El hombre que calculaba

 

Beremiz Samir, el Hombre que Calculaba, aparece a un lado del camino que lleva a la ciudad de Bagdad. Allí lo encuentra quien será el narrador de la historia. Los dos personajes emprenden juntos el viaje.

A través de las palabras con que Hank—Tadé—Maiá relata las distintas vicisitudes en las que participa Beremiz Samir a lo largo de la travesía, el lector recibe una clara idea de su talento para dominar la ciencia de la matemática, así como también de la altura ética de el Hombre que Calculaba. Los desafíos que enfrenta el calculador tienen como marco las tierras de un antiquísimo Irak habitado por califas, jeques y visires. En cada uno de los relatos, Beremiz Samir demuestra el dominio que tiene sobre los números, pero ante cada consulta, ante cada historia, esa sabiduría va acompañada por una reflexión que, por encima de todos los detalles, busca y siempre encuentra una razón ética, de justicia, para hacer desaparecer el problema, la no coincidencia entre los hombres por cuestiones, en la mayoría de los casos, casi insignificantes.

Beremiz Samir es un hombre sabio, es un hombre de paz que no busca el poder sino la tranquilidad de vivir una vida plena. El Hombre que Calculaba es, en definitiva, un hombre que intenta hablar con su hermano, transmitir historias en las que los seres humanos entienden que en la vida no todo es cálculo, y que es en la búsqueda de un equilibrio sincero, real y justo, donde será posible hallar la felicidad de los días.

Malba Tahan

EL hombre que calculaba

ePUB v1.1

Dukoman
13.02.12

Introducción

Los países árabes han ejercido siempre una clara fascinación, por la diversidad de sus costumbres, de sus ritos, y nada más adentrarnos en la historia de las naciones ribereñas del Mediterráneo, nos salen al paso los vestigios de aquella civilización, de la cual somos tributarios en cierto modo principalmente en aquellas disciplinas que tienen un carácter científico: la Matemática, la Astronomía, la Física y también la Medicina.

Los árabes, han sido siempre un pueblo paciente, acostumbrado a las adversidades que les procuran la dificultad del clima, la falta de agua y los inmensos páramos que les es preciso salvar para comunicarse con los demás pueblos de su área. La solitud del desierto, las noches silenciosas, el calor agobiante durante el día y el frío penetrante al caer el sol, impiden en realidad una actividad física, pero predisponen el ánimo para la meditación.

También los griegos fueron maestros del pensamiento, principalmente dedicado a la Filosofía y aun cuando entre ellos se encuentran buenos matemáticos –la escuela de Pitágoras todavía está presente- fue una actividad de unos pocos y, en cierto modo, era considerada una ciencia menor. Los pueblos árabes, en cambio, la tomaron como principal ejercicio de su actividad mental, heredera de los principios de la India a los que desarrollaron y engrandecieron por su cuenta.

Asombran todavía hoy los monumentos que la antigüedad nos ha legado procedentes de aquellos países en los que se observa, más que la inquietud artística, muchas veces vacilante e indecisa, la precisión matemática.

Por esto, cuando en un libro como El Hombre que Calculaba se juntan estas dos facetas tan distintas, a saber Poesía y Matemática, tiene un encanto indiscutible y nos adentramos en lo que sería posible aridez en los cálculos, a través de interesantes historias y leyendas, unas llenas de Poesía, otras de humanidad y siempre bajo un fondo matemático en el que penetramos sin darnos cuenta y, mejor dicho, con evidente placer y satisfacción.

Este es un aspecto que es menester resaltar porque, en general, existe una cierta prevención o resistencia hacia el cultivo de la ciencia matemática para la cual es menester una adecuación del gusto o una inclinación concedida por la naturaleza. El educador sabe de cierto, a los pocos días de contacto con sus alumnos, cuáles de ellos serán los futuros arquitectos o ingenieros por la especial predisposición que demuestran, para ellos toda explicación relativa a los números es un placer y avanzan en la disciplina sin fatiga ni prevención. Sin embargo el número de alumnos que destaquen es limitado y, no obstante, no se puede prescindir en manera alguna de esa enseñanza fundamental, aun para aquellos que no piensan dedicar su actividad futura a una de aquellas ramas, por una sencilla razón; que el cultivo de la Matemática obliga a razonar de manera lógica, segura, sin posibilidad de error y ésta es un aspecto que es necesario en la vida, para cualquiera actividad.

Creemos que este es el aspecto principal y que cabe destacar del libro El Hombre queCalculaba toda vez que no nos presenta unos áridos problemas a resolver, sino que los envuelve en un sentido lógico, el cual destaca, demostrando con ello la importantísima función que esa palabra, la Lógica, tiene en la solución de todos los problemas.

En el campo filosófico la Lógica toma prestada de la Matemática sus principios y es con ellos y solo con ellos que se puede dar unas normas para conducir el pensamiento de manera recta, que es su exclusiva finalidad.

El Hombre que Calculaba es, pues, una obra evidentemente didáctica que cumple con aquel consagrado aforismo de que es preciso instruir deleitando. Su protagonista se nos hace inmediatamente simpático porque es sencillo, afable, comunicativo, interesado en los problemas ajenos y totalmente sensible al encanto poético el cual ha de llevarle a la consecución del amor y, lo que es más importante, al conocimiento de la verdadera fe.

