Por fin comprendí lo fastidioso de aquellas preguntas.
No se trataba de su contenido, sino de su neutralidad intrínseca. Hacían referencia a un adversario impersonal, un «intruso» esterilizado. Lo planteaban como un problema técnico, sin emociones, que debía ser resuelto por medios puramente mecánicos.
Mientras uno considere a alguien que le está robando como un simple «intruso», su progreso será nulo. Si la NSA mantenía su enfoque impersonal y desvinculado, nunca llegaría a comprender que no se trataba sólo de una intrusión en un ordenador, sino de un ataque contra la comunidad.
Como científico, comprendía la importancia de mantenerse desvinculado de un experimento. Sin embargo, por otra parte, no había resuelto el problema hasta sentirme vinculado, hasta preocuparme por los pacientes cancerosos a los que aquel individuo podía perjudicar, hasta enfurecerme por la amenaza directa de aquel hacker contra todos nosotros.
Redacté otra versión de las preguntas y esbocé un nuevo esquema:
1) ¿Cómo logra ese gamberro infiltrarse en los ordenadores?
2) ¿Cuáles son los sistemas en los que se cuela?
3) ¿Cómo se ha convertido ese cabrón en superusuario?
4) ¿Cómo ha conseguido esa rata las contraseñas del Cray de Livermore?
5) ¿Procura ese asqueroso que no le detecten?
6) ¿Puede controlarse a un bribón que se ha convertido en administrador de sistema?
7) ¿Cómo localizar la madriguera de ese gilipollas?
Ahora, estas preguntas, puedo responderlas.
Los agentes de la NSA hablaban en una jerga moralmente neutra, con la que yo me sentía profundamente ultrajado. Ultrajado por perder el tiempo persiguiendo a un gamberro, en lugar de dedicarme a la astrofísica. Ultrajado por el hecho de que aquel espía se apoderaba de información delicada con toda impunidad. Ultrajado porque a mi gobierno no parecía importarle un comino.
Pero ¿cómo logra un astrónomo melenudo y sin corbata, o sin autorización para poseer información secreta, estimular a un puñado de tecnócratas? (Debe de haber alguna norma que diga: «Sin corbata ni zapatos, no hay autorización.») Hice cuanto estuvo en mi mano, pero lamentablemente al personal de la NSA le interesaba más la tecnología que cualquier consideración ética.
A continuación me mostraron algunos de sus sistemas informáticos. Fue un poco desconcertante. En el techo de todas las salas que visitamos había una luz roja intermitente.
—Advierte a todos los presentes que no deben decir nada confidencial en tu presencia —me comunicaron.
—¿Cuál es el significado de la sección X-1? —le pregunté a mi guía.
—Es bastante aburrido —respondió—. La NSA tiene veinticuatro divisiones, cada una con su correspondiente letra. La «X» designa el grupo de seguridad de software. Ponemos a prueba la seguridad de los ordenadores. X-1 son los matemáticos, que comprueban los programas desde un punto de vista teórico, buscando defectos de diseño. El personal de X-2 se coloca frente al teclado e intenta destruir el programa cuando ya ha sido elaborado.
Me pregunté sí habrían detectado el problema del Gnu-Emacs.
Aproveché para preguntarles a diversos funcionarios de la NSA si habría alguna forma de que nos ayudaran en nuestro trabajo. Individualmente, a todos les pareció lamentable que la totalidad de nuestros fondos procediera del presupuesto de los físicos. Sin embargo, colectivamente, no ofrecieron ayuda alguna.
—Sería más fácil si vuestra organización tuviera un contrato de defensa —dijo uno de los agentes—. La NSA desconfía de los intelectuales. Parece haber una especie de recelo mutuo.
Hasta entonces, la única ayuda externa había sido de ochenta y cinco dólares, como tarifa honoraria por pronunciar una conferencia en la asociación de bibliotecarios técnicos de la bahía de San Francisco.
La visita de la NSA duró hasta mucho después de la hora del almuerzo, de modo que salí tarde de Fort Meade y me perdí por completo, de camino a la central de la CIA en Langley, Virginia. A eso de las dos de la tarde acabé por encontrar el lugar no señalizado y me detuve junto al portalón con una hora de retraso.
El vigilante me examinó como si acabara de aterrizar de Marte.
—¿A quién busca?
—A Teejay.
—¿Apellido?
—Stoll.
Consultó una carpeta, me entregó un formulario para que lo rellenara y colocó un pase azul sobre el salpicadero de mi coche alquilado.
Un pase de VIP para el aparcamiento de la CIA. En Berkeley eso valdría unos cinco dólares, puede que diez.
¿Yo? ¿Un VIP? ¿En la CIA? Surrealista. Esquivé a unas cuantas personas que corrían y otras que iban en bicicleta de camino al aparcamiento. Un guardia armado me aseguró que no tenía necesidad de cerrar el coche con llave. A lo lejos se oía el zumbido de las langostas del decimoséptimo año y el graznido de un pato silvestre. ¿Qué harían los patos en el umbral de la CIA?
