«Tampoco debe pensarse —rezaba el texto que Armitage fue traduciendo mentalmente— que el hombre es el más antiguo o el último de los dueños de la tierra, ni que semejante combinación de cuerpo y alma se pasea sola por el universo. Los Ancianos eran, los Ancianos son y los Ancianos serán. No en los espacios que conocemos, sino entre ellos. Se pasean serenos y primigenios en esencia, sin dimensiones e invisibles a nuestra vista. Yog-Sothoth conoce la puerta. Yog-Sothoth es la puerta. Yog-Sothoth es la llave y el guardián de la puerta. Pasado, presente y futuro, todo es uno en Yog-Sothoth. Él sabe por dónde entraron los Ancianos en el pasado y por dónde volverán a hacerlo cuando llegue la ocasión. Él sabe qué regiones de la tierra hollaron, dónde siguen hoy hollando y por qué nadie puede verlos en Su avance. Los hombres perciben a veces Su presencia por el olor que despiden, pero ningún ser humano puede ver Su semblante, salvo únicamente a través de las facciones de los hombres engendrados por Ellos, y son de las más diversas especies, difiriendo en apariencia desde la mismísima imagen del hombre hasta esas figuras invisibles o sin sustancia que son Ellos. Se pasean inadvertidos y pestilentes por los solitarios lugares donde se pronunciaron las Palabras y se profirieron los Rituales en su debido momento. Sus voces hacen tremolar el viento y Sus conciencias trepidar la tierra. Doblegan bosques enteros y aplastan ciudades, pero jamás bosque o ciudad alguna ha visto la mano destructora. Kadath los ha conocido en los páramos helados, pero ¿quién conoce a Kadath? En el glacial desierto del Sur y en las sumergidas islas del Océano se levantan piedras en las que se ve grabado Su sello, pero ¿quién ha visto la helada ciudad hundida o la torre secularmente cerrada y recubierta de algas y moluscos? El Gran Cthulhu es Su primo, pero sólo difusamente puede reconocerlos. ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! Por su insano olor Los conoceréis. Su mano os aprieta las gargantas pero ni aun así Los veis, y Su morada es una misma con el umbral que guardáis. Yog-Sothoth es la llave que abre la puerta, por donde las esferas se encuentran. El hombre rige ahora donde antes regían Ellos, pero pronto regirán Ellos donde ahora rige el hombre. Tras el verano el invierno, y tras el invierno el verano. Aguardan, pacientes y confiados, pues saben que volverán a reinar sobre la tierra».
Al asociar el Dr. Armitage lo que leía con lo que había oído hablar de Dunwich y de sus misteriosas apariciones, y de la lúgubre y horrible aureola que rodeaba a Wilbur Whateley y que iba desde un nacimiento en circunstancias más que extrañas hasta una fundada sospecha de matricidio, sintió como si le sacudiera una oleada de temor tan tangible como pudiera serlo cualquier corriente de aire frío y pegajoso emanada de una tumba. Parecía como si el gigante de cara de chivo enfrascado en la lectura de aquel libro hubiese sido engendrado en otro planeta o dimensión, como si sólo parcialmente fuese humano y procediese de los tenebrosos abismos de una esencia y una entidad que se extendía, cual titánico fantasma, allende las esferas de la fuerza y la materia, del espacio y el tiempo. De pronto, Wilbur levantó la cabeza y se puso a hablar con una voz extraña y resonante que hacía pensar en unos órganos vocales distintos a los del común de los mortales.
