio.

Recordaba lo que pensaba entonces. «Hay un tiempo para vivir y un tiempo para morir.»

En el coche hacía frío. Puso el motor en marcha y la calefacción al máximo. Una y otra vez evocaba lo sucedido. Aún estaba conmocionado, pero notó que también la ira se abría paso en su interior.

Se sobresaltó al oír que alguien llamaba a la ventanilla y se puso en guardia pensando que serían los dos jóvenes. Pero el rostro que atisbó por el cristal era de una señora canosa que llevaba una boina. Wallander entreabrió la puerta.

—Está prohibido dejar el motor en marcha tanto tiempo como lo tiene usted —le dijo—. Estoy paseando al perro y he comprobado, reloj en mano, cuánto tiempo lleva ahí parado.

Wallander no respondió, simplemente asintió y se marchó enseguida. Aquella noche tardó en conciliar el sueño. La última vez que miró el reloj eran más de las cinco. Al día siguiente, desapareció Håkan von Enke. Y Wallander no denunció el atraco de que había sido víctima.

No se lo confió a nadie, ni siquiera a Linda.

Dos días después de la desaparición de Von Enke, Wallander empezó a creer que debía de haberle ocurrido algo. Como él aún estaba de baja, le pareció absolutamente lógico que su futuro yerno lo llamase y le pidiese que fuera a Estocolmo. Wallander intuyó que, en realidad, fue Louise quien le sugirió que le pidiera ayuda. En cualquier caso, él les explicó que no quería mezclarse en el trabajo de la Policía, que los encargados del caso eran sus colegas de Estocolmo. Los policías que se inmiscuían en las tareas de los demás y pisaban terreno ajeno no solían caer muy bien.

La noche antes de partir a una hora temprana rumbo a Estocolmo, una de aquellas tardes cada vez más luminosas previas a la primavera, Wallander fue a casa de Linda. Como de costumbre, Hans no estaba en casa, pues siempre se quedaba a trabajar en lo que Wallander denominaba «especulaciones financieras». Aquella circunstancia había provocado, por lo demás, la primera y hasta la fecha única disputa entre Wallander y su yerno en ciernes. Hans había manifestado su airada protesta ante el hecho de que tanto él como sus colegas se dedicasen a algo tan simple. Pero cuando Wallander le preguntó en qué consistía su trabajo exactamente, creyó entender que la respuesta era justo ésa, a especular con divisas y acciones, derivados y fondos de inversión libre (algo sobre lo que Wallander no tenía inconveniente en admitir su más completo desconocimiento). Linda intervino para opinar que su padre no entendía nada que tuviera relación con los modernos instrumentos financieros, tan misteriosos para él que le daban pavor. En un primer momento, a Wallander lo indignaron sus palabras, pero enseguida notó la calidez del tono de su voz y alzó los brazos en señal de que, en efecto, admitía que así era.

En cualquier caso, allí estaba ahora, en casa de su hija. La pequeña, que seguía sin tener un nombre, dormía sobre una alfombra, a los pies de Linda. Wallander la observaba y cayó en la cuenta, quizá por primera vez, de que nunca volvería a tener a su hija en su regazo. Cuando los hijos tienen hijos, dejamos de forma irrevocable algo atrás.

—¿Qué crees tú que le habrá ocurrido a Håkan? —quiso saber Wallander—. Dame tu opinión como policía y como pareja de Hans.

La respuesta de Linda fue inmediata: la tenía bien meditada.

—Estoy segura de que le ha ocurrido algo. Incluso temo que haya muerto. Håkan no es el tipo de hombre que desaparece sin más. Jamás se le ocurriría suicidarse sin dejar un mensaje en el que explicase sus razones. En realidad, no se le ocurriría suicidarse, pero ésa es otra historia. Si hubiese cometido un delito, no intentaría eludir el correspondiente castigo. Sencillamente, no creo que haya desaparecido por voluntad propia.

—¿Podrías explicarte?

—¿Es necesario? Ya sabes a lo que me refiero.

—Sí, pero quisiera oírtelo decir.

Wallander se dio perfecta cuenta de que Linda se había preparado bien. No hablaba sólo como familiar, sino con la perspicacia y sagacidad de una joven policía que daba su opinión como profesional.

—Al decir que no ha desaparecido voluntariamente, creo que existen dos alternativas. Una, que haya ocurrido un accidente, que haya pisado una capa de hielo demasiado fina o que lo haya atropellado un coche. La otra, que haya sido víctima de una violenta agresión, que lo hayan secuestrado o que lo hayan asesinado. El supuesto del accidente ya no parece verosímil. No se encuentra en ningún hospital. Es decir, esa vía está cerrada. Sólo queda la otra posibilidad. Wallander alzó la mano para interrumpirla.

