El hombre inquieto (34 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

Hans dejó sobre la mesa la taza de café con tal vehemencia que salpicó parte del contenido sobre la mesa. El hombre no parecía haber estado atento a su conversación.

—¿Dónde ha estado mi madre todo este tiempo? ¿Y dónde está Håkan?

—Dime, ¿qué crees tú? ¿Qué es lo primero que te viene a la mente ahora que todas las circunstancias están cambiando?

Fue Linda quien le planteó aquellas preguntas. Wallander la miró sorprendido, pues él acababa de formular mentalmente los mismos interrogantes; pero Linda era más rápida.

—No lo sé. Algo me dice que mi padre sigue vivo. Curiosamente, en el mismo instante en que me he enterado de que mi madre está muerta he experimentado la intensa sensación de que él aún vive.

En esta ocasión fue Wallander quien preguntó:

—¿Por qué? Algo habrá que te induzca a pensar así, ¿no?

—No lo sé.

Wallander no esperaba que Hans tuviese mucho que decir tan de repente, pues ya se había percatado de que el grado de intimidad entre los distintos miembros de la familia Von Enke era mínimo. Entonces, en medio de aquel razonamiento, se detuvo y se dijo que eso, precisamente, le ofrecía un punto de partida. ¿Qué sabía Håkan de Louise? ¿Y ella de él? ¿Se interponían entre ellos tantos secretos como con el resto de la familia, o sería al contrario? ¿Habrían tenido una afinidad más estrecha de lo que suponía?

En ese momento no sabía qué responder, no era capaz de profundizar en ello. De pronto, Hans se levantó y entró en la casa.

—Tiene que llamar a Copenhague —explicó Linda—. Acabábamos de acordarlo cuando llegaste.

—¿Qué habíais acordado?

—Que hoy se quedaría en casa.

—¡Qué hombre! ¿No tiene un solo día libre?

—Bueno, reina un gran nerviosismo en los mercados bursátiles. Hans está preocupado, por eso trabaja a todas horas.

—¿Con islandeses?

Linda lo miró con suspicacia.

—¿Intentas ser irónico? No olvides que estás hablando del padre de mi hija.

—Bueno, cuando me enseñó su despacho, estaba lleno de islandeses. No veo por qué has de entender como una ironía que ahora me haya acordado de eso.

Linda desechó aquel comentario con un gesto de la mano justo cuando Hans volvía a la hamaca. Durante unos minutos hablaron acerca del entierro de Louise. Wallander no supo decirle cuándo podrían recuperar el cadáver después del examen del forense.

—Es curioso —comentó Hans—. Ayer recibí un sobre enorme lleno de fotografías del cumpleaños de Håkan. Las tomó alguien a quien no se le había ocurrido enviarlas hasta ahora. Debe de haber unas cien, como mínimo.

—¿Quieres que las veamos? —preguntó Linda.

—No, ahora no. —Hans se encogió de hombros—. Las he dejado con las listas de invitados y los demás documentos relacionados con la fiesta, como las copias de las facturas.

Wallander estaba sumido en sus pensamientos y sólo oyó como de lejos lo que Hans acababa de decirle a Linda. De repente, despertó de su letargo y preguntó:

—¿He oído bien? ¿Has dicho «listas de invitados»?

—Sí, bueno, todo estaba muy bien organizado. No en vano, mi padre era oficial. Fue anotando quiénes acudieron, quiénes avisaron de que no podrían asistir y quiénes, contraviniendo todas las reglas, ni aparecieron ni dieron explicación alguna de su ausencia.

—¿Y cómo es que esas listas están en tu poder?

—Pues porque ni mi padre ni mi madre sabían mucho de informática, así que les ayudé a digitalizarlas y a sacar copias. Él quería que fuese añadiendo sus comentarios, vete a saber por qué, pero nunca llegué a hacerlo.

Wallander se mordía el labio mientras reflexionaba, hasta que se levantó y le dijo:

—Me gustaría ver esas listas. Y las fotografías. Puedo irme y llevármelas a casa si tenéis otros planes.

