El imperio eres tú (5 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

—Archiduquesa, si lo que os gusta es la naturaleza, como me confesáis, debéis saber que Río de Janeiro y Brasil entero son un paraíso en el que abunda todo lo que la vida animal tiene de delicado y bravío, del colibrí al jaguar. Hay ríos que parecen lagos, lagos que parecen mares y cascadas que rugen, y una luz tropical que deslumbra…

—Lo he oído y lo he leído, señor, y he de confesarle que siempre he sentido grandes deseos de ver el continente americano. Es un sueño que acaricio desde niña.

Las palabras «América» y «Brasil» irradiaban en aquella época un extraño y curioso encanto para todos los europeos. Aún más para alguien, como Leopoldina, apasionada por las ciencias naturales y por la lectura de libros de viaje. El marqués le entregó un retrato de don Pedro, hecho al carboncillo, diciendo:

—Su alteza es un hombre valiente, un gran jinete, un consumado músico, un hombre generoso y justo, y de buen ver, como podéis apreciar…

La archiduquesa miraba el retrato embelesada y con una sonrisa cándida. ¡Qué guapo le pareció! «Un físico así sólo podía ser el reflejo de una alma aún más bella», pensó la joven.

—¿Piensa su señoría que mi aspecto físico será del agrado de su serenísima alteza?

—Estoy convencido de ello, archiduquesa. En Brasil, todas las damas tienen el cabello negro. El contraste con vuestra apariencia será muy interesante.

Leopoldina sonrió levemente; le había gustado la respuesta del marqués. En seguida cambió de tema:

—¿Cuáles son los estudios a los que su alteza serenísima, el príncipe don Pedro, es más aficionado? —se atrevió a preguntar, sin dejar de mirar el retrato.

Algo apurado, el marqués tosió y luego cruzó las piernas. No era una pregunta fácil de contestar. Sin embargo, no dudó en aprovecharse de la ingenuidad de la princesa:

—Su alteza real es un estudiante muy aplicado en todas las materias que un príncipe debe dominar, incluidos los idiomas… No habla francés como vos, pero se defiende bien —añadió impertérrito, para luego mentir aún más descaradamente—. Me alegra deciros que siente una gran inclinación por las mismas ciencias, incluida la mineralogía y la botánica, que la serenísima señora archiduquesa…

«Aquellas palabras le agradaron mucho —
contaba en su informe el marqués
— y me dijo que esperaba poder ofrecer a su alteza una muy preciosa colección de minerales de Europa…»
En el mismo informe que mandó a Río de Janeiro, junto a un retrato al óleo que debía entregarse a don Pedro, el marqués de Marialva resaltó las admirables cualidades intelectuales y científicas de la archiduquesa, sus logros artísticos, su bondad natural, su afabilidad y distinción, pero apenas mencionó sus atributos físicos. Sólo apuntó que era
«de agradable presencia, color de carne admirable, mucha frescura, todas las indicaciones de una salud próspera».
En su segunda visita a la archiduquesa, unas semanas más tarde, el sibilino marqués escuchó por fin las palabras que tanto deseaba oír:

—Siendo la voluntad de mi padre la norma de mi conducta, señor, tengo la convicción de que el cielo me protegerá y me hará encontrar la felicidad en esta unión.

Aquello era un bálsamo para los oídos de Marialva. La fortuna que había gastado, muy por encima de las posibilidades reales de la monarquía portuguesa, estaba a punto de resultar una inversión provechosa. Por primera vez en la historia de los pueblos, una princesa europea se decidía a cruzar el océano Atlántico para residir en el Nuevo Mundo, que en aquel entonces estaba a una distancia de ochenta o noventa días de viaje. El obstáculo que faltaba por sortear era el miedo del propio emperador a enviar a su hija a un lugar tan lejano y desconocido, donde estaría amenazada por el clima tropical, y quizá por enfermedades desconocidas. Sin embargo, don Juan y Marialva habían previsto esa objeción y en las instrucciones dadas a sus diplomáticos especificaban que la princesa
«regresaría a Europa después de que la corona consiguiese preservar el reino de Brasil del contagioso espíritu revolucionario que asolaba a las colonias españolas».
Fijaron arbitrariamente un plazo de dos años. Una vez transcurrido ese tiempo, Leopoldina estaría de regreso en Europa. Era un subterfugio plausible, sólo destinado a tranquilizar a la familia de la archiduquesa, pero sin ningún fundamento real. Cuando se divulgó en Viena la noticia del compromiso nupcial, todo el mundo lamentó la suerte de la joven princesa, condenada a semejante separación de la familia y de la patria por razones de Estado. Pero ella estaba encantada con la idea de irse a América, y luchó con ahínco contra las fuerzas ocultas que se preparaban para sabotear esa unión.

