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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El hombre que se esfumó (18 page)

—¡Qué hay! —saludó.

En el despacho había dos individuos. Uno estaba de pie apoyado contra la ventana, mascando un palillo de dientes. Era muy corpulento. El otro, sentado ante el escritorio, era alto y delgado, con el pelo peinado hacia atrás y mirada vivaz. Los dos iban de paisano. El hombre del escritorio se quedó mirando críticamente a Martin Beck y dijo:

—Hace un cuarto de hora leí en un periódico que estabas en el extranjero, desmantelando redes internacionales de tráfico de drogas. Y ahora mismo acabas de entrar aquí saludándonos. ¿Es forma de comportarse? ¿Quieres algo?

—¿Recuerdas una reyerta que sucedió aquí la víspera de Reyes? ¿Un tipo llamado Matsson?

—No. ¿Debería?

—Yo sí lo recuerdo —dijo el hombre junto a la ventana, apáticamente.

—Este es Månsson —dijo el inspector—. Se dedica... bueno, ¿en realidad a qué te dedicas, Månsson?

—A nada. Pensaba irme a casa.

—Exacto. No hace nada y pensaba irse a casa. Venga, ¿qué recuerdas?

—Lo he olvidado.

—¿Puedes sernos de alguna otra utilidad?

—Hasta el lunes, no. A partir de ahora estoy libre.

—¿Es necesario que des esos chasquidos?

—Estoy intentando dejar de fumar.

—¿Qué recuerdas de aquella reyerta?

—Nada.

—¿Nada de nada?

—No. Eso lo llevaba Backlund.

—Y él, ¿qué pensaba?

—No sé. Trabajó duro en el caso durante días. Estuvo muy reservado.

—Tienes suerte —dijo a Martin Beck el hombre del escritorio.

—¿Por qué?

—Bueno, pues porque vas a conocer a Backlund —dijo Månsson.

—Exacto. Es muy popular. Llega en media hora. Despacho 312. ¡Coge número!

—Gracias.

—¿Ese Matsson es el mismo tipo que andas buscando?

—Sí.

—¿Está aquí en Malmö?

—No creo.

—No tiene gracia —dijo Månsson sombríamente.

—¿Qué?

—Lo del palillo de dientes.

—Pues fuma, hombre, fuma. ¡Maldita sea! Nadie te ha pedido que te comas los palillos de dientes.

—Dicen que los hay con sabores —comentó Månsson.

Martin Beck conocía de sobra este tipo de conversaciones. Probablemente, algo les habría estropeado el día. Luego, sus mujeres les habrían llamado para hacerles saber que la cena se echaba a perder, preguntándoles si no había más policías...

Los dejó con sus preocupaciones, subió a la cafetería y se tomó una taza de té. Sacó del bolsillo el papel de Szluka y leyó de nuevo aquellos parcos testimonios. En algún sitio, detrás de él, tenía lugar la siguiente conversación:

—Perdone que le pregunte, pero ¿esto es un pastel
mazarin?

—¿Y qué otra cosa podría ser?

—Pues patrimonio gastronómico de la humanidad. Casi da lástima comérselo. Quizá pueda estar interesado el Museo de Repostería...

—Mire, si no le gusta, puede irse a otra parte.

—Dos pisos más abajo, por ejemplo, y presentar una denuncia contra usted por esgrimir armas peligrosas. Pido un pastel
mazarin
y usted me trae un engendro fosilizado que ni siquiera los ferrocarriles estatales suecos se atreverían a servir sin que se ruborizara la locomotora... Soy una persona sensible.

—Sensible... ¡anda ya! Usted mismo lo ha cogido del mostrador.

Martin Beck se volvió y se quedó mirando a Kollberg.

—¡Hola! —le dijo.

—¡Hola!

Ninguno de los dos pareció especialmente sorprendido. Kollberg apartó a un lado el indeseable pastel y le preguntó:

—¿Cuándo has vuelto?

—Ahora mismo. Y tú, ¿qué estás haciendo aquí?