—Con un bebé no se tienen planes —intervino Linda—. ¿Acaso lo has olvidado? Klara no tardará en despertarse. Y entonces acabará esta paz celestial. Como te conozco, sé que será mejor que te vayas a casa. Creo que será mejor para todos.

Hans entró en la casa y volvió minutos después con varias carpetas de plástico llenas de documentos y fotografías. Linda acompañó a Wallander al coche. En la distancia se oyó el súbito tronar de una tormenta. Antes de que Wallander abriese el coche, ella se colocó ante la puerta.

—¿Es posible que se hayan equivocado y se trate de un asesinato?

—Nada hace sospechar que así sea. Ytterberg es un buen policía y tiene experiencia. Reaccionaría al menor indicio.

—Cuéntame otra vez cuál era su aspecto cuando la encontraron.

—Los zapatos estaban cuidadosamente colocados junto al cuerpo. Y yacía descalza y con la ropa bien puesta, es decir, que no se había caído, sino que se tumbó ella misma.

—Pero ¿y los zapatos?

—Había un dicho que ha caído en desuso y que decía que uno deja fuera los zapatos cuando se muere, ¿no?

Linda meneó la cabeza con manifiesta impaciencia.

—¿Qué ropa llevaba?

Wallander hizo un esfuerzo por recordar lo que Ytterberg le dijo al respecto. Una falda negra, una blusa blanca, unas bragas y unos calcetines.

Linda negó vehemente.

—¡Qué va! Jamás la vi llevar calcetines. O se ponía medias o nada.

—¿Estás segura?

—Del todo. Sólo utilizaba calcetines de lana cuando esquiaba, pero bueno, eso no tiene nada que ver.

Wallander reflexionó sobre qué podía significar aquello. No dudaba ni por un instante de que Linda tuviese razón: cuando se mostraba tan convencida, solía tener razón.

—Es la mejor respuesta que puedo darte. Le haré llegar tu pregunta a la policía de Estocolmo.

Linda se apartó y cerró la puerta una vez que Wallander se sentó al volante.

—Louise no era de las que se suicidan —aseguró.

—Aun así, eso fue lo que hizo.

Linda meneó la cabeza sin pronunciar palabra. Wallander sabía que le había dejado entre líneas un mensaje para que él lo interpretase: Linda opinaba que no tenían por qué hablar del tema en ese momento. Puso el motor en marcha y se marchó. Cuando se detuvo al llegar a la carretera principal, giró de pronto en dirección contraria, dejó Ystad a su espalda y siguió el camino paralelo al mar, hacia Trelleborg. Sentía la necesidad de moverse. En Mossby Strand había varias autocaravanas en medio de caravanas normales. Aparcó a la orilla de la carretera y bajó a la playa. Cada vez que volvía a aquel lugar experimentaba la sensación de que precisamente aquella cala, tan poco especial y no muy hermosa, era uno de los lugares centrales de su existencia. Allí solía ir a pasear cuando Linda era pequeña, allí intentó reconciliarse con Mona cuando ella le dijo que quería separarse. Y en aquella playa le comunicó Linda, pronto haría diez años, su decisión de convertirse en policía y la noticia de que la habían admitido en la Escuela Superior de Policía de Estocolmo. Y, cómo no, allí fue donde Linda le anunció que estaba embarazada de Klara.

A aquella misma playa arribó, hacía casi veinte años, un bote de goma con dos hombres muertos, torturados, anónimos, aunque mucho después lograsen identificarlos como a dos ciudadanos letones. Wallander sabía exactamente a qué lugar de la playa llegó el bote, casi podía ver a sus colegas alrededor de la embarcación de color rojo, sentir el viento cortante que los azotaba, y la expresión amarga de Nyberg intentando hacerse una idea de qué les habría ocurrido a aquellos dos hombres, aparte de estar muertos, asesinados a tiros, no ahogados.