8

Leopoldina había sido educada para asumir que el papel de las princesas era el de servir de ficha en el ajedrez de la política internacional. Siempre fue consciente de que su destino era el de obedecer a un ideal superior, la causa monárquica. El ejemplo de su hermana María Luisa, que había sido obligada a casarse con Napoleón, el gran enemigo de su familia y del Imperio austriaco, había llevado al paroxismo el concepto de las nupcias reales. Unos años antes, Napoleón, que se había divorciado de Josefina porque quería un heredero, había obligado a un derrotado y arrinconado Francisco II a darle una de sus hijas. El austriaco había tenido que ceder. Aquella humillación había marcado a Leopoldina. Pensar que la hermana que tanto quería debía convivir con el hombre que habían aprendido a odiar desde pequeñas, fue vivido como una tragedia. Las hermanas se mantuvieron muy unidas hasta que acabó la guerra, cuando María Luisa abandonó por fin a Napoleón.

Leopoldina veía su boda como algo útil e importante porque era el símbolo de una unión entre Europa y el Nuevo Mundo. Y porque no era impuesta como lo había sido la de su hermana: había podido negarse. Sin embargo, una vez hubo tomado la decisión y aunque el casamiento debía concebirse como un acto político, y no sentimental como en las familias burguesas, la archiduquesa se fue dejando llevar por la ensoñación. Veía que aquella oportunidad que le brindaba la vida tenía sentido porque siempre había querido conocer América, y porque tenía sentido que alguien apasionado por las ciencias naturales acabase en el selvático y agreste Brasil. Como era muy religiosa, vio en ello la mano del Todopoderoso:
«Estoy convencida de que la providencia dirige de manera especial la suerte de nosotras las princesas y que someterse a la voluntad de los padres significa obedecer a Su voluntad»,
escribió a su tía María Amelia de Orleans.

Mientras los diplomáticos preparaban el acuerdo y las formalidades del contrato nupcial, la joven archiduquesa se inició en los rudimentos de la lengua portuguesa, que le parecía muy difícil de pronunciar, y a cultivar sus dotes musicales, porque sabía que eso agradaría a su familia política. Su preparación no se limitaba a asuntos intelectuales; también había sido educada para su nuevo estado de «mujer casada». Leía libros sobre la educación de los niños, consultaba con su hermana y sus amigas sobre las dudas que la asaltaban, hacía esfuerzos para tornarse
«más amable y comunicativa pues en el futuro no podré vivir como una ermitaña y la corriente del mundo me arrastrará»
, etcétera. Siempre le recomendaban que procurase cumplir todos los deseos de su marido, incluidos los más nimios, y conseguir la confianza de Juan VI, su suegro. Su futuro marido… No lo conocía y ya soñaba con él. No lo había visto nunca, y ya quería estar en sus brazos. No sabía quién era, y ya lo idealizaba. Joven e inocente, estaba enamorada del amor.

Al día siguiente de la entrada triunfal del marqués de Marialva en Viena tuvo lugar la ceremonia oficial de pedida en el palacio imperial. El diplomático subió la escalinata que conducía a los salones entre largas filas de guardias imperiales. Arriba, fue recibido por un grupo de aristócratas húngaros y austriacos. Todos los ministros y consejeros de Estado, los altos funcionarios de la corona, los príncipes y gran parte de la nobleza pasaron a la sala de los caballeros, donde un edecán acompañó al embajador hasta la sala del trono. Allí, bajo un dosel, esperaba Francisco II, vestido de uniforme de mariscal de campo. Después de los saludos protocolarios, Marialva leyó un discurso y el emperador le respondió con otras palabras que ensalzaban esa unión entre dos continentes, dos imperios, dos personas de «grandes cualidades». Al final hizo su aparición Leopoldina, vestida de blanco, con el pelo recogido en un moño, luciendo un maravilloso collar de perlas y una tiara de diamantes. Parecía una muñeca de porcelana, tan frágil, tan nerviosa, tan cándida. Le temblaban las manos y se trabó un poco al hablar antes de confirmar de viva voz el consentimiento dado por su padre. Como aquel día coincidía con el del cumpleaños del emperador, Marialva aprovechó la ocasión para entregar las condecoraciones y las insignias de órdenes militares que le había encomendado don Juan.

Sin embargo, el regalo más apreciado fue el que recibió la propia novia, su regalo de pedida, un retrato de don Pedro en forma de medallón rodeado de gruesos brillantes de altísima calidad. «Sólo en las fabulosas crónicas orientales se puede encontrar la descripción de algún objeto análogo que le fuese comparable», comentó el propio Metternich. «Jamás se han visto aquí piedras tan grandes», dijo la ayuda de cámara de la princesa.