Teejay no me había aclarado lo técnica que debía ser la charla y había optado por meter varios esquemas en un cochambroso sobre, de camino al edificio de la CIA.
—Llegas tarde —chilló Teejay, desde el fondo del vestíbulo.
¿Qué podía decirle? ¿Que siempre me perdía en las autopistas?
En el centro del vestíbulo hay un escudo de la CIA de metro y medio de diámetro: una águila de piedra artificial, tras un blasón oficial. Imaginaba que nadie la pisaría, como los estudiantes de Rebelde sin causa, pero no era así. Todo el mundo camina por encima del animal sin mostrarle ningún respeto.
En la pared hay un mármol con una inscripción que dice: «La verdad os hará libres». (Me pregunté qué hacía allí la consigna del Caltech, antes de darme cuenta de que era una cita de la Biblia.) En la pared opuesta había grabadas cuatro docenas de estrellas; sólo pude imaginar las cuarenta y ocho vidas que representan.
Después de un registro rutinario de mis pertenencias, recibí una placa roja fluorescente con una «V». La etiqueta de visitante era innecesaria; yo era el único sin corbata. No había ninguna gabardina a la vista.
El ambiente era el de una apacible universidad, con gente que paseaba por el vestíbulo practicando idiomas extranjeros y discutiendo las noticias de los periódicos. De vez en cuando pasaba una pareja, cogidos del brazo.
Todo era muy diferente de los dibujos de Boris y Natasha.
Bueno, no era exactamente como una universidad. Cuando Teejay me acompañó a su despacho del primer piso, me di cuenta de que cada puerta era de un color distinto, pero sin dibujos ni carteles políticos. Sin embargo, algunas tenían cerrojos de combinación, casi como las cajas fuertes de los bancos. Incluso las cajas de fusibles llevaban candado.
—Puesto que has llegado tarde, hemos aplazado la reunión —dijo Teejay.
—Tengo que seleccionar mis notas —comenté—. ¿Cómo quieres que sea de técnica la conferencia?
—No te preocupes por eso —respondió Teejay, al tiempo que me echaba una mala mirada—. No vas a necesitarlas.
Intuí que iba a tener problemas. Y en esta ocasión no había forma de escapar. Sentado junto a la mesa de Teejay, descubrí una colección fantástica de sellos de goma. Auténticos sellos de «ALTO SECRETO», junto a otros como «CONFIDENCIAL», «PRIVADO», «INTELIGENCIA COMPARTIMENTAL», «DESTRUIR DESPUÉS DE LEER» y «NOFORN». Supuse que el último significaba «no fornicar», pero Teejay me lo aclaró: «No ciudadanos extranjeros.» Sellé una hoja de papel con todos ellos y la guardé con mis notas.
Greg Fennel, el otro agente que había venido a verme a Berkeley, me acompañó a visitar la sala de informática de la CIA. Parecía un estadio. En Berkeley estaba acostumbrado a una docena de ordenadores, en una gran sala. Aquí había centenares de ordenadores mainframe, colocados muy juntos en una enorme caverna. Greg me recordó que, después de Fort Meade, aquélla era la instalación informática mayor del mundo.
Todos los ordenadores eran IBM.
Entre los entusiastas del Unix, las grandes instalaciones IBM son reminiscentes de los años sesenta, cuando estaban en boga los grandes centros informáticos. Desde la aparición de las terminales de sobremesa, las redes y los ordenadores personales, esos descomunales sistemas centralizados parecen anticuados.
—¿A qué viene todo este equipo IBM? —pregunté a Greg—. Son verdaderos dinosaurios —agregué, insinuando mi predilección por Unix.
—Vamos cambiando —respondió Greg—. Tenemos un grupo muy entusiasta dedicado a la inteligencia artificial, investigadores muy activos en el campo de la robótica y nuestro laboratorio de procesamiento de imagen funciona de maravilla.
Recordaba el orgullo con que había mostrado a Teejay y a Greg el sistema informático de mi laboratorio. Ahora me sentía profundamente avergonzado; los cinco Vax, que constituían la base de nuestro trabajo científico, parecían diminutos al compararlos con aquello.
Pero nuestros propósitos eran distintos. La CIA necesita un sistema gigantesco de base de datos; tiene que organizar y asociar muchísimos datos diversos. Lo que nosotros necesitamos son instrumentos ágiles, ordenadores con una capacidad rápida de cálculo. Siempre es tentador medir la velocidad de un ordenador, o la capacidad de sus discos, y llegar a la conclusión de que «éste es mejor».
La cuestión no es «cuál es el ordenador más rápido», ni siquiera «cuál es mejor». Lo que uno debería preguntarse es «¿cuál es el más adecuado?» o «¿cuál hará lo que yo necesito?».
Después de visitar la división informática de la CIA, Teejay y Greg me condujeron al séptimo piso. Los números de cada piso estaban en distintos idiomas; reconocí el quinto, en chino, y el sexto, en ruso.
