El hombre que se esfumó (21 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

—En ocasiones, también aquí pueden ocurrir cosas nuevas.

—Posiblemente —respondió Kollberg—. Pero se te olvida que Matsson desapareció en Hungría, cuando iba a recoger más género para sus pobres clientes. Y ahora, lárgate.

Stenström se marchó.

—Le has tratado muy mal —dijo Martin Beck.

—También podría pensar un poco por su cuenta —repuso Kollberg.

—Eso es lo que estaba haciendo.

—¡Bah!

Martin Beck salió al pasillo. Stenström se estaba poniendo la chaqueta.

—Mira sus pasaportes.

Stenström asintió.

—No vayas solo.

—¿Son peligrosos? —le preguntó Stenström sarcásticamente.

—Pura rutina —replicó Martin Beck.

Regresó con Kollberg. Permanecieron sentados en silencio hasta que sonó el teléfono. Martin Beck tomó el receptor.

—Su conferencia con Budapest será a las 19:00 en lugar de a las 17:00 —dijo la telefonista.

Durante un momento, reflexionaron sobre el aviso. Luego Kollberg exclamó:

—¡Uf! ¡Esto no tiene nada de divertido!

—No —convino Martin Beck—. No será divertido.

Sin necesidad de discutir más detenidamente el asunto entre ellos, ya sabían aproximadamente, cada uno por su lado, qué había pasado y qué iba a suceder.

—Dos horas —dijo Kollberg—. ¿Salimos a dar una vuelta y a ver algo?

Cruzaron en coche el puente del Oeste. El tráfico del sábado había disminuido y el puente estaba prácticamente desierto. Pasaron junto a un autocar de turistas alemanes detenido en medio del puente. Martin Beck vio a los pasajeros de pie, mirando la plateada bahía de Riddarfjärden y la brumosa silueta de la ciudad bajo la lluvia.

—Molin es el único que vive fuera de la ciudad —dijo Kollberg—. Vayamos por él primero.

Cruzaron el puente, pasaron luego los campos de Årsta, donde la neblina se cernía pesadamente sobre las tierras, y enfilaron la alameda de Sockenvägen.

Kollberg se metió entre los chalés y estuvo un rato dando vueltas por las estrechas calles, antes de dar con la correcta. Dejaba que el coche avanzara lentamente a lo largo de setos y cercos, mientras iba leyendo los nombres en las verjas.

—Aquí es —dijo—. Molin vive a la izquierda. Allí puedes ver su porche. La casa debió de estar ocupada antes por una sola familia, pero ahora está dividida. La otra entrada está en la parte de atrás.

—¿Quién vive en la otra parte de la casa? —le preguntó Martin Beck.

—Un funcionario de Aduanas retirado y su mujer.

Frente a la casa había un jardín grande y descuidado, con nudosos manzanos y groselleros enmarañados. Pero los setos estaban bien recortados y la cerca blanca parecía recién pintada.

—Es grande el jardín —comentó Kollberg—. Y muy abrigado. ¿Quieres ver algo más?

—No, sigue conduciendo.

—Entonces vamos a Svartensgatan —dijo Kollberg—. Gunnarsson.

Tomaron Nynäsvägen, rumbo a Söder, y aparcaron el coche en la plaza Mosebacke.

El número 6 de Svartensgatan estaba junto a la plaza. Era un viejo edificio con un gran patio empedrado. Gunnarsson vivía en el tercer piso, con vistas a la calle.

—No lleva mucho tiempo viviendo aquí —dijo Martin Beck más tarde, en el coche.

—Desde el 1 de julio.

—Y antes vivió en Hagalund. ¿Sabes dónde?

Kollberg se detuvo ante un semáforo en rojo, junto a la iglesia parroquial de Jakob.

Señaló con la cabeza la gran ventana angular del bar de la Ópera.

—Quizás estén sentados ahí dentro, dijo. Todos, excepto Matsson. ¿En Hagalund? Sí, tengo la dirección.