—He venido a hablar con alguien llamado Backlund.

—Yo también.

—Bueno, en realidad tenía otra cosa que hacer aquí —dijo Kollberg como excusándose.

Pasados diez minutos, dieron las cinco. Bajaron juntos. Backlund resultó ser un hombre mayor, de apariencia amable y cotidiana. Dijo:

—¡Vaya! ¡Gente de Estocolmo!

Les ofreció dos sillas, se sentó y añadió:

—Bueno, ¿a qué debo el honor?

—Te ocupaste de una reyerta la víspera de Reyes —dijo Kollberg—. Un tal Matsson.

—Sí, así es. Recuerdo el caso. Ya está cerrado. El fiscal decidió no presentar cargos.

—¿Qué sucedió realmente? —preguntó Martin Beck.

—Bueno, tanto como suceder... Esperen un momento y traeré el expediente.

El hombre llamado Backlund salió y regresó unos diez minutos más tarde con la copia grapada de un informe mecanografiado. Llamaba la atención por su extensión. Hojeó el mamotreto durante un rato. Por lo visto, reencontrarse con él le causaba alegría y orgullo.

—Lo mejor será comenzar por el principio.

—Sólo queremos hacernos una idea general de lo que sucedió —comentó Kollberg.

—Comprendo. A la 01.23 de la madrugada del 6 de enero de este año, un coche patrulla en el que viajaban los agentes Kristiansson y Kvant, que se encontraba por la zona de Linnégatan en esta ciudad, recibió por radio la orden de dirigirse al número 26 de Sveagatan en Limhamn donde, al parecer, alguien había sido apuñalado. Los agentes Kristiansson y Kvant pusieron rumbo inmediatamente a dicha dirección, adonde llegaron a eso de la 01.29 de la madrugada. Allí se hicieron cargo de una persona que declaró ser periodista, un tal Alf Sixten Matsson, procedente de Estocolmo y residente en el inmueble Fleminggatan 34. Matsson declaró que había sido atacado y apuñalado por el periodista Bengt Eilert Jönsson, afincado en Malmö, y residente en el inmueble Sveagatan 26 en Limhamn. Matsson, que tenía una herida de aproximadamente cinco centímetros de largo en la parte exterior de su muñeca izquierda, fue trasladado al pabellón de urgencias del Hospital General por los agentes Kristiansson y Kvant, en tanto Bengt Eilert Jönsson era detenido y conducido a la jefatura superior de policía de Malmö por los agentes Elofsson y Borglund, quienes habían sido avisados por los agentes Kristiansson y Kvant. Los dos hombres se hallaban bajo los efectos del alcohol.

—¿Kristiansson y Kvant?

Backlund lanzó a Kollberg una mirada de reproche y siguió:

—Tras ser asistido en el pabellón de urgencias del Hospital General, Matsson fue conducido a prestar declaración a la Jefatura de Policía de Malmö.

Matsson declaró haber nacido el 5 de agosto de 1933 en Mölndal, así como estar empadronado y afincado en...

—¡Un momento! —interrumpió Martin Beck—. No necesitamos todos los detalles.

—¡Ah, no! Pues debo decirles que no resulta fácil llegar a hacerse una idea clara si no se recapitula todo...

—¿Ofrece ese informe una idea clara?

—A esa pregunta puedo contestar sí y no. Los relatos difieren considerablemente. Las horas, también. Los testimonios son muy vagos. Ésa fue la razón por la que el fiscal no halló fundamento para presentar cargos.

—¿Quién interrogó a Matsson?

—Le interrogué yo en persona. Y muy detalladamente.

—¿Estaba borracho?

Backlund hojeó el informe.

—¡Un momento! Sí, aquí está. Reconoció haber ingerido alcohol. Pero negó haberlo hecho de manera desmedida.

—¿Cómo se comportó?

—No tomé nota de eso. Pero Kristiansson y Kvant declararon —aquí está, un momento— que su paso era vacilante y su voz tranquila pero balbuciente.

Martin Beck se rindió. Kollberg fue más obstinado.