Wallander echó a andar por la orilla con la intención de que su cuerpo se desprendiese de tanta rigidez provocada por su sedentarismo, por su inmovilidad. Pensaba en lo que le había dicho Linda. «Bueno, pero la gente se suicida, lo creamos o no», se dijo mientras cavilaba. «Hay varias personas de las que jamás pensé que acabarían con su propia vida y que sin embargo lo hicieron sin vacilar y, en la mayoría de los casos, siguiendo un plan bien meditado. ¿A cuántas personas muertas no he ayudado a arriar de la cuerda de la que se habían colgado? ¿Cuántos restos no he recogido después de un disparo en la cara? Y podría contar con los dedos de una mano a los familiares que admitieron que
no
les había sorprendido».

Wallander prolongó tanto el paseo que, cuando volvió al coche, se sintió cansado. Se sentó ante el volante, abrió una de las carpetas de Hans y se detuvo al azar en alguna que otra fotografía. Creyó reconocer muchas caras, otras no las recordaba en absoluto. Dejó las fotos en la carpeta y se fue a casa. Si quería sacarle partido a aquel material, tendría que revisarlo de forma exhaustiva, no así, a la ligera, detrás del volante del coche.

Ya por la tarde se sentó a la mesa de la cocina. «Debo empezar por aquí», se dijo. «Por las instantáneas de una gran fiesta familiar bien organizada, con un señor que cumple años y su esposa.» Observó las fotos una a una. Puesto que siempre se entreveían las mesas, podía calcular aproximadamente si las fotos se habían tomado antes de la comida, durante la misma o después. Hacían un total de ciento cuatro, muchas de ellas con poca resolución y bastante mal enfocadas. En sesenta y cuatro aparecían o bien Louise o bien Håkan, y en doce, los dos juntos. En dos de las fotos se cruzaban sus miradas, ella sonreía, él parecía más serio. Wallander colocó las fotografías en hilera, ordenándolas según el criterio cronológico más verosímil. Le llamó la atención la seriedad de Håkan von Enke, perceptible en todas las fotos. «¿Posa como un severo oficial de la Armada o reflejan esas imágenes la inquietud de la que no tardaría en hablarme aquella noche?», se preguntaba Wallander. «No lo sé, pero se diría que ya estaba preocupado en la fiesta.»

Louise, en cambio, sonreía en todas salvo en una foto donde no era consciente de que tenía delante al fotógrafo. «¿Se trata de la única foto sincera, o es pura casualidad?», consideró Wallander. Pasó a mirar aquellas instantáneas en que la cámara había captado a un buen número de invitados. Caras amables de personas mayores, gente acaudalada. «Los que acudieron a homenajear a Håkan von Enke no fueron pobretones», masculló para sí. «Esta gente puede permitirse el lujo de posar contentos y satisfechos.»

Wallander apartó las fotografías y pasó a las listas de invitados. Contó hasta ciento dos, relacionados por orden alfabético. Muchos eran marido y mujer.

Estaba estudiando la primera lista cuando sonó el teléfono. Era Linda.

—Siento curiosidad —admitió—. ¿Has encontrado algo?

—Nada que no supiera ya antes. Louise sonríe, Håkan está serio. ¿Es que no sonreía nunca?

—No muy a menudo. Pero la sonrisa de Louise es auténtica. Ella no fingía. Y además, creo que se le daba muy bien distinguir a la gente que sí lo hacía.

—Pues acabo de empezar a ojear las listas de invitados. Ciento dos nombres, casi no conozco a nadie. Alvén, Alm, Appelgren, Berntsius…

—A ése sí lo recuerdo yo —lo interrumpió Linda—. Sten Berntsius. Un alto mando de la Armada. Lo conocí al principio de estar con Hans durante una cena en casa de Håkan y Louise. Fue con su mujer, una criatura menuda y timorata que no hizo más que sonrojarse y beber demasiado, pero Sten Berntsius era horrible.

—¿En qué sentido?

—Por su odio a Olof Palme.

Wallander frunció el ceño.

—¿Cuánto hace que conoces a Hans? ¿Un par de años, desde 2006? Si no me equivoco, habían pasado veinte años desde el asesinato de Palme.

