El hombre inquieto (12 page)

Read El hombre inquieto Online

Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

Se levantó y regresó a la sala de estar. Ya habían retirado las tazas del té. Louise se encontraba junto a una de las ventanas, mirando hacia la calle, y se volvió al oír el carraspeo de Wallander. Sin embargo, lo hizo de forma tan rauda y repentina, que se diría que la había asustado. Wallander recordó entonces el gesto apresurado de su marido en la fiesta de Djursholm. «El mismo tipo de reacción», se dijo. «Los dos están inquietos, asustados, y reaccionan como si se hallasen bajo amenaza.»

No había pensado formular la pregunta expresamente, pero se le escapó cuando recordó el incidente en Djursholm.

—¿Tiene Håkan alguna arma?

—No. Ya no. Cuando aún estaba en activo, quizá. Pero en casa no, jamás.

—¿Tenéis alguna casa para las vacaciones?

—Hemos hablado de ello en varias ocasiones, pero al final siempre acabamos alquilando algo. Cuando Hans era pequeño, solíamos ir todos los veranos a Utö. Últimamente preferíamos viajar a la Riviera, donde alquilábamos un apartamento. Sí, hablamos de comprarnos una casa para el veraneo, pero nunca pasamos de ahí.

—¿No hay ningún otro lugar donde pudiera guardar un arma?

—Pues no. ¿Dónde iba a meter un arma?

—Quizá tenga algún trastero en alguna parte, ¿no? ¿No hay desván en la casa? O un sótano.

—Guardamos algunos muebles viejos y objetos de su infancia en un sótano, pero no me puedo creer que haya un arma.

Dicho esto, salió para regresar enseguida con la llave de un candado. Wallander la tomó y se la guardó en el bolsillo. Louise von Enke le preguntó si quería más té, pero él rechazó el ofrecimiento, aunque no fue capaz de decir que le gustaría más un café.

Volvió al despacho y siguió hojeando el informe sobre la situación política de Camboya.
¿Por qué estaría aquel informe encima del archivo
? Junto el sillón había un escabel. Wallander lo puso delante del archivo y se subió a él de puntillas, para poder ver el lugar donde halló la carpeta. La parte superior del mueble estaba llena de polvo, salvo en el espacio sobre el que había encontrado la carpeta del informe. Wallander devolvió el escabel a su sitio y se quedó de pie, pensando. De pronto cayó en la cuenta de lo que había llamado su atención. Se diría que faltaban documentos, en especial, dentro del archivo. Con el fin de cerciorarse, volvió a revisarlo todo una vez más, tanto el contenido del cajón como el archivo. Y, en efecto, descubrió indicios de que alguien hubiese ido entresacando papeles aquí y allá. ¿Lo habría hecho el propio Håkan? Claro que cabía esa posibilidad, pero también podría haberlo hecho Louise.

Wallander se dirigió a la sala de estar, donde halló a Louise sentada en una silla que al inspector le pareció muy antigua. La mujer estaba mirándose las manos y, al ver entrar a Wallander, le preguntó una vez más si quería un té. En esta ocasión le dijo que sí. Aguardó hasta que se lo hubo servido, aunque ella no lo acompañó.

—No he encontrado nada —admitió Wallander—. ¿Es posible que alguien haya estado revisando los documentos de Håkan?

Ella le dedicó una mirada escrutadora. Tenía la piel ajada, la cara casi distorsionada de puro cansancio.

—Bueno, yo he rebuscado en sus cosas, naturalmente. Pero ¿qué otra persona habría tenido acceso a ellas?

—No lo sé, pero parece que faltan documentos. Se diría que hay un desorden repentino. Claro que puede que me equivoque.

—Nadie ha estado en su despacho desde que desapareció. Salvo yo.

—Ya hemos hablado de ello, pero quisiera repetir la pregunta, lo de su sentido del orden.

—Håkan detestaba el desorden.