—Mr. Armitage —dijo—, me temo que voy a tener que llevarme el libro a casa. En él se habla de cosas que tengo que experimentar bajo ciertas condiciones que no reúno aquí, y sería una verdadera tropelía no dejármelo sacar alegando cualquier absurda norma burocrática. Se lo ruego, señor, déjeme llevármelo a casa y le juro que nadie advertirá su falta. Ni que decirle tengo que lo trataré con el mejor cuidado. Lo necesito para poner mi versión de Dee en la forma en que…
Se interrumpió al ver la resuelta expresión negativa dibujada en la cara del bibliotecario, y al punto sus facciones de chivo adquirieron un aire de astucia. Armitage, cuando estaba ya a punto de decirle que podía sacar copia de cuanto precisara, pensó de repente en las consecuencias que podrían originarse de semejante contravención y se echó atrás. Era una responsabilidad demasiado grande entregar a aquella monstruosa criatura la llave de acceso a tan tenebrosas esferas de lo exterior. Whateley, al ver el cariz que tomaban las cosas, trató de poner la mejor cara posible.
—¡Bueno! ¡Qué le vamos a hacer si se pone así! A ver si en Harvard no son tan picajosos y hay más suerte.
Y sin decir una sola palabra más se levantó y salió de la biblioteca, debiendo agachar la cabeza por cada puerta que pasaba.
Armitage pudo oír el tremendo aullido del gran perro que había en la entrada y, a través de la ventana, observó las zancadas de gorila de Whateley mientras cruzaba el pequeño trozo de campus que podía divisarse desde la biblioteca. Le vinieron a la memoria las espantosas historias que habían llegado a sus oídos y recordó lo que se decía en las ediciones dominicales del Advertiser, así como las impresiones que pudo recoger entre los campesinos y vecinos de Dunwich durante su visita a la localidad. Horribles y malolientes seres invisibles que no eran de la tierra —o, al menos, no de la tierra tridimensional que conocemos— corrían por los barrancos de Nueva Inglaterra y acechaban impúdicamente desde las montañosas cumbres. Hacía tiempo que estaba convencido de ello, pero ahora creía experimentar la inminente y terrible presencia del horror extraterrestre y vislumbrar un prodigioso avance en los tenebrosos dominios de tan antigua y hasta entonces aletargada, pesadilla. Estremecido y con una honda sensación de repugnancia, encerró el Necronomicón en su sitio, pero un atroz e inidentificable hedor seguía impregnado aún toda la estancia. «Por su insano olor los conoceréis», citó. Sí, no cabía duda, aquel fétido olor era el mismo que hacía menos de tres años le provocó náuseas en la granja de Whateley. Pensó en Wilbur, en sus siniestras facciones de chivo, y soltó una irónica risotada al recordar los rumores que corrían por el pueblo sobre su paternidad.
—¿Incestuoso vástago? —Armitage murmuró casi en voz alta para sus adentros—. ¡Dios mío, pero serán simplones! ¡Dales a leer El Gran Dios Pan, de Arthur Machen, y creerán que se trata de un escándalo normal y corriente como los de Dunwich!
Pero ¿qué informe y maldita criatura, salida o no de esta tierra tridimensional, era el padre de Wilbur Whateley? Nacido el día de la Candelaria, a los nueve meses de la Víspera del uno de mayo de 1912, fecha en que los rumores sobre extraños ruidos en el interior de la tierra llegaron hasta Arkham. ¿Qué pasaba en las montañas aquella noche de mayo? ¿Qué horror engendrado el día de la Invención de la Cruz
[1]
se había abatido sobre el mundo en forma de carne y hueso semihumanos?
Durante las semanas que siguieron, Armitage estuvo recogiendo toda la información que pudo encontrar sobre Wilbur Whateley y aquellos misteriosos seres que poblaban la comarca de Dunwich.
Se puso en contacto con el doctor Houghton, de Aylesbury, que había asistido al viejo Whateley en su postrer agonía, y estuvo meditando detenidamente sobre las últimas palabras que pronunció, tal como las recordaba el médico. Una nueva visita a Dunwich apenas reportó fruto alguno. No obstante, un detenido examen del Necronomicón —en concreto, de las páginas que con tanta avidez había buscado Wilbur— pareció aportar nuevas y terribles pistas sobre la naturaleza, métodos y apetitos del extraño y maligno ser cuya amenaza se cernía difusamente sobre la tierra. Las conversaciones sostenidas en Boston con varios estudiosos de saberes arcanos y la correspondencia mantenida con muchos otros eruditos de los más diversos lugares, no hicieron sino incrementar la perplejidad de Armitage, quien, tras pasar gradualmente por varias fases de alarma, acabó sumido en un auténtico estado de intenso temor espiritual. A medida que se acercaba el verano creía cada vez más que debía hacerse algo para interrumpir la escalada de terror que asolaba los valles regados por el curso superior del Miskatonic e indagar quién era el monstruoso ser conocido entre los humanos por el nombre de Wilbur Whateley.