—El odio suele pervivir.

—No hablarás en serio, ¿verdad? O sea, que hace dos años estuviste en una cena en que uno de los invitados despotricaba de un primer ministro sueco asesinado hace más de dos decenios, ¿es eso?

—Como lo oyes. Sten Berntsius empezó a decir que Palme era un antiguo espía de la Unión Soviética, un criptocomunista, un traidor a su patria y yo qué sé qué más.

—¿Qué opinaban Håkan y Louise al respecto?

—Pues yo creo que Håkan, al menos, estaba de acuerdo. Louise no se pronunció, más bien intentaba quitarle hierro a la cosa. Pero aquello provocó una situación muy desagradable.

Wallander cavilaba. Para él, Olof Palme representaba, ante todo, un ejemplo del más lamentable fracaso de la Policía sueca. Como político, apenas lo recordaba. Un hombre de voz tajante y una sonrisa no demasiado afable, quizá. No era capaz de decidir qué recuerdos eran fieles a la verdad. Durante la época de Palme, la política no le interesaba lo más mínimo, pues coincidieron con los años en que intentaba poner orden en su propia vida y, por si fuera poco, mantener a raya los desmanes díscolos de su padre.

—Palme era primer ministro cuando los submarinos extranjeros invadieron nuestras aguas —repuso Wallander—. Supongo que fue eso lo que los llevó a hablar de él, ¿no?

—En realidad no. Si no recuerdo mal, discutieron sobre todo acerca de la degradación de la defensa sueca, que, según decían, había comenzado durante su candidatura. Él era él único responsable de que Suecia hubiese quedado incapacitada para defenderse. Berntsius sostenía que fue un gran error creer que la Unión Soviética se mostraría siempre tan pacífica como ahora.

—¿Cuál era, en realidad, la postura política de Von Enke?

—Comprenderás que ambos eran muy conservadores. Louise, por su parte, se esforzaba por aparentar un discreto desprecio por todo lo relacionado con la política. Pero claro, eso no era verdad.

—Es decir, que pese a todo ella también fingía.

—Puede ser. En fin, llámame si encuentras algo importante.

Wallander salió y le dio de comer a
Jussi
. El animal tenía un aspecto desaliñado y mustio y Wallander se preguntó si sería verdad que los perros y sus dueños terminaban por parecerse. En tal caso, a juzgar por el perro, podía decirse que la vejez había hecho presa en él. ¿Estaría ya en ese estadio? ¿En los aledaños de la devastadora edad del anciano, cada vez más débil? Desechó una cuestión tan poco halagüeña y volvió a entrar en casa. Pero cuando se disponía a sentarse de nuevo ante la mesa de la cocina, tomó conciencia de lo absurdo de su empresa. No había nada ni en las fotografías ni en las listas de invitados que pudiera arrojar luz sobre las desapariciones. No, allí no hallaría nada. Fuese cual fuese la realidad, debía tener otra explicación. Su búsqueda era inútil. No estaba buscando la aguja, sino el pajar.

Wallander recogió todo lo que tenía desperdigado sobre la mesa y lo dejó en la mesa del vestíbulo. Lo devolvería al día siguiente e intentaría dejar de pensar en la muerte de Louise y en la desaparición de Håkan. Llegado el momento, acudirían a la iglesia de Kristberg, bellamente situada con vistas al lago Boren, en Östergötland, donde la familia Von Enke disponía de un mausoleo familiar centenario en el que depositarían el ataúd de Louise. Hans le contó que sus padres habían dejado un testamento conjunto en el que declaraban que no deseaban ser incinerados. Wallander se sentó en el sillón y cerró los ojos. ¿Qué prefería él? No tenía ningún mausoleo ni ninguna tumba. Las cenizas de su madre habían sido esparcidas en un parque de cenizas de Malmö y su padre fue enterrado en uno de los cementerios de Ystad. En cuanto a su hermana Kristina, que vivía en Estocolmo, ignoraba sus planes al respecto.

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