—Aunque no llegaba a ser maniático, si no recuerdo mal.

—Cuando tenemos invitados, él suele ayudarme a poner la mesa. Y se encarga de que los cubiertos y las copas estén como deben. Pero no utiliza una regla para que queden en líneas totalmente rectas y paralelas. ¿Te vale esta respuesta?

—Me vale perfectamente —aseguró Wallander afable y consternado al ver el cansancio extremo reflejado en el rostro de ella.

Se tomó el té y bajó al sótano para ver el trastero. Había en él unas cuantas maletas viejas, un caballito balancín, cajas de plástico con juguetes de generaciones anteriores, no sólo de Hans. Apoyados contra la pared descubrió varios pares de esquís y un equipo desmontado para copia de negativos fotográficos.

Wallander se sentó con cuidado en el caballito. La certeza se presentó como un azote, como una agresión despiadada igual a la que había sufrido recientemente: no existía otra explicación Håkan von Enke estaba muerto.

La sensación no sólo lo entristeció, también lo alteró.

«Håkan von Enke intentaba contarme algo», concluyó. «Pero aquella noche, por desgracia, en aquella sala casi hermética de Djursholm, yo no supe entenderlo.»

7

Wallander se despertó temprano, al alba, con la disputa de una joven pareja en la habitación contigua. El aislamiento de las paredes era de tan mala calidad que estaba en disposición de oír las duras pullas que se lanzaban. Se levantó y buscó en su bolsa de aseo por si tenía unos tapones para los oídos, pero, al parecer, los había olvidado en este viaje. Aporreó con violencia la pared, dos fuertes golpes, y luego uno más, como si hubiera querido transmitir con el puño una maldición concluyente. La discusión cesó de inmediato; o continuó a un volumen tan bajo que ya no entendía lo que decían. Antes de volver a dormirse, se puso a pensar si él y Mona no habrían protagonizado también alguna trifulca tonta en la habitación del hotel durante su viaje a la capital. A veces ocurría que se enzarzaban por detalles nimios, siempre eran detalles, nunca nada realmente importante, lo que los llenaba de indignación. «Nuestros enfrentamientos nunca tenían colorido, siempre eran grises», se lamentó. «Estábamos tristes o decepcionados, o las dos cosas al mismo tiempo, y ambos sabíamos que se nos pasaría, pero a pesar de todo discutíamos. Y los dos nos comportábamos tontamente y decíamos simplezas que lamentábamos nada más pronunciarlas. Sapos y culebras brotaban de nuestras bocas de forma incontrolada».

Volvió a dormirse, soñó con una persona, quizá Rydberg o quién sabe si su padre, que se hallaba fuera, bajo la lluvia, aguardándolo. Pero él llegaba tarde, tal vez por el coche, que se le había estropeado, y sabía que recibiría una buena reprimenda por su retraso.

Después del desayuno se sentó en la recepción y marcó el número de Sten Nordlander. Empezó por el teléfono de su domicilio. No obtuvo respuesta. Como tampoco atendió su llamada en el móvil. Sin embargo, ahí se le ofreció la posibilidad de dejar un mensaje. Dijo su nombre y el motivo de su llamada. Pero ¿cuál era, en verdad, el motivo de su llamada? En realidad, era cometido de la Policía de Estocolmo y no suyo buscar al desaparecido Håkan von Enke. Quizá podría considerárselo como un detective privado, una profesión con muy mala fama desde el asesinato de Olof Palme.

El timbre del móvil lo sacó de sus pensamientos. Era Sten Nordlander. Tenía la voz grave y bronca.

—Sé quién eres —le dijo—. Tanto Louise como Håkan me han hablado de ti. ¿Dónde te recojo?

