El horror de Dunwich

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Authors: H.P. Lovecraft

Tags: #Terror

 

El Horror de Dunwich
es una novela corta escrita en 1928 y publicada por primera vez un año más tarde en la revista Weird Tales. Se la considera una de las historias integrantes de los Mitos de Cthulhu, una especie de panteón de divinidades extraterrestres. El relato narra la historia de Wilbur Whateley, hijo de Lavinia Watheley, una mujer albina y deformada, y padre desconocido, y de los acontecimientos que tienen lugar como consecuencia de su nacimiento. Todo lo que rodea a la familia Whateley está marcado por el misterio y los rumores que afirman que el viejo Whateley, padre de Lavinia, practica la brujería…

H.P. Lovecraft

El horror de Dunwich

ePUB v2.1

Perseo
30.06.12

Título original:
The Dunwich Horror

Howard Phillips Lovecraft, 1928

Diseño/retoque portada: Perseo

Editor original: Demes (v1.0)

Segundo editor: Perseo (v2.1)

ePub base v2.0

— I —

C
uando el que viaja por el norte de la región central de Massachusetts se equivoca de dirección al llegar al cruce de la carretera de Aylesbury nada más pasar Dean’s Corners, verá que se adentra en una extraña y apenas poblada comarca. El terreno se hace más escarpado y las paredes de piedra cubiertas de maleza van encajonando cada vez más el sinuoso camino de tierra. Los árboles de los bosques son allí de unas dimensiones excesivamente grandes, y la maleza, las zarzas y la hierba alcanzan una frondosidad rara vez vista en las regiones habitadas. Por el contrario, los campos cultivados son muy escasos y áridos, mientras que las pocas casas diseminadas a lo largo del camino presentan un sorprendente aspecto uniforme de decrepitud, suciedad y ruina. Sin saber exactamente por qué, uno no se atreve a preguntar nada a las arrugadas y solitarias figuras que, de cuando en cuando, se ve escrutar desde puertas medio derruidas o desde pendientes y rocosos prados. Esas gentes son tan silenciosas y hurañas que uno tiene la impresión de verse frente a un recóndito enigma del que más vale no intentar averiguar nada. Y ese sentimiento de extraño desasosiego se recrudece cuando, desde un alto del camino, se divisan las montañas que se alzan por encima de los tupidos bosques que cubren la comarca. Las cumbres tienen una forma demasiado ovalada y simétrica como para pensar en una naturaleza apacible y normal, y a veces pueden verse recortados con singular nitidez contra el cielo unos extraños círculos formados por altas columnas de piedra que coronan la mayoría de las cimas montañosas.

El camino se halla cortado por barrancos y gargantas de una profundidad incierta, y los toscos puentes de madera que los salvan no ofrecen excesivas garantías al viajero. Cuando el camino inicia el descenso, se atraviesan terrenos pantanosos que despiertan instintivamente una honda repulsión, y hasta llega a invadirle al viajero una sensación de miedo cuando, al ponerse el sol, invisibles chotacabras comienzan a lanzar estridentes chillidos, y las luciérnagas, en anormal profusión, se aprestan a danzar al ritmo bronco y atrozmente monótono del horrísono croar de los sapos. Las angostas y resplandecientes aguas del curso superior del Miskatonic adquieren una extraña forma serpenteante mientras discurren al pie de las abovedadas cumbres montañosas entre las que nace.

A medida que el viajero va acercándose a las montañas, repara más en sus frondosas vertientes que en sus cumbres coronadas por altas piedras. Las vertientes de aquellas montañas son tan escarpadas y sombrías que uno desearía que se mantuviesen a distancia, pero tiene que seguir adelante pues no hay camino que permita eludirlas. Pasado un puente cubierto puede verse un pueblecito que se encuentra agazapado entre el curso del río y la ladera cortada a pico de Round Mountain, y el viajero se maravilla ante aquel puñado de techumbres de estilo holandés en ruinoso estado, que hacen pensar en un período arquitectónico anterior al de la comarca circundante. Y cuando se acerca más no resulta nada tranquilizador comprobar que la mayoría de las casas están desiertas y medio derruidas y que la iglesia —con el chapitel quebrado— alberga ahora el único y destartalado establecimiento mercantil de toda la aldea. El simple paso del tenebroso túnel del puente infunde ya cierto temor, pero tampoco hay manera de evitarlo. Una vez atravesado el túnel, es difícil que a uno no le asalte la sensación de un ligero hedor al pasar por la calle principal y ver la descomposición y la mugre acumuladas a lo largo de siglos. Siempre resulta reconfortante salir de aquel lugar y, siguiendo el angosto camino que discurre al pie de las montañas, cruzar la llanura que se extiende una vez traspuestas las cumbres montañosas hasta volver a desembocar en la carretera de Aylesbury.

