El imperio eres tú (4 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

Aunque era consciente de su rango, sabía ser delicado con los sentimientos de la gente. Entre los escasos cortesanos que mostraban una simpatía especial por el príncipe heredero estaba el conde de Arcos, a quien don Pedro mandaba notas firmadas: «Vuestro señor y amigo, como hombre y no como príncipe.» El conde le aseguraba que sabía de miembros de la corte que alentaban su historia de amor con la francesa. En realidad, los que le trataban de cerca y algunos cortesanos veían en esa relación una aventura que podía «civilizarle», apartarle de su vida disipada de seductor precoz. La joven bailarina no podía sospechar que parte de la corte tenía puestos sus ojos en ella, con la esperanza de que consiguiera alejar al príncipe heredero de sus amistades peligrosas, individuos en su mayoría de baja extracción social y moralidad dudosa como el Chalaza. Sin embargo, don Juan y sus ministros sólo veían en la bailarina una conquista pasajera del díscolo heredero, un capricho más, flor de un día. Tenían puestas sus miras muy lejos de aquel cuartucho situado al fondo del taller de carpintería del palacio.

5

Don Pedro se enteró de que su destino no le pertenecía el día de la muerte de su abuela, la reina María. Ese día tuvo que salir de su nido de amor para asistir al entierro. Conmocionado, siguió el cortejo al son lúgubre de los tambores prendidos de crespones negros. Según una antigua costumbre, símbolo de humildad cristiana, el féretro fue transportado a hombros por los Hermanos Pobres de la Misericordia desde el convento de las Carmelitas, donde había vivido la reina, hasta las puertas de la catedral, donde lo entregaron a los grandes del reino. En el interior, entre columnas labradas y recubiertas de pan de oro, entre figuras de ángeles que sujetaban calaveras y grandes cortinas de terciopelo negro, la familia real veló el cuerpo de la que desde hacía veinte años no era más que una sombra en medio de los vivos. Don Pedro recordaba el momento en que la vio desvariar por primera vez, allá en uno de los pasillos del palacio de Queluz, vestida con una bata y con el pelo desordenado, mojando el suelo con una regadera: «No quiero que estas flores tan bonitas se marchiten», decía vaciándola sobre la alfombra que lucía dibujos de orondas rosas. Aquella reina no había podido soportar los cambios que amenazaban su mundo, el de las monarquías basadas en el poder absoluto. Cuando allá en Lisboa le llegó la noticia de que el rey Luis XVI había sido guillotinado, intuyó que ya nada volvería a ser lo mismo para las familias reinantes, que aquella muerte sellaba un antes y un después en la historia de la relación entre los reyes y sus pueblos. Aquella noche sufrió un ataque de locura.

Pedro, que era un niño, vio cómo su padre corría hacia la alcoba de la abuela, cuyos alaridos eran escalofriantes. Tumbada en la cama, con el rostro despavorido, musitaba entre sollozos: «¡Ay, Jesús, ay, Jesús! ¡Vienen a por nosotros, Juan! ¡Nos van a llevar a la guillotina, lo sé, lo sé! Pero estas llamas no me dejan salir, estamos perdidos… ¡Ay, Jesús!» El niño se conmovió mientras veía cómo su padre, que era una alma sensible, se ponía de rodillas y llorando imploraba sosiego a su madre delirante. También recordaba cómo del jardín llegaba el ruido de las castañuelas y la voz ronca de su madre, que le recriminaba a su marido no apresurarse a entrar en guerra contra Francia y sus revolucionarios… Los afectos de Pedro se inclinaban más hacia su padre, que le quería a su manera de hombre tibio y apático, pero con sinceridad, y eso el niño siempre lo había notado. Como también percibía la guerrilla conyugal que libraban sus progenitores, y que le provocaba un gran desconcierto. Sin embargo, compadecía a don Juan, porque le veía débil y siempre víctima del escarnio de su madre, que no ahorraba ocasiones de mostrarle su desprecio incluso ante los hijos.

La reina María vivió sus últimos años aterrorizada por la presencia del diablo que se le aparecía a cualquier hora del día o de la noche, y le daba sustos de muerte. Le dio por hacer cosas raras, como comer ostras y cebada todos los viernes y sábados o mantener conversaciones soeces salpicadas de palabrotas, lo que sacaba de sus casillas al puritano don Juan. Sin embargo, dentro de su locura, hubo momentos excepcionales, de gran lucidez, como cuando aconsejó a su hijo, quien ante la invasión de Napoleón dudaba si debía enviar a Pedro de avanzadilla a Brasil. «O vamos todos, o ninguno», dijo ella. Y así se hizo. O cuando atravesaba la ciudad camino al puerto, el día de la partida, y las tropas francesas estaban ya a las puertas de Lisboa, y por la ventanilla de su carruaje sacó la cabeza erizada de cabello hirsuto y gritó: «¡Cochero, no vayas tan rápido! ¡Van a creer que estamos huyendo!»