—¿Qué aspecto tenía?

—No tomé nota de eso pero creo que su vestimenta era aseada.

—¿Qué ocurrió cuando fue apuñalado?

—Puede afirmarse que resulta difícil hacerse una imagen precisa del curso de los acontecimientos. Sus historias difieren. Si recuerdo bien, sí, eso es, Matsson declaró que la herida le había sido infligida a eso de medianoche.

Jönsson, en cambio, declaró que el incidente no ocurrió hasta pasada la una. Fue muy difícil aclarar este punto.

—¿Fue realmente agredido?

—Aquí tengo la declaración de Jönsson. Bengt Eilert Jönsson declara que él y Matsson, a quien conoció por ser de la misma profesión, se habían tratado durante casi tres años y que en la mañana del 5 de enero se encontró con Matsson, que se alojaba en el hotel Savoy y estaba solo, así que Jönsson lo invitó a su casa, a la cena, que debía comenzar a las...

—Sí, pero ¿qué dijo del ataque en sí?

Ahora, Backlund comenzaba a irritarse un poco. Volvió unas páginas más.

—Jönsson niega que lo atacara premeditadamente, aunque reconoce que a la una y cuarto dio un empujón a Matsson, por lo cual éste pudo caerse con un vaso que tenía en la mano.

—Pero ¿fue apuñalado?

—Bueno, ese asunto lo trato en un apartado anterior. Echaré un vistazo.

Aquí está. Matsson declara que poco antes de las veintitrés horas vino a las manos con Bengt Jönsson y que, probablemente con un cuchillo que con anterioridad había visto en casa de Jönsson, se le infligió una herida en el brazo izquierdo. ¡Ya veis! ¡Poco antes de las once de la noche! ¡A la una y cuarto! ¡Una diferencia de dos horas y veinte minutos! También recibimos un certificado del médico del Hospital General. Describe la herida como un corte de unos cinco centímetros que sangraba abundantemente. Los bordes de la herida...

Kollberg se inclinó hacia adelante y miró fijamente al hombre que leía el informe.

—Todo eso no nos interesa. ¿Tú qué opinas? Algo tuvo que ocurrir. ¿Por qué? Y ¿cómo sucedió?

El otro hombre era ya incapaz de disimular su irritación. Se quitó las gafas y las limpió febrilmente.

—Bueno, bueno, bueno —dijo—. ¿Qué sucedió? En esta investigación preliminar queda todo pormenorizadamente elucidado. Pero, si no me permitís hacer la exposición del informe, no veo cómo podré explicaros el caso con claridad. Podéis leer el informe vosotros mismos, si lo preferís.

Dejó el informe sobre la mesa. Martin Beck lo hojeó con indiferencia y examinó las fotografías del lugar de autos, que habían sido agregadas al dorso.

Las fotos mostraban una cocina, una sala de estar y unas escaleras de piedra.

Todo limpio y ordenado. En la escalera había algunas manchas negras, poco mayores que una moneda de un céntimo. De no haber estado señaladas con flechas blancas apenas habrían sido visibles. Dio el informe a Kollberg, tamborileó con los dedos sobre el brazo de la silla y preguntó:

—¿Fue Matsson interrogado aquí?

—Sí, en este despacho.

—Debisteis de hablar un buen rato.

—Sí, tuvo que hacer una declaración detallada.

—¿Y qué impresión daba? Como persona, quiero decir.

Backlund estaba ahora tan irritado que no podía permanecer quieto. Movía una y otra vez los pocos objetos colocados sobre la desnuda superficie barnizada del escritorio, para luego volver a dejarlos exactamente en el mismo orden ejemplar.

—¡Impresión! ¡Impresión! —exclamó—. Todo queda pormenorizadamente elucidado en la investigación preliminar. Ya os lo he dicho. De todos modos, el incidente ocurrió en un domicilio particular y, a la hora de la verdad, Matsson no quiso presentar acusación. No comprendo qué queréis saber.

