Wallander sabía que aún temía que su pasado le diese alcance y ensombreciese su presente. Pese a que la Alemania Oriental había dejado de existir, sus víctimas seguían vivas. Wallander sabía a aquellas alturas que nada podía remediar el miedo de Eber, allí estaba y quizá nunca llegara a disiparse. Con el transcurso de los años, Eber fue volviéndose un hombre cada vez más tímido y reservado y sus citas fueron espaciándose hasta cesar por completo.
La última vez que se vieron fue porque a Wallander le llegó el rumor de que Eber estaba enfermo. De modo que un domingo a medio día se dirigió a Höör para ver cómo se encontraba. Eber estaba como siempre, quizás algo más delgado. Era unos diez años más joven que Wallander, pero parecía envejecer mucho más rápido. Wallander reflexionó mucho sobre el destino de Herman Eber cuando, tras la fracasada visita en la que permanecieron mudos el uno frente al otro, decidió regresar a casa.
La puerta de la casa de ladrillo rojo estaba entreabierta. Wallander salió del coche.
—¡Hola! ¡Soy yo! —gritó—. ¡Tu viejo amigo de Ystad, ni más ni menos!
Herman Eber salió a la escalinata. Llevaba un viejo chándal que, según sospechaba Wallander, era una de las escasas prendas que logró traerse cuando huyó de Alemania. La explanada estaba atestada de piezas de desguace y Wallander se preguntó fugazmente si Herman Eber, en un alarde de astucia, no habría colocado una serie de trampas alrededor de su casa.
El hombre entrecerraba los ojos al mirar a Wallander, como si llevase mucho tiempo sin ver la luz del día.
—¡Pero bueno! —exclamó Eber—. ¿Cuánto tiempo hace desde tu última visita?
—Muchos años. Pero, y tú, ¿acaso has venido a visitarme alguna vez? Ni siquiera sabes que me he mudado a vivir al campo.
Herman Eber meneó la cabeza. Casi estaba calvo por completo. Su mirada huidiza convenció a Wallander de que no había perdido el antiguo miedo a la venganza.
Eber señaló una mesa de jardín medio podrida y varias sillas desvencijadas. Wallander comprendió que no deseaba que entrase en su casa. Herman Eber siempre había tenido la casa sucia y desordenada, pero ésta era la primera vez que le negaba el acceso. «Puede que la cosa haya llegado demasiado lejos», adivinó Wallander. «Quizá viva entre un montón de basura.» Se sentó temeroso en la silla de apariencia menos endeble. Herman Eber se retrepó contra la fachada de la casa. Wallander se preguntó si aún conservaría aquella sagacidad que constituía su rasgo más característico. Eber era un hombre inteligente, aunque llevaba una existencia totalmente contraria a su capacidad intelectual. En más de una ocasión había sorprendido a Wallander acudiendo a una cita sin haberse lavado e incluso maloliente. Se vestía de un modo muy peculiar y era capaz de salir con ropa de verano en pleno invierno. Sin embargo, tras aquella apariencia que despertaba tanto desconcierto como repulsión, existía una mente lúcida, circunstancia que Wallander detectó desde el primer momento. Su forma de analizar aquello que ya había dejado de ser el milagro alemán incitó a Wallander a familiarizarse con un sistema social y una forma de ver la política totalmente ajenos para él hasta entonces.
Herman Eber solía reaccionar con aversión y reticencia cuando Wallander le preguntaba por su trabajo en la
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. Aún le resultaba difícil, doloroso, una punzada de la que no había logrado recuperarse. Sin embargo, en las ocasiones en que Wallander mostraba la paciencia suficiente, terminaba por hablar de ello. Un día, Eber le desveló de pronto, con toda sencillez, que hubo un período en que trabajó en una de las secciones secretas que sólo se dedicaba a quitarle la vida a la gente. De ahí que Wallander pensara enseguida en él cuando Ytterberg lo llamó para ponerlo al corriente del contenido del informe forense.
Eber se sentó. Wallander tomó nota de que, en esta ocasión, no olía mal. Había una pequeña piscina para niños llena de agua en medio del descuidado jardín. Sobre una mesita, junto al borde, se veían una toalla, jabón, limas para las uñas y otros utensilios que, en opinión de Wallander, más parecían instrumentos de tortura. En cualquier caso, era evidente que Eber utilizaba la piscina para lavarse.
Había salido a la escalinata con unos papeles en la mano. Detrás de ambas orejas sobresalían sendos lápices con goma de borrar en uno de los extremos. Desde que llegó a Suecia, Eber se había ganado la vida componiendo crucigramas para diversos diarios alemanes. Su especialidad eran los verdaderamente difíciles, destinados a los lectores muy iniciados. Inventar crucigramas era un arte. No era sólo cuestión de disponer las palabras con el menor número posible de cuadritos negros, siempre debían incluir algo más, un tema complejo de dilucidar, quizás asociaciones a distintos personajes históricos, según explicaba el propio Eber.
Wallander hizo un gesto señalando los papeles que llevaba en la mano.
—¿Nuevas dificultades?