Wallander ya estaba en la calle cuando Sten Nordlander frenó y detuvo el coche junto a la acera. Era un Dodge de mediados de la década de 1950, con relucientes adornos cromados y faldones blancos cubriendo los neumáticos. Seguramente, Sten Nordlander habría sido roquero en su juventud, uno de los «jóvenes motorizados» que tanto horror causaban a la sazón. Aún hoy seguía llevando la cazadora de piel, botas americanas, vaqueros y sólo una fina camiseta, pese al frío que hacía. Wallander se preguntó cómo llegaron a ser amigos Håkan von Enke y Sten Nordlander. A primera vista y en apariencia, no podía imaginar a dos personas más distintas. Sin embargo, resultaba peligroso fijarse sólo en la apariencia. Una de las sentencias favoritas de Rydberg era precisamente que «las apariencias son algo con lo que uno casi siempre mete la pata».

—Entra —lo invitó Sten Nordlander.

Wallander no le preguntó adónde iban, sino que se hundió en el asiento rojo de piel que, seguramente, sería original. Hizo algunas preguntas de cortesía sobre el coche, a las que recibió respuestas igualmente corteses. Después guardaron silencio. Dos dados grandes de un material parecido a la lana se balanceaban colgados del espejo retrovisor. Él había visto muchos coches por el estilo en su niñez. Al volante iban hombres de mediana edad, vestidos de trajes tan flamantes como el cromo de sus automóviles. Eran los hombres que compraban los cuadros de su padre por docenas y pagaban con billetes que sacaban de gruesos fajos. «Los caballeros de seda», los llamaba él entonces. Luego comprendió que humillaban a su padre, pues le pagaban una miseria por sus cuadros.

Aquel recuerdo lo entristeció un poco. Una época pasada, irrevocablemente desaparecida.

El coche no tenía cinturones de seguridad. Sten Nordlander vio que Wallander los buscaba.

—Este coche es una antigüedad —le explicó—. Y está dispensado de llevar cinturón de seguridad.

Llegaron a la zona de Värmdö. Wallander ya hacía rato que había perdido el sentido de la orientación y de la distancia. Nordlander frenó y detuvo el bamboleante Dodge ante una casa pintada de color marrón en la que había un café.

—La propietaria del local estuvo casada con un amigo de Håkan y mío —dijo Sten Nordlander—. Ahora está viuda. Se llama Matilda. Claes Hornvig, su marido, era segundo a bordo de un Orm en el que trabajábamos tanto Håkan como yo.

Wallander asintió. Recordaba que Håkan von Enke había mencionado aquel tipo de submarinos.

—Solemos venir aquí. Necesita el dinero. Y, además, tiene buen café.

Con lo primero que se topó Wallander al entrar fue con un periscopio que había en el suelo. Sten Nordlander le explicó de qué submarino ya desmantelado procedía, y Wallander comprendió que se encontraba en un museo privado de sumergibles.

—Se convirtió en una costumbre —le explicó Sten Nordlander—. Todos los que servían en submarinos suecos hacían como mínimo una peregrinación al café de Matilda. Y siempre llevaban algo consigo, lo contrario sería impensable. Alguna pieza robada de la vajilla, una manta, incluso timones y cuadros de mandos. Los momentos culminantes se producían, claro está, cuando los submarinos se desechaban y quedaban fuera de servicio. Entonces no eran pocos los que se llevaban algo y siempre había alguno haciendo la colecta para Matilda. Sólo que no pretendían recaudar dinero, sino preferentemente, por ejemplo, un medidor de profundidad desmontado del submarino inservible.

Una mujer de unos veinte años salió por unas puertas abatibles que daban a la cocina.

Es Marie, la nieta de Claes y Matilda —explicó Sten Nordlander—. Matilda aún viene a veces, pero tiene más de noventa años. Según ella, su madre llegó a vivir ciento uno y su abuela, ciento tres.

—Así es —dijo la muchacha—. Mi madre tiene cincuenta y calcula que sólo ha vivido la mitad de su vida.

Les sirvieron una bandeja con café y bollos. Sten Nordlander se tomó, además, un Napoleón dulce. Había clientes en casi todas las mesas, la mayoría gente de edad.