—Entonces luego iremos allí —comentó Martin Beck—. Sigue por Strandvägen. Me gustaría echar un vistazo a los barcos.

Fueron por Strandvägen y Martin Beck miró los barcos. En un muelle había un gran trasatlántico con la bandera norteamericana izada en popa; más allá, junto al puente de Djurgården, flanqueada por dos veleros de Aland, vio una lancha motora polaca.

Ante el portal del edificio donde vivía Pia Bolt en Strindbergsgatan, un chiquillo con gorro impermeable y peto a cuadros empujaba hacia adelante y hacia atrás un autobús de juguete, imitando el ronco sonido de su motor. El ruido se hizo ahogado y desigual cuando frenó el autobús, para dejar paso a Kollberg y Martin Beck.

En el portal estaba Stenström, mirando de modo sombrío la lista de Kollberg.

—¿Qué se te ha perdido aquí? —le preguntó Kollberg.

—Ella no está en casa. Y tampoco en el Tennstopet. Me preguntaba adónde ir ahora. Pero si estáis pensando en encargaros de ello, puedo irme a casa.

—Prueba en el bar de la Ópera —le sugirió Kollberg.

—Y a propósito, ¿por qué vas solo? —preguntó Martin Beck.

—Rönn ha estado conmigo. Volverá dentro de un minuto. Ha ido a casa de su tía con unas flores. Es su cumpleaños, y vive justo a la vuelta de la esquina.

—¿Cómo va? —preguntó Martin Beck.

—Hemos comprobado las coartadas de Lund y Kronkvist. Los dos salieron del bar de la Ópera a eso de la medianoche, y se fueron directos al Hamburger Börs. Allí se encontraron con dos conocidas, y a eso de las tres regresaron a casa con una de ellas.

Miró la lista.

—La chica se llama Svensson y vive en Sagavägen, Lidingö. Permanecieron allí hasta las ocho de la mañana del viernes y luego fueron juntos en taxi a trabajar. A la una se dirigieron al Tennstopet y estuvieron allí hasta las cinco, cuando salieron para Karlstad a hacer un reportaje. No me ha dado tiempo de comprobar lo de los otros.

—Lo comprendo —dijo Martin Beck—. Bueno, sigue. Estaremos en la comisaría a partir de las siete. Si no acabas muy tarde, llámame.

Mientras iban camino de Hagalund, la lluvia arreciaba. Cuando Kollberg frenó ante el bloque de apartamentos en que Gunnarsson había vivido hasta hacía dos meses, el agua caía a chorros por los cristales de las ventanillas, y su golpeteo sobre el techo del coche resultaba ensordecedor.

Se subieron los cuellos de los abrigos y cruzaron corriendo la acera hasta alcanzar el portal.

El edificio tenía tres plantas y en una de las puertas del segundo piso había una tarjeta de visita clavada con una chincheta. El nombre escrito en la tarjeta de visita figuraba también en la lista de residentes colocada en el portal. Sus letras de plástico resultaban más blancas y nuevas que las otras.

Regresaron al coche, dieron la vuelta a la manzana y se detuvieron ante el edificio. El piso en el que supuestamente había vivido Gunnarsson tenía sólo dos ventanas y daba la impresión de ser un estudio.

—Debe de ser un apartamento muy pequeño —le comentó Kollberg—. Ahora que tiene uno mucho más grande, va a casarse.

Martin Beck miró a través de la lluvia. Tenía ganas de fumar y sentía frío.

Al otro lado de la calle se extendían un solar y una ladera boscosa. En un extremo del solar había un edificio alto y, al lado, otro en construcción.

Probablemente se proponían edificar en todo aquel terreno una fila de idénticos edificios altos. El deprimente bloque de viviendas en el que había vivido Gunnarsson tenía, por lo menos, vistas abiertas al campo. Pero ahora, incluso eso iba a desaparecer.

En medio del campo se veían los restos calcinados de una casa.

—¿Un incendio? —preguntó señalando con el dedo.

Kollberg se inclinó y miró a través de la lluvia.