Don Juan siempre se había portado con ella como un hijo ejemplar. Todos los días de su vida fue a visitarla, sin excepción. Los últimos los pasó enteramente a su vera y no quiso que su madre entrase en el otro mundo sin sentirle cerca. No tenía prisa en dejar de ser el príncipe regente para convertirse en Juan VI, soberano del Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve. Era sólo un cambio nominal, pues llevaba mucho tiempo ejerciendo de rey.

Carlota estaba deshecha porque ya no podía volver a España. ¡Con lo que le había costado convencer a su marido para que la dejase marchar después de tantos años de sufrimiento y frustraciones en Río! Don Juan lo había aceptado a regañadientes y contra el consejo de sus asesores:

—El comportamiento de su alteza es errático e impredecible —le habían recordado—. Sola en Europa, será imposible controlarla. Puede intentar presionaros, majestad, u orquestar otro golpe como ya lo intentó hace unos años…

Pero don Juan no les había hecho caso. Abrumado por la agonía de su madre, tenía tantas ganas de quitarse a su mujer de encima que había aceptado que viajase aprovechando que sus dos hijas mayores iban a casarse con sus tíos en España… Carlota había embarcado baúles y maletas en el
Sebastião
, y cenaba a bordo para soñar que ya estaba surcando los mares. Sin embargo, la muerte de su suegra había dado al traste con sus planes. La sucesión formal la convertía en reina y don Juan aprovechó esa circunstancia para dar marcha atrás:

—De ahora en adelante, tu presencia en Río resulta indispensable —le dijo dentro de la iglesia—. No puedes acompañar a las niñas, eres la reina y te tienes que quedar.

Muchos pensaron que las lágrimas que derramó Carlota durante el funeral se debían al dolor que sentía por la muerte de su suegra. Sólo los más allegados sabían la verdad.

6

A la salida de la misa de cuerpo presente, un ministro de don Juan se acercó a Pedro:

—Debéis saber que las gestiones para buscaros una esposa están avanzando a buen ritmo —le dijo—. Su majestad está haciendo grandes esfuerzos para conseguiros una bella princesa europea.

El ministro, que pensaba complacerle con esa noticia, se llevó un chasco al ver la reacción ofuscada de Pedro, que se dio la vuelta y le dejó plantado. La noticia de que su destino era una pieza que estaba siendo utilizada por la monarquía portuguesa como baza política no podía satisfacerle. Sí, sabía que su casamiento era cuestión de Estado, no de sentimientos. Sabía que debía servir para fortalecer el imperio, y que ése era el destino del príncipe heredero. Su destino. Sabía que no había lugar para el amor en el tablero de la geoestrategia mundial. Lo sabía todo, pero no lo aceptaba. Una pulsión interior se rebelaba contra ello. Él no quería princesas, ni poder, ni gobierno, ni prebendas, ni riqueza. Sólo quería estar con Noémie, sentir el arrebato de sus jadeos y sus suspiros de amor, escuchar el atronador galope de su corazón cuando la acariciaba.

Unos meses antes y sin que él lo supiese, la maquinaria diplomática se había puesto en marcha para encontrarle una esposa. Su padre soñaba con aliarse con un imperio capaz de hacer contrapeso no sólo a los españoles, sino también al poder de los ingleses, unos aliados valiosísimos en tiempos de guerra pero incómodos en tiempos de paz. Su intención era forjar una alianza con Austria, la potencia más poderosa e influyente del continente europeo, centro de la Santa Alianza de monarcas europeos. El emperador Francisco II tenía tres hijas casaderas. Don Juan, cuya corona representaba el imperio más rico de la tierra —aunque sólo en potencia—, estaba dispuesto a apostar fuerte para conseguir una de aquellas joyas. Aparte de las razones estratégicas y políticas, albergaba razones personales:

—Prefiero cualquiera de las tres hijas del emperador a todas las demás —le confesó al marqués de Marialva, diplomático encargado de negociar el matrimonio de Pedro—. Las prefiero por el carácter superior de Francisco, y por lo que sé de la buena educación de esas princesas. Una Habsburgo puede aportar a mi hijo un amplio abanico de idiomas, de conocimientos de las artes y las ciencias que tanto necesita…

El problema es que una de ellas estaba a punto de contraer matrimonio con un príncipe italiano, le informó el marqués, un hombre alto y de distinguida presencia, impecablemente vestido, que hablaba con la seguridad que le daba su alto linaje, su experiencia de diplomático y su gran fortuna personal. Otra, la más joven, había que descartarla porque aún no había alcanzado la pubertad. Quedaba la tercera archiduquesa, prometida a un príncipe alemán de bajo rango, un sobrino del rey de Sajonia. Se llamaba Leopoldina.

—Pues a por ella…

De modo que se decidió que el marqués marchase a Austria, uno de los países más cultos e ilustrados de la época, donde un músico llamado Beethoven estaba componiendo sus grandes sinfonías, para convencer al emperador Francisco de que el Reino Unido de Portugal y Brasil excedía en riqueza, poder potencial e importancia estratégica al reino de Sajonia. Si lo conseguía, le tocaba después negociar un contrato matrimonial con la archiduquesa.