—¿Viejas dotaciones de submarinos? —quiso saber Wallander mientras se dirigían a la sala más recóndita, que estaba vacía.

—No necesariamente —respondió Sten Nordlander—. Pero a muchos los conozco.

Las paredes de la última habitación estaban decoradas con guerreras de diversos uniformes y con banderas de señalización militar. Wallander tuvo la sensación de encontrarse en el local de atrezzo de una película de guerra. Se sentaron a la mesa de la esquina. En la pared, junto a la mesa, había enmarcada una fotografía en blanco y negro. Sten Nordlander la señaló.

—Ahí tienes uno de nuestros Sjöormar. El segundo de la fila dos soy yo. El cuarto es Håkan. Claes Hornvig no participó en esa ocasión.

Wallander se inclinó para ver mejor la imagen. No resultaba fácil distinguir los rostros de los fotografiados. Sten Nordlander le contó que la habían tomado en Karlskrona, justo antes de emprender una larga expedición.

—No fue un viaje de ensueño, quizá —continuó—. Debíamos zarpar de Karlskrona rumbo a Kvarken, llegar a Kalix y volver. Estábamos en noviembre, hacía un frío helador. Si no recuerdo mal, hubo tormenta casi toda la travesía. El submarino se balanceaba constantemente, donde quiera que nos encontrásemos, pues al haber muy poca profundidad nunca descendimos lo suficiente. El Báltico es un charco.

Sten Nordlander devoraba su pastel con avidez, pero no parecía reparar en su sabor. De repente, dejó el tenedor.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Yo apenas sé más que Louise o que tú mismo.

Sten Nordlander apartó la taza de café con un movimiento brusco. Wallander observó que estaba tan cansado como Louise. «Otro que no duerme», constató para sí.

—Tú lo conoces —dijo Wallander—. Mejor que la mayoría. Louise me dijo que os unía una gran amistad. Si es así, tu opinión de lo que pueda haber ocurrido es más importante que muchas otras.

—Hablas igual que el policía con el que hablé en Bergsgatan.

—Es que
soy
policía.

Sten Nordlander asintió. Se le veía muy tenso. Su inquietud se reflejaba en la rigidez de sus mandíbulas y en la comisura de los labios.

—¿Cómo es que no estuviste en su cumpleaños? —preguntó Wallander.

—Tengo una hermana que vive en Noruega, en Bergen. Su marido falleció de forma repentina y ella necesitaba mi ayuda. Además, no me atraen las celebraciones multitudinarias. Håkan y yo lo celebramos una semana antes con una fiesta particular.

—¿Dónde?

—Aquí mismo. Con café y dulces.

Sten Nordlander señaló una gorra de uniforme que colgaba de la pared.

—Ésa era de Håkan. La donó cuando celebramos su cumpleaños.

—¿De qué hablasteis?

—De lo de siempre, de lo que sucedió en octubre de 1982. Yo servía entonces en el caza
Halland
que no tardaría en quedar fuera de servicio. Ahora está en el Museo Naval de Gotemburgo.

—O sea, que no sólo eras maquinista jefe de submarinos.

—Empecé en un torpedero, luego pasé a una corbeta, cazas, submarinos, y finalmente cazas otra vez. Estábamos en la costa oeste cuando empezaron a aparecer submarinos en el Báltico. Hacia mediodía del 2 de octubre, el almirante Nyman anunció que debíamos dirigirnos a toda máquina al archipiélago de Estocolmo, para actuar como refuerzo adicional en una operación.

Other books

The Dirty Duck by Martha Grimes
Magic Steals by Ilona Andrews
Dark Siren by Katerina Martinez
El silencio de los claustros by Alicia Giménez Bartlett
Shattered by Jay Bonansinga
72 Hours till Doomsday by Schweder, Melani
Burn With Me by R. G. Alexander
Unknown by Smith, Christopher