El Imperio Romano (11 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

Tito volvió a Roma en 71 con los despojos de la guerra de Judea y un magnífico triunfo se celebró en homenaje al padre y al hijo. La popularidad de la nueva dinastía estaba asegurada.

En Britania, la conquista romana, suspendida bajo Nerón, fue reanudada en 77. Bajo el mando de un dinámico general, Cneo Julio Agrícola, Gales fue conquistada y las armas romanas avanzaron hacia el Norte, hasta cerca de la moderna Aberdeen, en 83. Una flota romana llegó a navegar alrededor del norte de Escocia y se proyectó la invasión de Irlanda. Después de la campaña de Agrícola, las partes conquistadas de Britania se romanizaron rápidamente.

Pero poco después de comenzar la campaña de Britania, la vida de Vespasiano estaba llegando a su fin. Sabía que se estaba muriendo y, aludiendo a la costumbre romana ya establecida de rendir honores divinos a los emperadores muertos, dijo con trágico humor: «Siento que me estoy convirtiendo en un dios». En el momento final, pidió a quienes lo rodeaban que le ayudasen a levantarse. «Un emperador —dijo— debe morir de pie.»

Cuando murió, en 79 (832 A. U. C.), dejó el principado y el Imperio también en pie. Diez años de gobierno de Vespasiano habían remediado las consecuencias de las locuras de Nerón.

Tito

Tito sucedió a su padre sin problemas. Vespasiano había planeado la sucesión y asociado a su hijo en el gobierno. Por vez primera un emperador era sucedido por su hijo consanguíneo.

Tito había llevado una vida alegre y era sumamente popular por su generosidad e indulgencia, y se dispuso, al ascender al trono imperial, a trabajar duro y realizar una buena tarea. Casi el único defecto que el populacho romano podía hallarle era que tenía una amante judía. Mientras combatía en Judea, Tito había conocido a Berenice, hermana de Herodes Agripa II, y se habían enamorado mutuamente. Cuando Tito retornó a Roma, llevó consigo a Berenice, con quien proyectaba casarse. Pero esto no lo permitían los prejuicios antisemitas del populacho y, finalmente, muy a su pesar, tuvo que enviarla de vuelta a su país.

El reinado de Tito se señaló por una paz (excepto la compaña de Britania) y una prosperidad generales. Se abstuvo de cometer actos arbitrarios y fue un gobernante moderado. Desgraciadamente, sólo vivió dos años después de convertirse en emperador, pues murió en 81 a la edad de sólo cuarenta años.

En su breve reinado se produjo una notable catástrofe. Los sabios tenían conocimiento de que una montaña cercana a Nápoles y llamada Vesubio había sido antaño un volcán, pero no se tenía memoria de que hubiese entrado nunca en erupción. Las ciudades de Pompeya y Herculano estaban ubicadas en su vecindad, y las granjas se esparcían por sus laderas. Pompeya, en particular, era una ciudad de veraneo de los romanos ricos. El orador romano Cicerón era uno de los que, un siglo y cuarto antes, se jactaban de poseer una villa pompeyana.

En 63, durante el reinado de Nerón, se produjo un terremoto en la región que dañó a Pompeya y también a Neapolis (Nápoles). Pasó y el daño fue reparado. Pero en noviembre del 79 el monte Vesubio sufrió una violenta erupción y, en pocas horas, Pompeya y Herculano fueron aplastadas y enterradas bajo la ceniza y la lava.

Esa trágica catástrofe tuvo gran valor para los historiadores modernos. Desde comienzos del siglo XVIII, Pompeya ha sido excavada lentamente y ha sido como descubrir una ciudad fosilizada, un escenario montado en tiempos romanos y colocado en el nuestro. Se descubrieron templos, teatros, gimnasios, hogares y tiendas. Han aparecido obras de arte, inscripciones y hasta garabatos hechos por ociosos. Los historiadores bien quisieran que tales accidentes ocurriesen más a menudo si pudiesen suceder sin pérdida de vidas.

Tito se dirigió apresuradamente al escenario de la erupción para supervisar la labor de rescate y ayudar a los supervivientes. Pero cuando se marchó, estalló en Roma un incendio que duró tres días y tuvo que retornar para atender también a esta cuestión.

En una tónica más alegre, inauguró nuevos baños (los «baños de Tito») y completó un proyecto iniciado por su padre, el primero de los grandes anfiteatros que iban a construirse en Roma. Vespasiano lo había comenzado en el lugar del palacio de Nerón, que Vespasiano hizo derribar para devolver ese espacio al uso público. El anfiteatro era de piedra y tenía capacidad para cincuenta mil espectadores, tamaño respetable aun juzgado según patrones modernos. Fue el lugar del tipo de espectáculos de que gozaba el populacho romano: carreras de carros, combates de gladiadores, lucha con animales, etc.

Habría sido mejor llamarlo el anfiteatro Flavio, pero cerca de él había una gran estatua de Nerón. Estas estatuas de gran tamaño eran llamadas «colossae» por los romanos (de donde deriva nuestro adjetivo «colosal»), por lo que el anfiteatro llegó a ser conocido como el «Coliseo». Todavía hoy se lo llama por este nombre y, aunque en ruinas, tiene gran magnificencia y domina la ciudad de Roma.