Una vez allí, es posible que el viajero se entere de que ha pasado por Dunwich.

Apenas se ven forasteros en Dunwich, y tras los horrores padecidos en el pueblo todas las señales que indicaban cómo llegar hasta él han desaparecido del camino. No obstante ser una región de singular belleza, según los cánones estéticos en boga, no atrae para nada a artistas ni a veraneantes. Hace dos siglos, cuando a la gente no se le pasaba por la cabeza reírse de brujerías, cultos satánicos o siniestros seres que poblaban los bosques, daban muy buenas razones para evitar el paso por la localidad. Pero en los racionales tiempos que corren —silenciado el horror que se desató sobre Dunwich en 1928 por quienes procuran por encima de todo el bienestar del pueblo y del mundo— la gente elude el pueblo sin saber exactamente por qué razón. Quizá el motivo de ello radique —aunque no puede aplicarse a los forasteros desinformados— en que los naturales de Dunwich se han degradado de forma harto repulsiva, habiendo rebasado con mucho esa senda de regresión tan común a muchos apartados rincones de Nueva Inglaterra. Los vecinos de Dunwich han llegado a constituir un tipo racial propio, con estigmas físicos y mentales de degeneración y endogamia bien definidos. Su nivel medio de inteligencia es increíblemente bajo, mientras que sus anales despiden un apestoso tufo a perversidad y a asesinatos semiencubiertos, a incestos y a infinidad de actos de indecible violencia y maldad. La aristocracia local, representada por los dos o tres linajes familiares que vinieron procedentes de Salem en 1692, ha logrado mantenerse algo por encima del nivel general de degeneración, aunque numerosas ramas de tales linajes acabaron por sumirse tanto entre la sórdida plebe que sólo restan sus apellidos como recordatorio del origen de su desgracia. Algunos de los Whateley y de los Bishop siguen aún enviando a sus primogénitos a Harvard y Miskatonic, pero los jóvenes que se van rara vez regresan a las semiderruidas techumbres de estilo holandés bajo las que tanto ellos como sus antepasados nacieron y crecieron.

Nadie, ni siquiera quienes conocen los motivos por los que se desató el reciente horror, puede decir qué le ocurre a Dunwich, aunque las viejas leyendas aluden a idolátricos ritos y cónclaves de los indios en los que invocaban misteriosas figuras provenientes de las grandes montañas rematadas en forma de bóveda, al tiempo que oficiaban salvajes rituales orgiásticos contestados por estridentes crujidos y fragores salidos del interior de las montañas. En 1747, el reverendo Abijah Hoadley, recién incorporado a su ministerio en la iglesia congregacional de Dunwich, predicó un memorable sermón sobre la amenaza de Satanás y sus demonios que se cernía sobre la aldea en el que, entre otras cosas, dijo:

No puede negarse que semejantes monstruosidades integrantes de un infernal cortejo de demonios son fenómenos harto conocidos como para intentar negarlos. Las impías voces de Azazel y de Buzrael, de Belcebú y de Belial, las oyen hoy saliendo de la tierra más de una veintena de testigos de toda confianza. Y hasta yo mismo, no hará más de dos semanas, pude escuchar toda una alocución de las potencias infernales detrás de mi casa. Los chirridos, redobles, quejidos, gritos y silbidos que allí se oían no podían proceder de nadie de este mundo, eran de esos sonidos que sólo pueden salir de recónditas simas que únicamente a la magia negra le es dado descubrir y al diablo penetrar.