—Hagamos una suposición —propuso—. Supongamos algo que tú y yo sabemos que ocurre con bastante más frecuencia de lo que se cree. En especial cuando se trata de hombres de edad avanzada.

—¿Qué se haya fugado con otra mujer?

—Sí, más o menos eso estaba pensando.

Linda meneó la cabeza.

—Comprenderás que ya he hablado de ello con Hans. Y él niega categóricamente que haya habido un fantasma oculto en el ropero. Håkan ha sido fiel a Louise toda su vida.

Wallander intervino con una rapidísima objeción.

—¿Y Louise? ¿Le ha sido fiel a él?

Wallander comprobó que Linda no se había planteado esa cuestión. Aún no lo había aprendido todo sobre los entresijos de un interrogatorio.

—Eso es algo que no me cabe en la cabeza. No es de esa clase de mujeres.

—Mala respuesta. Nunca puede decirse de alguien que «no es de esa clase de persona». Es subestimar al ser humano.

—Pues lo expresaré de otro modo: no creo que haya tenido nunca una aventura. Aunque, desde luego, no puedo afirmarlo con certeza. ¡Pregúntaselo a ella!

—No pienso hacerlo, ¡faltaría más! Sería una impertinencia, dadas las circunstancias.

Wallander vaciló ante la siguiente cuestión que se le pasó por la cabeza.

—Hans y tú habréis hablado durante estos días. No es posible que ande siempre concentrado en sus ordenadores. ¿Qué dice él? ¿No le sorprendió que Håkan desapareciese?

—¿Cómo no iba a sorprenderle?

—No sé, pero cuando estuve en Estocolmo, me dio la sensación de que a Håkan le inquietaba algo.

—¿Por qué no lo dijiste?

—Porque deseché la idea, pensé que serían figuraciones mías.

—Pues tu intuición no suele fallar.

—Gracias, pero cada vez estoy menos seguro de eso como de tantas cosas.

Linda guardaba silencio. Wallander observaba su semblante. Había ganado algo de peso desde el embarazo y sus mejillas estaban ahora más carnosas. Se le notaba el cansancio en la mirada. Recordó a Mona y su irritación permanente al ver que él nunca se levantaba por las noches, cuando Linda se despertaba llorando. «Me pregunto cómo lo llevará Linda», se dijo. «Cuando nacen los hijos, se tensan todas las cuerdas a la vez, y alguna que otra llega a romperse.»

—Algo me dice que tienes razón —declaró Linda al fin—. Ahora que lo pienso, recuerdo situaciones, apenas identificables en su momento, en las que parecía estar nervioso. A veces lo sorprendía mirando atrás.

—¿En sentido literal o figurado?

—Literal. Se daba la vuelta para mirar atrás. No había reparado en ello conscientemente hasta ahora.

—¿Recuerdas algún otro detalle?

—Siempre ponía mucho cuidado en que las puertas estuviesen cerradas con llave. Y ciertas lámparas debían permanecer siempre encendidas.

—¿Por qué?

—No lo sé. Pero se trataba, por ejemplo, del flexo de su escritorio y de la lámpara del vestíbulo de la entrada.

Un viejo oficial de la Armada, reflexionó Wallander, que mantiene iluminadas por la noche ciertas vías de navegación. Faros solitarios en un pasaje militar secreto a través de aguas que las naves, por lo general, no pueden surcar.

En ese momento, la pequeña se despertó y Wallander la tuvo en brazos hasta que dejó de llorar.

En el tren a Estocolmo, Wallander estuvo dándole vueltas a por qué Von Enke mantendría las lámparas encendidas. Aquél era un secreto que tendría que desvelar. Igual que debería aproximarse a la figura de Håkan von Enke por caminos que aún desconocía.

Pero él pensaba que, pese a todo, la desaparición de Von Enke tendría un desenlace lógico y carente de dramatismo.

6

En una ocasión, a finales de los setenta, Mona y él hicieron un viaje a Estocolmo. Wallander recordaba que se alojaron en el hotel Sjöfartshotellet, en el barrio de Söder, así que llamó al mismo sitio y reservó una habitación para dos noches. Cuando bajó del tren, dudó entre tomar un taxi o el metro. Al final terminó dando un paseo con la exigua bolsa de viaje colgada al hombro. Aún hacía frío, pero lucía el sol y el horizonte aparecía sin nubes que presagiasen lluvia.