Domiciano

A la muerte de Tito, le sucedió su hermano menor, Domiciano (Titus Flavius Domitianus). Fue como si la historia se repitiese. Con Vespasiano y Tito, parecía que habían vuelto los días de Augusto; eran gobernantes amables, muy respetuosos de los senadores y que, por tanto, gozaron de «buena prensa» por parte de los historiadores partidarios del Senado. Pero con el advenimiento de Domiciano, fue como si Augusto hubiera sido sucedido nuevamente por Tiberio.

Al igual que Tiberio, Domiciano era frío, introvertido y sin ningún don para la popularidad. No hizo ningún esfuerzo para fingir respeto hacia el Senado ni para rendirle los honores necesarios a fin de salvar las apariencias para sus miembros. Esto trajo la consecuencia de que los historiadores posteriores lo describieron como cruel y tiránico. Quizá lo fuese con los senadores, pero su gobierno fue, por lo demás, justo y firme. Trató de estimular la vida familiar y la religión tradicional, prohibió que se hiciesen eunucos, reconstruyó los templos destruidos por el incendio del 80, construyó el Arco de Tito en honor de su hermano mayor, edificó bibliotecas públicas y montó pródigos espectáculos para el populacho. Impuso un gobierno eficiente en las provincias y se esforzó por asegurar las fronteras imperiales.

La línea del Rin y el Danubio que señalaba la frontera norte del Imperio tenía su punto más débil en la región cercana a la fuente de los dos ríos. Allí, en lo que es ahora Badén y Württemburg, en el sudoeste de Alemania, la línea de los ríos formaba una protuberancia que avanzaba profundamente hacia el sudoeste. Si atacaban por ese saliente, las tribus germanas podían fácilmente separar Italia de la Galia y causar enormes problemas.

En época de Domiciano, esta posibilidad debía ser tomada seriamente. Las tribus germánicas de la región, los catos, habían luchado contra los romanos de tanto en tanto desde la época de Augusto, y Domiciano decidió poner fin al peligro. A la cabeza de sus tropas, cruzó el Rin en 83, derrotó a los catos y preparó la ocupación permanente de la región por Roma.

Pero, como Tiberio, no estaba interesado en extender irrazonablemente (y costosamente) las conquistas extranjeras. Después de eliminar la amenaza de los catos, volvió a una línea defensiva firme. Construyó a través del peligroso ángulo de Germania sudoccidental una línea de fortalezas, eliminando el saliente y reforzando el punto débil. Después de eso se contentó con mantenerse en la región.

Además, hizo volver a Agrícola de Britania. Los enemigos de Domiciano del Senado se apresuraron a afirmar que lo hacía por celos, pero también puede argüirse que la larga campaña de Agrícola estaba llegando al punto en que disminuían los beneficios. Las desoladas tierras altas de Escocia y los salvajes y bárbaros páramos irlandeses no compensaban los dolores, la sangre y el dinero que se necesitaban para conquistarlos. Domiciano no quería preocupaciones por ellos, particularmente cuando provincias más cercanas exigían emprender acciones militares.

La naturaleza introvertida de Domiciano lo llevó a la soledad, como había ocurrido con Tiberio medio siglo antes. Puesto que no confiaba en nadie, no se sentía a gusto con nadie. Y, naturalmente, cuanto más se retraía, tanto más recelosos se volvían los miembros de la corte y los jefes del ejército, pues, como es de suponer, se preguntaban qué estaba dispuesto a hacer y era fácil creer los rumores de que planeaba efectuar muchas ejecuciones.

La falta de popularidad de Domiciano tentaba a los generales a planear una revuelta contra él. Un general de la frontera germánica, Antonio Saturnino, hizo que sus tropas le proclamasen emperador y se rebeló en 88. Saturnino contó con la ayuda de los bárbaros germanos, temible presagio del futuro y del día en que bandas rivales de bárbaros serían conducidas por facciones romanas opuestas a través del cuerpo agonizante del Imperio.

En ese primer intento, los bárbaros fracasaron y Domiciano aplastó la revuelta. Este suceso fortaleció, como es natural, el espíritu receloso de Domiciano, quien actuó duramente contra todos los que, según él pensaba, podían haber tomado parte en la revuelta o simpatizado con ella, y su carácter ahora parece haber cambiado para peor.

Exilió de Roma a los filósofos, pues creía que adherían a un republicanismo idealizado y, por tanto, estaban automáticamente contra todo emperador fuerte. También emprendió acciones contra los judíos dispersos por el Imperio, pues sabía que no podía esperarse de ellos que estuviesen a favor de ningún Flavio. También se registraron en este reinado persecuciones a los cristianos, aunque esto quizá se haya debido a que los romanos todavía los consideraban sólo como una variedad de los judíos.