No había pasado mucho tiempo desde la lectura de este sermón cuando el reverendo Hoadley desapareció sin que se supiera más de él, si bien sigue conservándose el texto del sermón, impreso en Springfield. No había año en que no se oyese y diese cuenta de estrepitosos fragores en el interior de las montañas, y aún hoy tales ruidos siguen sumiendo en la mayor perplejidad a geólogos y fisiógrafos.

Otras tradiciones hacen referencia a fétidos olores en las inmediaciones de los círculos de rocosas columnas que coronan las cumbres montañosas y a entes etéreos cuya presencia puede detectarse difusamente a ciertas horas en el fondo de los grandes barrancos, mientras otras leyendas tratan de explicarlo todo en función del Devil’s Hop Yard, una ladera totalmente baldía en la que no crecen ni árboles, ni matorrales ni hierba alguna. Por si fuera poco, los naturales del lugar tienen un miedo cerval a la algarabía que arma en las cálidas noches la legión de chotacabras que puebla la comarca. Afirman que tales pájaros son psicopompos que están al acecho de las almas de los muertos y que sincronizan al unísono sus pavorosos chirridos con la jadeante respiración del moribundo. Si consiguen atrapar el alma fugitiva en el momento en que abandona el cuerpo se ponen a revolotear al instante y prorrumpen en diabólicas risotadas, pero si ven frustradas sus intenciones se sumen poco a poco en el silencio.

Claro está que dichas historias ya no se oyen y no hay quien crea en ellas, pues datan de tiempos muy antiguos. Dunwich es un pueblo increíblemente viejo, mucho más que cualquier otro en treinta millas a la redonda. Al sur aún pueden verse las paredes del sótano y la chimenea de la antiquísima casa de los Bishop, construida con anterioridad a 1700, en tanto que las ruinas del molino que hay en la cascada, construido en 1806, constituyen la pieza arquitectónica más reciente de la localidad. La industria no arraigó en Dunwich y el movimiento fabril del siglo XIX resultó ser de corta duración en la localidad. Con todo, lo más antiguo son las grandes circunferencias de columnas de piedra toscamente labradas que hay en las cumbres montañosas, pero esta obra se atribuye por lo general más a los indios que a los colonos. Restos de cráneos y huesos humanos, hallados en el interior de dichos círculos y en tomo a la gran roca en forma de mesa de Sentinel Hill, apoyan la creencia de que tales lugares fueron en otras épocas enterramientos de los indios pocumtuk, aun cuando numerosos etnólogos, obviando la práctica imposibilidad de tan disparatada teoría, siguen empeñados en creer que se trata de restos caucásicos.

— II —

F
ue en el término municipal de Dunwich, en una granja grande y parcialmente deshabitada levantada sobre una ladera a cuatro millas del pueblo y a una media de la casa más cercana, donde el domingo 2 de febrero de 1913, a las 5 de la mañana, nació Wilbur Whateley. La fecha se recuerda porque era el día de la Candelaria, que los vecinos de Dunwich curiosamente observan bajo otro nombre, y, además, por el fragor de los ruidos que se oyeron en la montaña y por el alboroto de los perros de la comarca que no cesaron de ladrar en toda la noche. También cabe hacer notar, aunque ello tenga menos importancia, que la madre de Wilbur pertenecía a la rama degradada de los Whateley. Era una albina de treinta y cinco años de edad, un tanto deforme y sin el menor atractivo, que vivía en compañía de su anciano y medio enloquecido padre, de quien durante su juventud corrieron los más espantosos rumores sobre actos de brujería. Lavinia Whateley no tenía marido conocido, pero siguiendo la costumbre de la comarca no hizo nada por repudiar al niño, y en cuanto a la paternidad del recién nacido la gente pudo —y así lo hizo— especular a su gusto. La madre estaba extrañamente orgullosa de aquella criatura de tez morena y facciones de chivo que tanto contrastaba con su enfermizo semblante y sus rosáceos ojos de albina, y cuentan que se la oyó susurrar multitud de extrañas profecías sobre las extraordinarias facultades de que estaba dotado el niño y el impresionante futuro que le aguardaba.

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