—Lo más complejo ya está hecho. Un crucigrama cuyas pistas más elegantes se hallan en la filosofía clásica.
—Me figuro que la idea es, pese a todo, que la gente sea capaz de resolver esos crucigramas, ¿no?
Herman Eber no respondió. Wallander presintió de pronto que el hombre que tenía delante, embutido en aquel viejo chándal, soñaba en el fondo con crear un crucigrama que nadie pudiese completar. Por un instante se preguntó si Eber no habría perdido el juicio a causa del miedo. O por vivir en aquella hondonada rodeada de colinas que bien podían asemejarse a muros amenazantes cada vez más cercanos.
No lo sabía. Herman Eber seguía siendo, en el fondo, un desconocido para él.
—Necesito tu ayuda —anunció al tiempo que dejaba el informe forense sobre la mesa antes de, con metódica calma, pasar a referirle todo lo sucedido.
Herman Eber se encajó un par de gafas muy sucias. Examinó los documentos durante unos minutos, se levantó sin mediar palabra y se dirigió al interior de la casa. Wallander esperó. Después de un cuarto de hora, Eber seguía dentro. Wallander empezó a preguntarse si se habría ido a dormir o si no estaría preparando el almuerzo tras olvidarse por completo de la visita que aguardaba en el jardín. Continuó esperando, presa de una creciente impaciencia cada vez menos soportable. Wallander decidió concederle cinco minutos más. Sin embargo, no fue necesario, pues justo en ese momento apareció Eber. Llevaba varios papeles amarillentos varios papeles amarillentos en la mano y un grueso volumen bajo el brazo.
—Esto pertenece a otro mundo —declaró Eber—. He tenido que ponerme a buscar.
—Ya, pero parece que algo has encontrado, ¿no?
—Has sido sensato acudiendo a mí. Me temo que soy el único capaz de ofrecerte la ayuda que precisas. Al mismo tiempo, has de comprender que todo esto despierta en mi memoria un montón de aciagos recuerdos. De hecho, mientras buscaba, me he echado a llorar. ¿No se me oía desde aquí?
Wallander negó con un gesto. Pensaba que Eber estaba exagerando, pues no se observaba el menor rastro de lágrimas en sus ojos.
—Conozco esas sustancias —prosiguió Eber—. Me arrancan de un sueño centenario como el de la Bella Durmiente, en el que habría preferido seguir inmerso el resto de mi vida.
—En otras palabras, que sabes de qué se trata, ¿no?
—Seguramente. Los ingredientes, los compuestos químicos sintéticos que se mencionan son prácticamente los mismos con los que yo estuve trabajando en aquella época.
Guardó silencio. Wallander esperaba. A Herman Eber no le gustaba que lo interrumpieran. En una ocasión, bajo los efectos de varios vasos de whisky le confesó que esa limitación suya guardaba relación con todo el poder de que gozó como oficial de alto rango de la
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. En aquella época, nadie se habría atrevido a llevarle la contraria. Eber apretó entre sus manos el grueso volumen, como si de un escrito sagrado se tratase. Parecía dudar y Wallander empezó a tomárselo con calma. Un mirlo se posó en el borde de la piscinita. Eber dejó caer de golpe el libraco sobre la mesa y el mirlo levantó el vuelo. Wallander recordó que Eber sufría un misterioso e inexplicable miedo a las aves.
—Cuéntame —lo animó Wallander—. ¿Cuáles son las sustancias que conoces?
—Las utilicé hace mil años. Creía que habían desaparecido de mi vida. Y ahora resulta que, un bonito día de verano, te presentas tú y me recuerdas algo que yo preferiría olvidar.
—Pero ¿qué es lo que quieres olvidar?
Herman Eber lanzó un suspiro y se rascó la cabeza despoblada. Había que conseguir que se ciñera al tema, Wallander lo sabía. De lo contrario, era capaz de encontrar otros derroteros que lo conducirían a su tema, y ahí se perdería en interminables exposiciones sobre sus crucigramas.
—¿Qué es lo que quieres olvidar? —reiteró Wallander.
Herman Eber empezó a balancearse en la silla sin responder. Wallander estaba a punto de perder la paciencia.
—Quienquiera que haya muerto, eso no tiene la menor importancia —le dijo con dureza—. Quiero que me digas si conoces estas sustancias.
—He tenido que ver con ellas en el pasado.
—Eso no es respuesta suficiente. «He tenido que ver», ¿qué significa eso? Debes ser más claro. No olvides que un día me prometiste que me harías un favor cuando te lo pidiera.
—No lo he olvidado.
Eber meneó la cabeza. Wallander se dio cuenta de que la situación lo atormentaba.
—Tómate tu tiempo —le dijo—. Necesito tus respuestas, tus puntos de vista, tus ideas. Pero no tengo prisa. Si quieres, puedo venir más tarde.
—¡No, no! Quédate. Simplemente necesito tiempo para volver a lo que fue pero ya no existe. Es como si me hubieran obligado a perforar un túnel que luego he ido rellenando de tierra otra vez.
Wallander se levantó.