La acción transcurre entre el fasto oriental, sin dejar por ello de darnos a conocer los aspectos menos halagüeños de aquellos países en los que la diferencia social, de rango y de riqueza, eran considerables y completamente distanciadas. Tiene, además, el encanto poético que nos habla de la sensibilidad árabe en todo lo concerniente a la belleza y por último la estimación del ejercicio y dedicación intelectuales al presentarnos un torneo, en el que juegan tanto el malabarismo matemático, como la poesía y la sensibilidad.

Dicho torneo representa la culminación del hombre, de humilde cuna, que gracias a su disposición especial, llega a alcanzar cumbres con las que ni siquiera podía soñar. Es como una admonición o como un presagio de lo que en nuestros tiempos se presenta como más importante, en que los medios modernos de cálculo, con las maravillosas máquinas que el hombre ha creado –máquinas fundamentadas en principios repetidos a lo largo de los siglos- están dispuestas al servicio del hombre para que pueda triunfar en cualquier actividad. No es concebible la acción de un financiero, de un comerciante, de un industrial, de un fabricante, de todo el engranaje de la moderna industria y comercio, sin el auxilio de las Computadoras, de manera que bien se puede decir que la Matemática, se ha adueñado en nuestros tiempos de la sociedad. Y, sin embargo, con ser mucho, no lo es todo porque si sólo se atiende a esa materialidad a la que tan eficazmente sirve, la formación integral del hombre queda descuidada y le hace incompleto.

No solo de pan vive el hombre; también necesita de cuando en cuanto dejar volar la fantasía y atender a otras inquietudes espirituales de las que no puede prescindir.

El recto camino nos lo enseña El Hombre que Calculaba, en el que parece que también está “calculada” la dosis necesaria de los elementos que han de hacer de la Matemática un poderoso auxiliar, para que el hombre obtenga su formación total.

Demostrar que también en los números puede haber poesía; que los buenos y rectos sentimientos no son solo patrimonio de filósofos o practicantes; que la fantasía no está reñida con la precisión; que la Lógica debe acompañar todos nuestros actos y que es posible alcanzar el camino verdadero para la completa satisfacción moral, física e intelectual del hombre es el fruto que se obtendrá de la lectura de este extraordinario libro.

Representa una ráfaga de aire fresco, un descanso en la senda árida de los números que nos encadena, y nos advierte que es posible mirar el cielo estrellado, para admirarlo, y no solo para contar distancias o el número de cuerpos luminosos que lo integran; penetraremos en ese ignoto mundo, no solo con la intención de entenderlo, sino también de gozarlo.

¡Cuántas veces en la vida, se nos presentan problemas que parecen insolubles, como los que en su aspecto matemático nos ofreceEl Hombre que Calculaba, en los que la dificultad es más aparente que real! Bata solo ejercitar el raciocinio para que nos demos cuenta de que su solución es tan fácil como deducir que dos más dos suman cuatro. El sentido práctico que esto nos puede hacer adquirir, junto con la convicción de que la belleza está en todas partes, a nuestra disposición, con solo tener o sentir la necesidad de buscarla, tiene un valor formativo tan elevado que indudablemente ha de producir abundantes frutos en lo relativo a la formación del propio carácter.

El Hombre que Calculaba es como aquellas insignificantes semillas, pequeñas en tamaño y aparentemente frágiles, que son capaces de desarrollar un árbol gigantesco que proporcione frutos abundantes, sombra y placer sin fin a su cultivador.

El que sepa sacar estas consecuencias merecería, sin duda, la bendición del famoso calculador Beremiz Samir quien, a continuación, va a contarnos su prodigiosa vida y sus no menos prodigiosos actos.

A la memoria de los siete grandes geómetras cristianos o agnósticos

Descartes, Pascal, Newton, Leibniz, Euler, Lagrange, Comte

¡Allah se compadezca de estos infieles !

y a la memoria del inolvidable matemático, astrónomo y filósofo musulmán

Buchafar Mohamed Abenmusa Al Kharismi

¡Allah lo tenga en su gloria!

y también a todos los que estudian, enseñan o admiran la prodigiosa ciencia de los tamaños, de las formas, de los números, de las medidas, de las funciones, de los movimientos y de las fuerzas naturales

yo, el—hadj jerife Ali Iezid Izz—Edim Ibn Salim Hank Malba Tahan

creyente de Allah y de su santo profeta Mahoma

dedico estas páginas de leyenda y fantasía.

En Bagdad, 19 de la Luna de Ramadán de 1321.

CAPITULO I

En el que se narran las divertidas circunstancias de mi encuentro con un singular viajero camino de la ciudad de Samarra, en la Ruta de Bagdad. Qué hacía el viajero y cuáles eran sus palabras.

¡En el nombre de Allah, Clemente y Misericordioso!

Iba yo cierta vez al paso lento de mi camello por la Ruta de Bagdad de vuelta de una excursión a la famosa ciudad de Samarra, a orillas del Tigres, cuando vi, sentado en una piedra, a un viajero modestamente vestido que parecía estar descansando de las fatigas de algún viaje.

Me disponía a dirigir al desconocido el trivial salam de los caminantes, cuando, con gran sorpresa por mi parte, vi que se levantaba y decía ceremoniosamente:

—Un millón cuatrocientos veintitrés mil setecientos cuarenta y cinco…

Se sentó en seguida y quedó en silencio, con la cabeza apoyada en las manos, como si estuviera absorto en profundas meditaciones.

Me paré a cierta distancia y me quedé observándolo como si se tratara de un monumento histórico de los tiempos legendarios.

Momentos después, el hombre se levantó de nuevo y, con voz pausada y clara, cantó otro número igualmente fabuloso:

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