El Imperio Romano (9 page)

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Authors: Isaac Asimov

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Naturalmente, tal filosofía no podía ser tan popular como la epicúrea, pero algunos romanos creían que las viejas virtudes romanas, la laboriosidad, la valentía y la firme devoción al deber, eran justamente las que valoraba el estoicismo. Por ello, hasta en los más fastuosos días del Imperio temprano, muchos se convirtieron a esta filosofía.

El más conocido de los estoicos romanos de este período era Séneca (Lucio Auneo Séneca), nacido alrededor del 4 a. C. en Corduba (la moderna Córdoba), de España. Su padre había sido un famoso abogado, y el joven Séneca también estudió derecho, asistió a una escuela estoica de Roma y llegó a ser tan famoso como orador que atrajo la favorable atención de Calígula. Después de morir éste, Séneca disgustó de algún modo a Mesalina, y ésta hizo que su marido, el emperador Claudio, lo desterrase de Roma, en 41. Pero Mesalina fue ejecutada, y la siguiente esposa de Claudio, Agripina, hizo volver a Séneca en el 49 para que fuese el tutor de su joven hijo Nerón. Séneca hizo todo lo que pudo para convertir a Nerón en un estoico, pero por desgracia, sus enseñanzas no echaron raíces.

Séneca escribió ensayos sobre la filosofía estoica y una serie de tragedias basadas en mitos griegos e imitando el estilo griego de Eurípides, pero tan llenas de resonancias y furias emocionales (extrañas en un estoico declarado), en lugar de sentimientos auténticos y pensamientos profundos, que no son muy admiradas en la actualidad, aunque son las únicas tragedias romanas que han llegado hasta los tiempos modernos.

Sin embargo, fue lo bastante popular en su época como para despertar la envidia de Nerón. Este, tan orgulloso de su propia obra, no podía soportar la idea de que la sociedad romana, en general, pensara que era en realidad Séneca quien escribía con el nombre de Nerón. Séneca fue relegado a la vida privada, y en 65 fue obligado a suicidarse, bajo la acusación de haber tomado parte en una conspiración contra el Emperador.

Pero no era de esperar que las clases más pobres de Roma se adhiriesen al epicureismo o al estoicismo. Carecían de la riqueza y el ocio necesarios para ser epicúreos, por mucho que lo hubiesen deseado, y era un triste consuelo para ellas que se las instase a despreciar los placeres cuando no tenían ningún placer que despreciar.

Se necesitaba algo más cálido y reconfortante, algo que un hombre pobre pudiese admitir, algo que prometiese una vida mejor después de la muerte para compensar la miserable vida sobre la Tierra.

Estaban, por ejemplo, las religiones mistéricas griegas, en las que los ritos no estaban al alcance de todos, sino sólo de los iniciados en ellos. Se suponía que quienes participaban en ellos eran discretos («mystes») con respecto a lo que experimentaban, y de aquí viene la expresión «religión mistérica» y el actual significado en castellano de la palabra «misterio» como algo secreto, inexplicado y hasta inexplicable.

Los ritos mistéricos, cualesquiera que fuesen, eran efectuados con una solemnidad que agitaba las emociones; unían a los participantes con lazos de hermandad; y permitían a los iniciados, según su propia creencia, tener una vida después de la muerte. Daban un sentido a la vida, hacían que la gente sintiese el calor de la unión con otros en un propósito común y ofrecían la promesa de que la muerte no era el final, sino la puerta de entrada a algo más grande que la vida.

La más venerada de las religiones mistéricas griegas era la de los misterios eleusinos, cuyo centro era Eleusis, lugar situado a unos pocos kilómetros al noroeste de la ciudad de Atenas. Se basaban en el mito griego de Deméter y Perséfone. Perséfone fue raptada y llevada al reino subterráneo de Hades, pero fue devuelta; esto aludía a la idea de la muerte de la vegetación en otoño y su renacimiento en la primavera, y más específicamente a la muerte del hombre seguida por un glorioso renacimiento. Otra variedad de este tipo de ritual eran los «misterios órficos», basados en la leyenda de Orfeo, quien también descendió al Hades y apareció nuevamente.

Aun después de la decadencia del poder político griego, las religiones mistéricas conservaron su importancia. Tan venerados eran los misterios eleusinos que Nerón, en ocasión de una visita oficial a Grecia en 66, pidió ser aceptado como iniciado. Pero se le negó porque había condenado a muerte a su madre, y este horrible crimen lo incapacitaba por siempre jamás para la comunión con los otros miembros de los ritos.

Es un notable tributo al valor asignado a los misterios el hecho de que quienes los dirigían no quebrantasen sus reglas para admitir a Nerón, aunque en todos los demás aspectos los griegos tratasen de complacerlo todo lo posible. Así, celebraron competiciones especiales en las que Nerón pudo medir sus fuerzas con profesionales griegos de la poesía, el canto, la lira, las carreras de carros, etcétera, y lo dispusieron todo para que recibiera el premio en todas las ocasiones. Más revelador aún de la importancia de los misterios es que Nerón, quien raramente permitía que lo contrariasen, no juzgara conveniente vengarse del insulto de ser rechazado por quienes se hallaban al frente de los misterios.