—Me voy a dar un paseo —anunció—. Voy a admirar los caballos islandeses.
—Media hora, no necesito más.
Herman Eber se secó el sudor de la frente. Wallander subió la pendiente y volvió sobre sus pasos hacia el prado más cercano. Los caballos se acercaron enseguida a la valla y empezaron a olisquearle las manos. Entonces acudió a su mente un recuerdo de Linda con doce años. Un día llegó a casa de la escuela y les comunicó que quería un caballo. Fue durante la peor época de su relación con Mona, la que culminó con la ruptura definitiva por su parte. Wallander pensó enseguida en Sten Widén, el entrenador de caballos de carreras. Él siempre tenía algún caballo de montar en sus establos y seguramente dejaría que Linda anduviese por allí practicando. Pero Mona se negó y Linda terminó por encerrarse en su cuarto. Wallander apenas recordaba lo que sucedió después, pero Linda no volvió a hablar de caballos nunca más.
Wallander regresó una vez transcurrida la media hora. Había empezado a soplar el viento y un banco de nubes se aproximaba por el sur. Herman Eber permanecía inmóvil sentado en una de las sillas cuando Wallander abrió la verja, que estaba a punto de caerse. Ahora había un libro más sobre la mesa, un viejo calendario con las pastas marrones. Eber empezó a hablar en cuanto Wallander se sentó. Cuando se indignaba, como ahora, su voz sonaba aguda, casi chillona. Wallander se había imaginado en varias ocasiones cómo se habrían sentido los interrogados por Herman Eber cuando éste aún tenía el convencimiento de que la Alemania del Este era el paraíso en la tierra.
—Igor Kirov —comenzó Eber—. También conocido como «Boris». Era su nombre artístico, el seudónimo que utilizaba. Un ciudadano ruso, enlace responsable con una de las secciones especiales del KGB en Moscú. Llegó a la RDA unos meses antes de que se construyera el muro. Yo lo conocí en persona y hablé con él en varias ocasiones, pero no teníamos nada que ver directamente. En cualquier caso, el rumor hablaba un lenguaje muy claro:
Boris
era un hombre que sabía hacer su trabajo. No consentía ningún tipo de irregularidad o de negligencia en su entorno. En sólo unos meses reubicó o degradó a varios de los más altos funcionarios de la
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. Boris era, por así decirlo, la estrella rusa, el núcleo del KGB más temido del Berlín Oriental. Cuando no llevaba con nosotros ni seis meses ya había desarticulado una de las mejores redes de agentes de Gran Bretaña. Tres o cuatro de esos agentes fueron ejecutados después de un juicio secreto y sumario. En condiciones normales, los habrían utilizados para canjearlos por agentes soviéticos o de la Alemania Oriental prisioneros en Londres, pero Boris se presentó directamente ante Ulbricht y pidió la ejecución. Con ello pretendía lanzar una seria advertencia, tanto al extranjero como a quienes por ventura acariciasen la idea de la traición dentro de las fronteras de la RDA. Boris se había convertido en una temida leyenda antes de llevar un año siquiera en el Berlín Oriental. Se decía que su vida era sencilla. Nadie sabía si estaba casado o si tenía hijos, si bebía o si jugaba al ajedrez. Lo único que podía decirse con seguridad era que poseía una capacidad extraordinaria para crear una eficaz organización de cooperación entre la
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y el KGB. Cuando llegó el final, todos se quedaron boquiabiertos. Alemania Oriental entera se habría quedado boquiabierta si hubiesen permitido que la gente se enterase de lo ocurrido. Pero claro, lo silenciaron todo.
—¿Y qué ocurrió?
—Un buen día se esfumó. Como si un mago le hubiese puesto un paño en la cabeza y lo hubiese hecho desaparecer. Pero claro, nadie aplaudió ese truco de magia. El gran héroe le había vendido su alma a los ingleses y, naturalmente, también a Estados Unidos. Ignoro cómo logró ocultar que fue responsable de la ejecución de los agentes ingleses. Tal vez no fuese necesario ocultarlo. Los servicios secretos han de ser cínicos para funcionar. Fue un escarmiento ignominioso tanto para el KGB como para la
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. Rodaron muchas cabezas, Ulbricht visitó Moscú y volvió con una buena reprimenda, aunque no era en absoluto responsabilidad suya que no hubiesen descubierto a tiempo a Boris. En aquella ocasión faltó poco para que Markus Wolf, el gran líder de la
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, quedase fuera de combate. Y así habría sido, desde luego, si no hubiese expedido la orden que nos lleva al motivo de tu visita. Una orden a la que se concedió la máxima prioridad.
Wallander intuyó el vínculo al que Eber aludía.
—¿Boris tenía que morir?
—Exacto. Pero no sólo debía morir, sino que además debía parecer que moría arrepentido. Debía quitarse la vida y dejar una carta en la que diese cuenta de su traición calificándola, además, de imperdonable. Debía elogiar tanto a la Unión Soviética como a la RDA y, con una gran dosis de autodesprecio, tan generosa como la dosis de los somníferos especiales por nosotros preparados, debía resignarse a morir.