A Leopoldina, mucho más que los diamantes y el medallón, le entusiasmó el propio retrato del novio, que apretó fuertemente contra el pecho:
«Acabo de recibir el retrato de mi muy amado Pedro
—escribió a su hermana María Luisa—.
No es extraordinariamente bello, como ya te dije, pero posee ojos magníficos y una nariz bonita… Su fisionomía expresa mucha bondad y carácter; todo el mundo afirma que es buena persona, amado por el pueblo y muy aplicado…»
Leopoldina había decidido enamorarse; el proceso era imparable y la engullía como si estuviese empantanada en sus propias arenas movedizas. Unos días más tarde, el amor le nublaba ya completamente el sentido crítico:
«El medallón del príncipe con su retrato casi me enloquece, no me canso de contemplarlo el día entero. Es tan bello como Adonis. Te lo aseguro, le amo.»
Su hermana quiso atemperar tanto ardor:
«Sólo puedo aprobar el paso que has dado; el mayor sosiego es hacer lo que pueda ser útil a tu padre y al bien delEstado, pero te ruego, en nombre de nuestro amor de hermanas, que no imagines el futuro demasiado bello…»
Vano consejo. La imaginación romántica de Leopoldina se había disparado, alimentada por todo lo que le habían contado los diplomáticos portugueses sobre Brasil y la familia real, y por el fasto que habían desplegado para que, precisamente, se forjase una ilusión favorable de su futuro.

Pero de pronto, el castillo de naipes se vio sacudido por unas revelaciones que casi lo derriban. Poco antes de la fecha fijada para la boda por poderes, un médico prusiano a quien el emperador Francisco II había solicitado información sobre las cualidades y el estado de salud del pretendiente, regresó de su viaje a Brasil con noticias desalentadoras. Vino diciendo que el príncipe era epiléptico y amoral: «Lo único que de verdad le interesa es el acto natural del sexo», declaró. Una bomba en la corte de Viena no hubiera causado mayor estruendo. Los cimientos de aquella operación matrimonial se resquebrajaron y más de uno pensó que el casamiento no se realizaría. La capital austriaca se convirtió en un hervidero de rumores.

El emperador convocó a sus consejeros para ver cómo podían abortar una unión tan poco conveniente, que podría abocar al sacrificio de una princesa. Para los diplomáticos portugueses y para el propio Metternich, la situación era muy violenta, teniendo en cuenta que las negociaciones estaban zanjadas y la fecha de la boda, fijada. Marialva intervino para admitir que el príncipe había padecido algún brote de epilepsia, aunque muy ligero y transitorio, tan anodino que no había merecido la pena ni mencionarlo. Pero rechazó con vehemencia las acusaciones de amoralidad. Según Marialva, el único defecto del príncipe era su juventud, y eso explicaba su fogosidad. ¿Merecía ser condenado por ello? Francamente, le parecía injusto. Aquella acusación de amoralidad sólo podía proceder de los enemigos de Portugal, y de los Borbones en particular, que pretendían frustrar el proyectado enlace. La más ardiente defensora de don Pedro fue Leopoldina, que no estaba dispuesta a dejarse arrebatar la felicidad que sentía al alcance de la mano. Se dedicó a repeler todas las insinuaciones «pérfidas e insidiosas» que buscaban arruinar el enlace. Escribió a su padre, afirmando que sólo había recibido «elogios y alabanzas» del «excelente carácter» de don Pedro por medio de su tía María Amelia, que a su vez había recibido esas informaciones del duque de Luxemburgo, a la sazón embajador francés en Río de Janeiro. ¿Dudaría el emperador de las palabras del embajador? Viena estaba invadida de tantos rumores que era imposible creérselos todos. ¿También había que creer que don Pedro era negroide, bajo de estatura y jorobado, como aseguraba uno de los cotilleos? Poco a poco, convenció a su padre de que no había que ceder ante las conspiraciones de los mensajeros británicos y de los ministros de la casa de Borbón contra su enlace. El emperador reconsideró su decisión, aconsejado por Metternich que miraba sobre todo el interés del Estado y que consideraba esas habladurías nimiedades en comparación con lo que estaba en juego. El interés de la dinastía y del imperio no podían sacrificarse por las palabras de un médico prusiano que quizá había sido manipulado por intereses enemigos… ¿Quién podía saberlo a ciencia cierta?

Al final, y para tranquilidad del emperador, se descubrió que parte de los rumores venían del mismo Río de Janeiro, y que tenían su origen en la madre del propio Pedro, Carlota Joaquina, quien al fracasar en su intento previo de salir de Brasil, lo había vuelto a intentar. «Procura conseguir la confianza del rey y evitar a tu suegra», recomendó el emperador a su hija, orgulloso de comprobar cómo, a sus diecinueve años, había respondido con coraje y decisión a todas las intrigas.

Carlota había escrito a su hermano en España, el rey Fernando VII, pidiéndole que interviniese ante Francisco II para que éste no diese su consentimiento a la boda antes de que la familia real portuguesa regresase a Lisboa. Se lo pedía en su doble condición de hermana y suegra, ya que su hija Isabel de Braganza iba a casarse con él. Estaba segura de que su estratagema podía funcionar porque imaginaba que el emperador de Austria preferiría tener a su hija en Lisboa en vez de en Río de Janeiro. Pero el ardid de doña Carlota se le volvió en contra porque su hermano no intervino, y a la vez terminó de convencer a los que pensaban que los rumores eran producto de sus manipulaciones.

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