Los misterios griegos llevaban la marca de la razón y la moderación griegas. Pero a medida que la influencia romana penetró cada vez más al este, entró en contacto con religiones orientales aún más emocionales y coloridas, muchas de las cuáles también incluían el motivo de la muerte y renacimiento inspirado por el ciclo estacional de la vegetación.

En Asia Menor existía un antiguo culto de Cibeles, la Gran Madre de los Dioses, que en algunos aspectos era similar a la Deméter griega. Sus ritos se difundieron por Grecia en época temprana y, en 204 a. C., cuando los romanos estaban cerca del fin de su larga batalla contra el general cartaginés Aníbal, también ellos empezaron a rendir culto a Cibeles. Una piedra consagrada a ella que había caído del cielo (indudablemente, un meteorito), fue llevada con gran pompa de Asia Menor a Roma. Al principio, los romanos se sentían un tanto confusos en las ceremonias, y ante los extraños sacerdotes que habían sido importados junto con la piedra, pero en la época del Imperio temprano el culto de Cibeles llegó a ser uno de los más importantes en Roma.

Las deidades egipcias también se hicieron populares. En tiempos griegos, el dios y la diosa egipcios más importantes eran Osiris e Isis. Osiris pasaba por la muerte y la resurrección. Se suponía que sufría una reencarnación física en el toro sagrado Apis. Para los griegos, Osiris Apis se convirtió en «Serapis», y el culto de Serapis e Iris se hizo popular en Grecia alrededor del 200 a. C. Un siglo más tarde, estos ritos empezaron a invadir Roma. Augusto, que era un hombre anticuado, los desaprobaba, pero Calígula les dio la sanción oficial.

Las diosas como Deméter, Cibeles e Isis eran particularmente atractivas para las mujeres y, en verdad, para todos los que valorasen la compasión y el amor. Los dioses masculinos a menudo eran dioses de la cólera y la guerra, de modo que también los soldados podían tener el consuelo de la religión.

De las tierras situadas al este del Imperio Romano, de Partia o de Persia, llegó Mitra, figura divina que representaba el Sol. Siempre era pintado como un joven que apuñalaba un toro, y los ritos de iniciación incluían el sacrificio ritual de un toro. Las mujeres estaban excluidas de estos ritos, por lo que el mitraísmo era una religión esencialmente masculina, y particularmente de soldados. Empezó a hacer sus primeras intrusiones en Roma por la época de Tiberio.

El cristianismo

Quedan por mencionar las religiones que surgieron en Judea. La primera de ellas fue el mismo judaísmo, que se expandió desde Judea hacia el exterior con los judíos que se asentaban en las diversas ciudades del Imperio, particularmente en el Este, aunque también había una colonia bastante considerable en la misma Roma.

En verdad, con el tiempo, los judíos que vivían fuera de Judea superaron en número a los que habían permanecido en la tierra tradicional. Y aunque aprendiesen a hablar griego y olvidasen el hebreo, no olvidaron su religión. Su libro sagrado, la Biblia, fue traducida al griego para los judíos que ya no podían leer el original hebreo en fecha tan temprana como el 270 a. C.

Hasta había judíos que recibían una educación griega y podían defender las creencias judaicas en términos comprensibles para los griegos y los romanos de la época. El más destacado de ellos fue Philo Judaeus (Filón el Judío), quien nació en Alejandría por el 20 a. C. y, en su vejez, encabezó la delegación a Roma que iba a defender la causa de los judíos ante Calígula.

En los últimos días de la República y los primeros del Imperio, el judaísmo hizo conversos entre los romanos, incluidos algunos que estaban en elevada posición.

Se hubiera difundido más aún si hubiese estado dispuesto a transigir. Otras religiones tenían sus ritos especiales, pero no impedían a sus miembros participar en el culto imperial. El judaísmo, en cambio, quería que sus prosélitos abandonasen hasta las formas más inocuas de sus antiguos cultos. Esto significaba que los romanos que deseaban hacerse judíos debían abandonar la religión del Estado, apartarse de la sociedad y aun correr el riesgo de que se levantase contra ellos la seria acusación de traición.

Además, el ritual judío era bastante complicado y difícil para cualquiera que no hubiese nacido y sido educado en él. Partes de ese ritual parecían irracionales y confusas para los educados en la filosofía griega. Por añadidura, todo el que quisiese ser judío tenía que someterse a la penosa operación de la circuncisión. Por último, el judaísmo en sentido estricto estaba centrado en Judea, y el Templo de Jerusalén era el único lugar donde alguien podía realmente acercarse a Dios.

El último golpe que dio fin a toda posibilidad de que los judíos lograsen prosélitos fue la sangrienta revuelta de Judea. Los judíos se convirtieron entonces en peligrosos enemigos de Roma y se hicieron más impopulares que nunca en todo el Imperio.

Sin embargo, el judaísmo no era una religión monolítica; había sectas dentro de él, y algunas de ellas eran más afines a los diversos no-judíos («gentiles») del Imperio que otras.