E
l verdadero horror de Dunwich tuvo lugar entre la fiesta de la Recolección de la cosecha y el equinoccio de 1928, siendo el Dr. Armitage uno de los testigos presenciales de su abominable prólogo. Había oído hablar del esperpéntico viaje que Whateley había hecho a Cambridge y de sus desesperados intentos por sacar el ejemplar del Necronomicón que se conservaba en la biblioteca Widener, de la Universidad de Harvard. Pero todos sus esfuerzos fueron vanos, pues Armitage había puesto en estado de alerta a todos los bibliotecarios que tenían a su cargo la custodia de un ejemplar del arcano volumen. Wilbur se había mostrado asombrosamente nervioso en Cambridge; estaba ansioso por conseguir el libro y no menos por regresar a casa, como si temiera las consecuencias de una larga ausencia.
A primeros de agosto se produjo el cuasi esperado acontecimiento. En la madrugada del tercer día de dicho mes el Dr. Armitage fue despertado bruscamente por los desgarradores y feroces ladridos del imponente perro guardián que había a la entrada del recinto universitario. Los estridentes y terribles gruñidos alternaban con desgarradores aullidos y ladridos, como si el perro se hubiese vuelto rabioso; los ruidos iban en continuo aumento, pero entrecortados, dejando entre sí pausas terriblemente significativas. Al poco, se oyó un pavoroso grito de una garganta totalmente desconocida, un grito que despertó a no menos de la mitad de cuantos dormían a aquellas horas en Arkham y que en lo sucesivo les asaltaría continuamente en sus sueños, un grito que no podía proceder de ningún ser nacido en la tierra o morador de ella.
Armitage se puso rápidamente algo de ropa por encima y echó a correr por los paseos y jardines hasta llegar a los edificios universitarios, donde pudo ver que otros se le habían adelantado. Aún se oían los retumbantes ecos de la alarma antirrobo de la biblioteca. A la luz de la luna se divisaba una ventana abierta de par en par mostrando las abismales tinieblas que encerraba. Quienquiera que hubiese intentado entrar había logrado su propósito, pues los ladridos y gritos —que pronto acabarían confundiéndose en una sorda profusión de aullidos y gemidos— procedían indudablemente del interior del edificio. Un sexto sentido le hizo entrever a Armitage que cuanto allí sucedía no era algo que pudieran contemplar ojos sensibles y, con gesto autoritario, mandó retroceder a la muchedumbre allí congregada al tiempo que abría la puerta del vestíbulo. Entre los allí reunidos vio al profesor Warren Rice y al Dr. Francis Morgan, a quienes tiempo atrás había hecho partícipes de algunas de sus conjeturas y temores, y con la mano les hizo una señal para que le siguiesen al interior. Los sonidos que de allí salían habían remitido casi por completo, salvo los monótonos gruñidos del perro; pero Armitage dio un brusco respingo al advertir entre la maleza un ruidoso coro de chotacabras que había comenzado a entonar sus endiabladamente rítmicos chirridos, como si marchasen al unísono con los últimos estertores de un ser agonizante.
En el edificio entero reinaba un insoportable hedor que le resultaba harto familiar a Armitage, quien, en compañía de los dos profesores, se lanzó corriendo por el vestíbulo hasta llegar a la salita de lectura de temas genealógicos de donde salían los sordos gemidos. Por espacio de unos segundos, nadie se atrevió a encender la luz, hasta que Armitage, armándose de valor, dio al interruptor. Uno de los tres hombres —cuál, no se sabe— profirió un estridente alarido ante lo que se veía tendido en el suelo entre un revoltijo de mesas y sillas volcadas. El profesor Rice afirma que durante unos instantes perdió el sentido, si bien sus piernas no flaquearon ni llegó a caerse al suelo.