Kollberg dejó el informe sin haberlo abierto siquiera. Luego hizo un último intento.

—Queremos saber tu opinión personal de Alf Matsson.

—No tengo ninguna —contestó el hombre, en tono de rechazo.

Cuando lo dejaron, seguía sentado leyendo el informe de la investigación preliminar. Su cara mostraba rigidez y desaprobación.

—¡Hay cada tipo! —exclamó Kollberg en el ascensor.

La casa de Bengt Jönsson era un pequeño chalé de una sola planta, con porche y jardín. La puerta de la verja estaba abierta, y en el camino de grava que conducía hacia el interior había un hombre rubio y bronceado en cuclillas frente a una bicicleta infantil. Con las manos manchadas de grasa, trataba de ajustar la cadena, que se había salido. Un chiquillo de unos cinco años estaba de pie al lado, mirándole, con una llave inglesa en la mano.

Cuando Kollberg y Martin Beck atravesaron la verja, el hombre se levantó y se limpió las manos en la parte posterior de sus pantalones. Tendría unos treinta años y llevaba camisa a cuadros, sucios pantalones caqui y zuecos de suela de madera.

—¿Bengt Jönsson? —preguntó Kollberg.

—Sí, soy yo.

Los miró con suspicacia.

—Somos de la policía de Estocolmo —explicó Martin Beck—. Hemos venido a pedirle cierta información sobre un amigo suyo... Alf Matsson.

—¿Amigo? —replicó el hombre—. No le puedo llamar así. ¿Es por lo que ocurrió el pasado invierno? Creí que todo eso estaba muerto y enterrado hacía tiempo.

—Y lo está. El caso está cerrado y no se abrirá otra vez. No nos interesamos por la parte que usted tuvo en el asunto, sino por la de Alf Matsson —le tranquilizó Martín Beck.

—Ya leí en los periódicos que había desaparecido —comentó Bengt Jönsson—. Estaba metido en una red de traficantes de droga, según la prensa. No sabía que tomaba drogas.

—Puede que no las tomara pero las vendía.

—¡Qué cabrón! —exclamó Bengt Jönsson—. ¿Qué clase de información quieren ustedes? Yo no sé nada del negocio de drogas.

—Puede ayudarnos a hacernos una idea de cómo era —dijo Martin Beck.

—¿Qué quieren saber? —preguntó el rubio.

—Todo lo que usted sepa acerca de Alf Matsson —replicó Kollberg.

—No es mucho —dijo Jönsson—. Apenas lo conocía, aunque nos tratamos durante tres años. Lo había visto sólo unas pocas veces, antes del altercado del invierno pasado. Yo también soy periodista y nos encontrábamos cuando hacíamos algún trabajo juntos.

—¿Quiere contarnos qué sucedió realmente el pasado invierno? —preguntó Martin Beck.

—Vamos a sentarnos —propuso Jönsson, subiendo hacia el porche. Martin Beck y Kollberg le siguieron. Había una mesa y cuatro sillas de mimbre. Martin Beck se sentó y ofreció a Jönsson un cigarrillo. Kollberg miró su silla con suspicacia antes de tomar asiento. Bajo su peso, la silla crujió de forma inquietante.

—Como comprenderá, lo que nos diga nos interesa sólo como testimonio sobre la personalidad de Matsson. Ni nosotros ni la policía de Malmö tenemos motivo alguno para reabrir el caso —explicó Martin Beck—. ¿Qué sucedió?

—Me encontré con Alf Matsson en la calle por casualidad. Se alojaba en un hotel de Malmö y yo le invité a casa a cenar. La verdad es que no me caía muy bien pero estaba solo en la ciudad y quería que saliésemos a tomar algo, así que pensé que sería mejor que viniera a mi casa. Llegó en taxi. Creo que entonces estaba sobrio. O casi sobrio, digámoslo así. Cenamos, le ofrecí unos chupitos y bebimos los dos bastante. Después de la cena charlamos, escuchamos discos y tomamos combinados. Al poco rato estaba borracho y se puso bastante borde.

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