Me condujeron a una antesala con una alfombra persa, cuadros impresionistas en las paredes y un busto de George Washington en una esquina: una verdadera mezcolanza. Me senté en un sofá, junto a Greg y a Teejay. Frente a nosotros había otros dos individuos, cada uno con su correspondiente placa, con los que charlamos un poco; uno de ellos hablaba perfectamente el chino y el otro había sido veterinario antes de alistarse a la CIA. Me pregunté qué tipo de conferencia esperaban que les ofreciera.
Las puertas del despacho se abrieron de par en par y un individuo alto, de cabello canoso, nos invitó a entrar.
—Hola, soy Hank Mahoney. Pasen.
De modo que ésa era la reunión. Resultó que el séptimo piso era la guarida de los jefazos de la CIA. Hank Mahoney era el director en funciones; sonriendo junto a él se encontraba Bill Donneley, el subdirector y otros dos individuos.
—¿Es decir que ustedes han oído hablar de este caso?
—Lo hemos seguido día a día. Evidentemente, puede que este caso, por sí solo, no parezca gran cosa. Pero representa un grave problema para el futuro. Agradecemos sus esfuerzos para mantenernos informados.
Dicho esto, me hicieron entrega de un certificado de agradecimiento, envuelto como si se tratara de un diploma.
No supe qué decir, pero, medio tartamudeando, les di las gracias y miré a Teejay, que no podía contener la risa.
—Hemos querido sorprenderte —dijo más adelante.
¿Sorprenderme? ¡Caracoles! Esperaba entrar en una sala llena de programadores y pronunciar una conferencia sobre seguridad en los sistemas. Examiné el certificado: estaba firmado por William Webster, director de la CIA.
Al salir, como era de suponer, los guardias registraron mi bolsa de papeles. Entre mis notas encontraron el papel sellado «ALTO SECRETO».
¡Alerta roja: un visitante atrapado saliendo de la CIA con un documento sellado «ALTO SECRETO»! Evidentemente, el resto de la página estaba en blanco. Después de cinco minutos de explicaciones y dos llamadas telefónicas, me dejaron salir. Pero no sin antes incautar mi muestra sellada y advertirme que «Aquí nos tomamos la seguridad en serio».
Regresé a Berkeley sentado junto a Greg Fennel, que se desplazaba al oeste en viaje de negocios secretos. Resultó que era astrónomo de formación y había dirigido un observatorio. Hablamos un poco del telescopio espacial, ese instrumento de alta precisión, de un billón de dólares, que estaba a punto de ser lanzado.
—Con un telescopio de 238,76 centímetros en el espacio podremos ver los planetas con un detalle fenomenal —comenté.
—Imagina sus posibilidades si se enfocara hacia la Tierra —dijo Greg.
—¿Para qué molestarse? Lo interesante es observar el firmamento. Además, es físicamente imposible enfocar el telescopio espacial a la Tierra: sus sensores arderían si alguien lo intentara.
—Supón que alguien construyera un telescopio semejante y lo enfocara a la Tierra. ¿Qué podrías ver?
Hice algunos cálculos mentales: un telescopio de 238,76 centímetros, a unos cuatrocientos ochenta kilómetros de altitud. La longitud de onda de la luz es de unos cuatrocientos nanómetros...
—Se llegarían a ver con facilidad detalles de medio metro. Su límite serían unos tres centímetros. Casi lo suficiente para distinguir rostros.
Greg sonrió, sin decir nada. Tardé un rato, pero acabé por comprenderlo: el telescopio espacial astronómico no era el único gran telescopio en órbita. Greg se refería probablemente a algún satélite espía, casi con toda seguridad al secreto KH-11.
Regresé a mi casa con la duda de si debía contar a Martha lo ocurrido. No me sentía distinto de antes: seguía prefiriendo la astronomía a la persecución de un hacker, pero me preocupaba lo que Martha pudiera pensar de la gente con la que había fraternizado.
—¿Te lo has pasado bien? —preguntó a mi llegada.
—Sí, en cierto modo —respondí—. Pero no creo que quieras saber a quién he conocido.
—No importa. Has pasado el día incómodo en un avión. Deja que te frote la espalda.
Hogar, dulce hogar.
Me consumía todavía la frustración, cuando pensaba en los ocho meses que llevaba imbuido en ese escabroso proyecto. Mi jefe no me permitía olvidar que no hacía nada útil.
Entonces, el miércoles 22 de abril, Mike Gibbons me llamó desde el cuartel general del FBI para comunicarme que habían decidido que debíamos seguir vigilando al hacker. Al parecer la policía alemana quería echarle el guante y la única forma de conseguirlo consistía en comunicárselo a los alemanes en el momento en que sonaran las alarmas.
Entretanto el FBI había solicitado oficialmente su cooperación y la intervención rápida de teléfonos. Estaban en contacto con el administrador de justicia en Alemania mediante el Departamento de Estado norteamericano.