—Habrá que echar toda la carne en el asador —apuntó el marqués.

—Gastad lo que sea necesario para causar buena impresión. —Era una recomendación sorprendente viniendo de don Juan, un monarca que vestía ropa remendada y era conocido por ser parco en sus gastos personales—. Tenéis que proclamar la leyenda de las riquezas de Brasil. Hay que aprovechar esta oportunidad para convencer a Europa de que Portugal ha resucitado en el Nuevo Mundo.

Don Juan quería que Europa entera se pasmase ante el vasto territorio en el que se había refugiado hacía diez años cuando, humillado por no poder defenderse por cuenta propia, había tenido que huir ante el avance de las fuerzas de Napoleón, aliadas entonces con el rey de España. Desterrado de su propia capital, Lisboa, exiliado en tierras lejanas, oprimido por vecinos y aliados más poderosos, quería ahora conjurar aquella imagen de derrotado. Si para lograrlo era necesario vaciar las arcas públicas, estaba dispuesto a hacerlo. Por lo pronto, autorizó al marqués a sacar del tesoro las sumas necesarias al buen fin de la empresa, incluyendo reservas de diamantes y barras de oro. También confiaba en las listas voluntarias de donaciones que los ricos criollos se disponían a suscribir a cambio de favores, privilegios y honores.

La llegada oficial del marqués de Marialva a Viena con una «comitiva digna de un sultán y la pompa del Santo Padre» fue como la visita de un príncipe oriental de las Mil y Una Noches. Los vieneses que ocuparon los balcones y salieron a la calle para ver pasar la majestuosa procesión la recordarían durante generaciones. El emperador y la emperatriz de Austria, acompañados de otros miembros de la familia imperial, se desplazaron hasta la casa de un conde cercana a la puerta de Carintia para no perderse un solo detalle. De los cuarenta y un carruajes, veinticuatro habían sido especialmente construidos por el marqués de Marialva para la ocasión. Abría el cortejo un grupo de alabarderos a caballo, seguido de los carruajes de los ministros, consejeros de Estado, hidalgos de palacio; cada vehículo estaba tirado por seis caballos atendidos por cocheros vestidos de uniforme rojo y plata. Al final hizo su entrada el embajador marqués de Marialva, precedido y acompañado por un deslumbrante despliegue de criados y pajes, palafreneros, mensajeros de la corte, guardarropas y funcionarios de la Casa Real, algunos en monturas lujosamente enjaezadas con el escudo de armas de la casa de Braganza bordado en hilo de oro.
«Nunca ha recibido Viena una embajada tan suntuosa»
, escribió en un informe a don Juan esa misma noche, con la certeza de que el monumental farol de la monarquía portuguesa acabaría funcionando.

7

Esa visita a Viena era el colofón de una frenética actividad diplomática que había empezado dos meses antes. Primero, un diplomático portugués de la confianza del marqués había allanado el camino con el poderoso ministro Metternich, convenciéndole de la idoneidad de cambiar el príncipe de Sajonia por don Pedro como posible marido de Leopoldina. No fue difícil persuadir al pragmático Metternich. Como el emperador insistía en que su hija debía ser quien finalmente decidiese la elección de su marido, le tocó al marqués, en su primera visita a Viena, convencer a Leopoldina de la conveniencia de una boda con Pedro. Para crear un ambiente propicio a su argumentación, Marialva se había preocupado de distribuir entre funcionarios de la corte austriaca, del más bajo al más alto nivel, collares de oro, cajitas de tabaco incrustadas de piedras preciosas, pendientes de diamantes para las esposas, medallones de plata finamente labrados, relojes, etc. A los personajes relevantes que preferían obsequios menos vistosos les regaló, simple y llanamente, lingotes de metales preciosos. Con esa evidencia, sobraba alardear de las riquezas de Brasil y de su monarquía.

Luego llegó la prueba de fuego: la archiduquesa. El marqués se encontró frente a una chica rubia de diecinueve años, con ojos azules, tez muy pálida, de constitución fuerte sin ser gruesa, con labios carnosos, mejillas rosadas y un cuello más bien ancho. No le pareció guapa, pero tampoco fea. Se la veía muy educada y culta. Estaba rodeada de mapas de Brasil, de una edición de los viajes de Alexander von Humboldt sobre su expedición por el Amazonas y de libros sobre la historia de Portugal, lo que suponía un excelente presagio. La joven sudaba por la emoción, pero poco a poco consiguió vencer su timidez. Le confesó al marqués su amor por la naturaleza y, para apoyar sus palabras, le mostró entusiasmada sus colecciones de plantas, de flores, de minerales y de conchas.

—Coleccionar es una manía que he heredado de mi padre —dijo ella como disculpándose.

El marqués, hábilmente, barría para casa.

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