Emprendieron aquel viaje durante el verano de 1979, rememoró mientras caminaba por Gamla Stan. No fue él quien lo propuso, sino Mona, que de pronto cayó en la cuenta de que nunca había visitado la capital del país y quiso remediar semejante pecado casi vergonzoso. Invirtieron en el viaje cuatro de sus días de vacaciones. Mona acababa de empezar a trabajar y no tenía ni salario ni vacaciones establecidas. A Linda la dejaron unos días en casa de una compañera de clase, estaba a punto de empezar tercero de primaria, pues sucedió a primeros de agosto, lo recordaba bien. Días cálidos, una tormenta aquí y allá que precedía a una nueva oleada de calor que los impulsaba a cobijarse bajo las altas sombras que brindaban los árboles de los parques. «Pronto hará treinta años de aquello», se dijo mientras se acercaba a Slussen y abordaba la pendiente que lo conduciría al hotel. «Treinta años, toda una generación, y heme aquí ahora una vez más. Aunque, en esta ocasión, solo.»

Al entrar no reconoció el sitio. Se preguntó incluso si en verdad sería aquél el hotel en que se alojó con Mona. Después se desprendió del repentino malestar que lo embargaba, le cerró las puertas a todo recuerdo pretérito y tomó el ascensor que lo llevaría al segundo piso, donde estaba su habitación. Apartó la colcha y se tumbó en la cama. El viaje en tren había sido muy molesto, pues iba rodeado de niños que alborotaban y de un grupo de jóvenes borrachos que se subieron en Alvesta. Cerró los ojos e intentó dormir. Cuando se despertó sobresaltado, vio que apenas había dormido diez minutos. Se levantó y se acercó a mirar por la ventana. ¿Qué le habría ocurrido a Håkan von Enke? Si unía las piezas de que disponía, las que le había proporcionado Linda y las que él mismo había conseguido con su experiencia, ¿cuál era el resultado? No llegaba siquiera al esbozo de una conclusión.

Habían quedado en que acudiría a casa de Louise sobre las siete. Una vez más, decidió ir dando un paseo. Al pasar por el palacio se detuvo. Allí estuvo con Mona, se acordaba perfectamente. Justo en aquel puente se detuvieron y confesaron que les dolían los pies. Era un recuerdo tan nítido que casi oía la conversación. Había momentos en que lo invadía una profunda tristeza al pensar en la ruptura de su matrimonio. Y aquél era uno de esos momentos. Miró el remolino de las aguas y pensó que su vida consistía, cada vez más, en revisar dudosos balances de cuanto había llegado a añorar con los años.

Louise von Enke acababa de servir el té cuando él llamó a la puerta. Era evidente que no había dormido y que estaba cansada, pero también curiosamente serena. De las paredes de la sala de estar colgaban retratos de la familia Von Enke y óleos de batallas en colores apagados. Ella se dio cuenta de que Wallander observaba los cuadros.

—Håkan fue el primer oficial de la Armada en la familia. Su padre, su abuelo y su bisabuelo fueron oficiales del ejército. Y un tío suyo, además, chambelán del rey Óscar, no recuerdo si el primero o el segundo. La espada que hay en aquel rincón se la regaló a otro familiar el rey Carlos XIV, por algún servicio prestado. Según Håkan, su misión consistía en proveer a su majestad de jóvenes damas presentables.

En ese punto guardó silencio. A Wallander le llegó el tictac de un reloj que había en la repisa de la chimenea y el murmullo lejano de la calle.

—¿Tú qué crees que habrá ocurrido?

—Sinceramente, no lo sé.

—El día que desapareció, ¿notaste algo anormal? Algo que se saliera de su comportamiento habitual.

—No. Todo sucedió como siempre. Håkan es un hombre fiel a sus rutinas, sin llegar a ser meticuloso.

—¿Cómo se comportó los días previos? Incluso la semana anterior.

—Estuvo resfriado. Un día renunció a su paseo matinal. Eso fue todo.

—¿Recibió algún correo, alguna llamada, alguna visita?

—Habló varias veces con Sten Nordlander, su mejor amigo.

—¿Estuvo en la fiesta de Djursholm?

—No, se encontraba de viaje. Håkan y Sten se conocieron cuando trabajaban en el mismo submarino, Håkan estaba al mando y Sten era el oficial de la sala de máquinas. Debió de ser a finales de los sesenta.

—¿Qué opina él de su desaparición?

—Sten está tan preocupado como los demás. Él tampoco se lo explica. Dijo que estaba dispuesto a hablar contigo cuando vinieras.

Louise von Enke se hallaba sentada enfrente de Wallander. El sol de la tarde iluminó súbitamente su semblante y ella se cambió de sitio para quedar en la sombra. Wallander pensó que era una de esas mujeres que intenta ocultar su belleza tras una máscara de cotidianidad. Como si le hubiera leído el pensamiento, ella le dedicó una tímida sonrisa. Wallander sacó su bloc de notas y apuntó el número de teléfono de Sten Nordlander. Y no le pasó inadvertido que Louise se los sabía de memoria, tanto el fijo como el móvil.

Estuvieron conversando durante una hora sin que Wallander lograse averiguar nada que no supiera ya. Luego, ella le enseñó el despacho de su marido. Wallander observó el flexo que había sobre el escritorio.

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