En el suelo, encima de un fétido charco de líquido purulento entre amarillento y verdoso y de una viscosidad bituminosa, yacía medio recostado un ser de casi nueve pies de estatura, al que el perro había desgarrado toda la ropa y algunos trozos de la piel. Aún no había muerto. Se retorcía en medio de silenciosos espasmos, al tiempo que su pecho jadeaba al abominable compás de los estridentes chirridos de las chotacabras que, expectantes, oteaban desde fuera de la sala. Esparcidos por toda la estancia podían verse trozos de piel de zapato y jirones de ropa, y junto a la ventana se veía una mochila de lona vacía que debió arrojar allí aquel gigantesco ser. Junto al pupitre central había un revólver en el suelo, con un cartucho percutado pero sin pólvora que posteriormente serviría para explicar por qué no había sido disparado. No obstante, aquel ser que yacía en el suelo eclipsó un momento cualquier otra imagen que pudiera haber en la estancia. Sería harto trillado y no del todo cierto decir que ninguna pluma humana podría describirlo, pero ya sería menos erróneo decir que no podría visualizarse gráficamente por nadie cuyas ideas acerca de la fisonomía y el perfil en general estuviesen demasiado apegadas a las formas de vida existentes en nuestro planeta y a las tres dimensiones conocidas. No cabía duda de que en parte se trataba de una criatura humana, con manos y cabeza de hombre, en tanto su rostro chotuno y sin mentón llevaba el inconfundible sello de los Whateley. Pero el torso y las extremidades inferiores tenían una forma teratológicamente monstruosa. Sólo gracias a una holgada indumentaria pudo aquel ser andar sobre la tierra sin ser molestado o erradicado de su superficie.
Por encima de la cintura era un ser cuasiantropomórfico, aunque el pecho, sobre el que aún se hallaban posadas las desgarradoras patas del perro, tenía el correoso y reticulado pellejo de un cocodrilo o un lagarto. La espalda tenía un color moteado, entre amarillo y negro, y recordaba vagamente la escamosa piel de ciertas especies de serpientes. Pero, con diferencia, lo más monstruoso de todo el cuerpo era la parte inferior. A partir de la cintura desaparecía toda semejanza con el cuerpo humano y comenzaba la más desenfrenada fantasía que cabe imaginarse. La piel estaba recubierta de un frondoso y áspero pelaje negro, y del abdomen brotaban un montón de largos tentáculos, entre grises y verdosos, de los que sobresalían fláccidamente unas ventosas rojas que hacían las veces de boca. Su disposición era de lo más extraño y parecía seguir las simetrías de alguna geometría cósmica desconocida en la tierra e incluso en el sistema solar. En cada cadera, hundido en una especie de rosácea y ciliada órbita, se alojaba lo que parecía ser un rudimentario ojo, mientras que en el lugar donde suele estar el rabo le colgaba algo que tenía todo el aspecto de una trompa o tentáculo, con marcas anulares violetas, y múltiples muestras de tratarse de una boca o garganta sin desarrollar. Las piernas, salvo por el pelaje negro que las cubría, guardaban cierto parecido con las extremidades de los gigantescos saurios que poblaban la tierra en los tiempos prehistóricos, y terminaban en unas carnosidades surcadas de venas que ni eran pezuñas ni garras. Cuando respiraba, el rabo y los tentáculos mudaban rítmicamente de color, como si obedecieran a alguna causa circulatoria característica de su verdoso tinte no humano, mientras que el rabo tenía un color amarillento que alternaba con otro blanco grisáceo, de repugnante aspecto, en los espacios que quedaban entre los anillos de color violeta. De sangre no había ni rastro, sólo el fétido y purulento líquido verdoso amarillento que corría por el piso más allá del pringoso círculo, dejando tras de sí una curiosa y descolorida mancha.