—Era una granja antigua —explicó—. Recuerdo haberla visto el verano pasado. Una vieja casa de madera muy bonita, pero no vivía nadie en ella. Creo que fueron los bomberos los que la incendiaron. Bueno, para hacer prácticas. Le prendieron fuego y luego lo apagaron; después le prendieron fuego de nuevo y lo apagaron otra vez, y siguieron así hasta que no quedó nada. ¡Una verdadera lástima, lo que hicieron con esa casa antigua, tan bonita! Pero probablemente se necesita terreno para construir.

Miró su reloj y puso en marcha el motor.

—Si quieres llegar a tiempo a tu conferencia, tendremos que darnos prisa —dijo.

El agua chorreaba por el parabrisas y Kollberg tuvo que conducir con cuidado. Durante el viaje de regreso a Kristineberg permanecieron callados.

Cuando bajaron del coche, eran las siete menos cinco y ya había oscurecido.

El teléfono sonó a las siete, con tanta puntualidad que casi pareció anormal.

Y, efectivamente, lo era.

—¿Dónde demonios se ha metido Lennart? —preguntó la mujer de Kollberg.

Martin Beck le pasó el teléfono y procuró no escuchar las réplicas de Kollberg en el diálogo que siguió.

—Sí, voy enseguida... Sí, poco rato, ya te he dicho... ¿Mañana? Será difícil, espero...

Martin Beck se retiró al cuarto de baño y no volvió hasta que oyó colgar el receptor.

—Deberíamos tener hijos —dijo Kollberg—. Pobrecilla, sentada y sola, esperándome.

Sólo llevaban casados seis meses, así que las cosas saldrían bien, seguro.

Poco después se recibió la llamada.

—Siento haberle hecho esperar —se disculpó Szluka—. Pero aquí, en sábado, es más difícil ponerse en contacto con la gente. El caso es que tenía usted razón.

—¿En lo del pasaporte?

—Sí, un estudiante belga perdió su pasaporte en el hotel Ifjuság.

—¿Cuándo?

—Esto, de momento, no se ha podido precisar. Llegó al hotel el viernes 22 de julio por la tarde y Alf Matsson la noche del mismo día.

—Así que encaja.

—Sí, ¿verdad que sí? Pero hay una dificultad. Resulta que este hombre, llamado Roederer, visitaba Hungría por primera vez y no sabía cómo se hacen aquí las cosas. Dijo que le había parecido de lo más natural entregar su pasaporte y no recibirlo hasta el momento de marcharse del hotel. Como iba a quedarse tres semanas, no pensó más en el asunto, ni pidió su pasaporte hasta el lunes pasado, día en que usted y yo nos vimos por primera vez. Lo necesitaba para solicitar un visado para Bulgaria. Todo esto, desde luego, según su propio testimonio.

—Podría ser cierto.

—Sí, claro. En la recepción del hotel le contestaron que su pasaporte se lo habían devuelto a la mañana siguiente de que él llegara, es decir el 23, el mismo día que Matsson se trasladó al Hotel Duna... y desapareció. Roederer juró que no le habían devuelto su pasaporte, y el personal del hotel está seguro de que su pasaporte fue puesto en el casillero en la noche del viernes y que, en consecuencia, debió de recibirlo cuando bajó la mañana del sábado. Así es como se hace.

—¿Alguien recuerda si verdaderamente lo recibió?

—No, eso ya sería pedir demasiado. En esa época del año el personal del hotel recibe hasta cincuenta pasaportes al día, y entrega otros tantos. Además, los que distribuyen los pasaportes en los casilleros por la noche no son los mismos que quienes los entregan a la mañana siguiente.

—¿Ha visto usted al tal Roederer?

—Sí, sigue en el hotel. Su embajada le está arreglando el viaje de regreso a su país.

—Y... quiero decir, ¿se parecen?