Una de esas sectas fue la creada por los discípulos de Jesús. Después de la crucifixión de Jesús, podía haberse pensado que sus seguidores se dispersarían, puesto que su muerte parecía reducir al ridículo sus pretensiones mesiánicas. Pero se difundió la historia de que fue visto nuevamente tres días después de la crucifixión, y que había vuelto de la muerte. No era meramente un Mesías humano, un rey que restauraría la monarquía judía; era un Mesías divino, el Hijo de Dios, cuyo Reino estaba en el Cielo y que retornaría pronto (aunque nadie sabía exactamente cuándo) para juzgar a todos los hombres e instaurar la ciudad de Dios.

Los cristianos (como fueron llamados luego los discípulos de Jesús y sus seguidores), al principio siguieron siendo judíos en sus creencias y rituales, y obtuvieron sus conversos principalmente entre los judíos.

Pero muchos judíos siguieron siendo férreamente nacionalistas. No querían un Mesías que había muerto y dejado la nación esclavizada; querían un Mesías que se manifestase gloriosamente liberándolos de Roma. Este fue uno de los factores que llevó a la desastrosa rebelión contra Roma.

En esa rebelión, los cristianos no tomaron parte alguna. Ya tenían su Mesías; Roma no iba a durar eternamente, y era un error anticipar los planes de Dios para la culminación de la historia secular. La no violencia predicada por los cristianos, el deber de ofrecer la otra mejilla, de amar a los propios enemigos y de dar al César lo que era del César, también les impidió tomar parte en la rebelión.

Esta renuncia de los judíos cristianos a unirse a sus compatriotas judíos en la guerra contra Roma hizo impopular el cristianismo entre los judíos que sobrevivieron, y ya no hizo progresos entre ellos. Tampoco los judíos, en general, han aceptado a Jesús como el Mesías hasta el día de hoy, pese a las mayores presiones posibles.

Pero si el cristianismo fracasó entre los judíos, no ocurrió lo mismo con otros pueblos. Esto fue el resultado en gran medida de un judío llamado Saulo, quien en su trato con el mundo de los gentiles era conocido por el nombre similar, pero de resonancias más romanas, de Pablo.

Pablo nació en la ciudad de Tarso, en la costa meridional de Asia Menor, al parecer en el seno de una familia acomodada, pues su padre (y por tanto él mismo) era ciudadano romano. Recibió una educación judía estricta en Jerusalén y fue ortodoxo en sus creencias, tan ortodoxo que en su primer encuentro con las enseñanzas de los cristianos quedó horrorizado por su blasfemia y tuvo un papel de primera línea en los movimientos de persecución contra ellos. Se ofreció para viajar a Damasco a fin de dirigir allí el movimiento anticristiano, pero, según el relato de la Biblia, Jesús se le apareció en el camino, y desde ese momento fue un ardiente cristiano.

Pablo empezó a predicar el cristianismo a los gentiles y, al hacerlo, llegó a la creencia de que el intrincado ritual del judaísmo no era esencial para la religión verdadera y que hasta podía llevar a alejarse de ella al concentrar la atención en detalles insignificantes y oscurecer la esencia interior («pues la letra mata, pero el espíritu da vida»).

Para ser cristiano, pues, un gentil no necesitaba circuncidarse, ni tenía que observar todo el rigor del ritual judío ni asumir el nacionalismo judío y venerar el Templo de Jerusalén.

Casi inmediatamente el cristianismo empezó a difundirse por las ciudades de Asia Menor y Grecia, y más tarde en la misma Italia. La crucifixión y resurrección de Jesús, y los ritos con que se conmemoraban estos sucesos, recordaban las religiones mistéricas. La figura de María, la madre de Jesús, brindaba un suavizante toque femenino. Sus costumbres austeras eran como las de los estoicos. El cristianismo parecía tener algo que agradaba a todo el mundo.

En verdad, el cristianismo tenía una flexibilidad que el judaísmo nunca tuvo. Cuando el cristianismo se difundió entre personas que no sabían nada del judaísmo pero mucho sobre sus propias costumbres paganas, el nuevo credo adaptó a sus propios fines la filosofía griega y las costumbres paganas.

El mitraísmo, por ejemplo, que fue el principal competidor del cristianismo durante un par de siglos, celebraba el 25 de diciembre como su principal festividad. El mitraísmo era una forma de culto del sol, y el 25 de diciembre estaba cerca del momento del solsticio de invierno, cuando el sol de mediodía desciende a su punto máximo al Sur y comienza su lento retorno hacia el Norte. Este es, en cierto sentido, el nacimiento del Sol, la garantía de que el invierno terminará algún día y de que la primavera volverá, y con ella una nueva vida. Esta época del año era celebrada también por otras religiones. Los antiguos romanos consagraban ese período a su dios de la agricultura, Saturno, y las celebraciones recibían el nombre de saturnales. Las saturnales eran momentos de buena voluntad entre los hombres (hasta a los esclavos se les permitía participar en la festividad en un temporal rango de igualdad), de festejos y de regalos.

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