—Tiene barba. Aparte de eso no se asemejan mucho, a juzgar por las fotos. Pero, por desgracia, la gente no suele parecerse a las fotos de sus viejos pasaportes. Alguien pudo haber robado el pasaporte del casillero durante la noche. Nada más sencillo. El portero de noche está solo y, obviamente, a veces tiene que darse la vuelta o abandonar su puesto. Y los funcionarios que controlan los pasaportes no tienen tiempo para realizar estudios fisonómicos cuando la frontera se inunda de turistas en ambas direcciones. Si trabajamos con la teoría de que su compatriota se apoderó del pasaporte de Roederer, bien pudo utilizarlo para salir del país.

Hubo un breve silencio. Luego Szluka añadió:

—Y, de hecho, alguien lo hizo.

Martin Beck se incorporó.

—¿Está seguro de eso?

—Sí. Lo hemos sabido hace veinte minutos. El permiso de salida de Roederer está en nuestros archivos. Fue entregado a nuestra policía en el puesto fronterizo de Hegyeshalom en la tarde del sábado 23 de julio. Uno de los pasajeros del expreso Budapest-Viena. Y el pasajero no pudo ser Roederer, ya que él sigue aquí.

Szluka hizo de nuevo una pausa. Luego siguió con vacilación:

—Supongo que esto significa que Matsson ha salido de Hungría.

—No —contestó Martin Beck—. Ni siquiera estuvo allí.

24

Martin Beck durmió mal y se levantó temprano. El piso de Bagarmossen estaba desangelado y sin vida, los objetos familiares le parecieron indiferentes y extraños. Se dio una ducha. Se afeitó. Sacó un traje gris recién planchado. Se vistió con cuidado y corrección. Salió al balcón. Ya no llovía. Miró el termómetro. Dieciséis grados. Preparó un lúgubre desayuno de Rodríguez: té y panecillos. Se sentó a esperar.

Kollberg se presentó a las nueve. Stenström venía con él en el coche. Se fueron a la comisaría.

—¿Qué tal? —preguntó Martin Beck.

—Así, así —dijo Stenström.

Hojeó su cuaderno de notas.

—Molin estuvo trabajando aquel sábado. Eso está claro. Estuvo en la redacción desde las ocho de la mañana. El viernes, al parecer, se quedó en casa durmiendo la resaca. Discutimos un poco sobre si durmió o no. Él dijo que no había estado dormido, sino noqueado: «¿Oye mocoso, no sabes lo que es quedarse noqueado y tener la mona sentada junto a ti en la almohada, atosigándote? Pues, ¡entonces vales para policía porque no te enteras de una puta mierda!». Transcribí esta observación palabra por palabra.

—¿Y qué le atosigaba? —preguntó Kollberg.

—Eso no quedó claro. Ni él mismo parecía saberlo. Tampoco se acordaba de lo que había hecho la noche del jueves al viernes. Y daba gracias a Dios por ello. Por lo demás, se mostró tremendamente chulo y descarado.

—Sigue —dijo Martin Beck.

—Bueno, creo que ayer me equivoqué cuando dije que Lund y Kronkvist estaban fuera de sospecha. Resulta que no fue Kronkvist, sino Fors, el que fue con aquellas chicas a Lidingö. Kronkvist, por su parte, acompañó a Lund a Karlstad, no el viernes sino el sábado. Todo esto está muy embrollado pero no creo que Lund mintiera cuando hizo la primera declaración. La verdad es que no se acordaba. Al parecer, él y Kronkvist fueron los más borrachos de todos.

Lund bebió mezclando de todo. Fors estuvo más avispado y, cuando pude ponerme en contacto con él, las cosas se aclararon un poco. Lund perdió el conocimiento en cuanto llegaron a casa de aquellas chicas y no pudieron reanimarlo en todo el viernes. Luego, el sábado por la mañana, llamó a Fors para que fueran allí a recogerlo, y se fueron a un bar, no al Tennstopet, como Lund había pensado, sino al de la Ópera. Tras comer algo y tomar un par de cervezas Lund se reanimó, volvió a casa, recogió a Kronkvist y todo el equipo fotográfico. Kronkvist estaba entonces en su casa.

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