Para desalentar toda posterior revuelta militar. Domiciano instituyó la costumbre de acuartelar todas las legiones en campamentos separados en las fronteras, de modo que dos legiones no pudiesen unirse contra el Emperador. Pero esto tendió a inmovilizar las legiones, pues todo intento de unirse contra la amenaza de un ataque del exterior fácilmente podía interpretarse como una tentativa de asociarse con alguna traidora finalidad. Así, las defensas romanas sufrieron cierto endurecimiento y rigidez, pérdida de flexibilidad que hizo cada vez más dificultoso rechazar a los bárbaros del Norte excepto bajo emperadores particularmente enérgicos.

Bajo Domiciano, por ejemplo, hubo sangrientos choques con los dacios, tribus que vivían al norte del Danubio inferior, en la región que ahora constituye la nación rumana. En la década del 80, los dacios quedaron bajo la belicosa dominación de un jefe llamado Decébalo y cruzaron repetidamente el Danubio, congelado en invierno, para hacer incursiones en Mesia, la provincia romana que estaba inmediatamente al sur.

Domiciano se vio obligado a tomar las armas contra ellos. Los expulsó de Mesia y luego invadió Dacia. Durante varios años, los romanos lograron mantener su dominación. Pero la revuelta de Saturnino distrajo a Domiciano; una fuerza romana sufrió un desastre en Dacia, e infructuosos ataques contra las tribus germánicas al oeste de Dacia lo convencieron de la inutilidad de ulteriores esfuerzos en esa dirección.

Domiciano pensó que traería menos problemas aceptar una sumisión nominal de Decébalo, quien recibió su corona de Domiciano pero en realidad siguió siendo independiente. De hecho, Domiciano admitió en 90 pagar a Decébalo un subsidio anual para mantener la paz y evitar las correrías. Esto era más barato que continuar la guerra, pero la oposición senatorial lo consideró como un tributo vergonzoso, el primero de la historia romana.

Finalmente, en 96 (849 A. U. C.), Domiciano, cuyos últimos años son descritos como un reinado del terror, llegó a su fin. Se organizó una conspiración palaciega, en la que participaron cortesanos y la misma emperatriz, y Domiciano fue asesinado.

Así terminó el linaje de Vespasiano, que gobernó a Roma durante veintisiete años y dio tres emperadores.

4. El linaje de Nerva
Nerva

Los conspiradores que mataron a Domiciano habían aprendido la lección dada por los que habían matado a Nerón una generación antes. No dejaron un vacío para que fuese llenado por generales en lucha unos con otros, sino que ya tenían un candidato. Puesto que no eran hombres de armas (aunque tuvieron la precaución de ganarse el apoyo del jefe de la guardia pretoriana), no eligieron a un general, sino a un senador.

Su elección cayó sobre un senador sumamente respetado llamado Nerva (Marcus Cocceius Nerva), cuyo padre había sido un famoso abogado y amigo del emperador Tiberio. El mismo Nerva había desempeñado cargos de responsabilidad bajo Vespasiano y Tito, y, en 90, compartió el consulado con el mismo Domiciano. Luego cayó en desgracia con Domiciano, quien lo exilió al sur de Italia.

Tenía sesenta y tantos años en el momento de la muerte de Domiciano y no era de esperar, como es natural, que viviese mucho tiempo. Sin duda, quienes apoyaban a Nerva contaban con esto y pensaban que su reinado sería un breve período de espera en el que podía elegirse un candidato mejor.

Nerva trató de poner fin a la periódica hostilidad entre el emperador y el Senado y de poner en práctica la teoría de que el Imperio Romano en realidad era gobernado por el Senado, y el emperador sólo era el sirviente de éste. Prometió no ejecutar nunca a un senador, y nunca lo hizo. Cuando se descubrió una conspiración contra él, se contentó con desterrar al jefe sin ejecutar a nadie. Puso en práctica una economía estricta, hizo volver a los exiliados políticos, organizó un servicio postal controlado por el Estado, creó instituciones de caridad para el cuidado de los niños necesitados y se mostró en todo aspecto como una persona humanitaria y amable.

Si bien el intento de Nerva de hacer a su gobierno responsable del bienestar de los ciudadanos parece sumamente encomiable, su reinado señaló un inquietante cambio decisivo en la sociedad antigua. Cada vez más, los gobiernos locales se mostraron incapaces de llevar a cabo sus tareas. Y cada vez más se dirigieron al emperador. Se esperaba que el gran gobernante de Roma cuidase de todos. Si lo hacía efectivamente, estaba bien, pero si llegase el tiempo en que el gobierno central fuese corrupto o incapaz, ¿qué sería, entonces, de los gobiernos locales, que ya no eran capaces de cuidar de sí mismos?

Pero, por el momento, sólo la guardia pretoriana estaba insatisfecha. Domiciano había sido popular entre sus miembros porque los favorecía, pues sabía bien que dependía de su apoyo para mantenerse en el poder. Por consiguiente, les pagaba bien y les permitía muchas libertades. Las economías de Nerva y su dependencia del Senado empeoraban la situación de los soldados de la guardia, quienes, con amargo desengaño, exigieron la muerte del principal conspirador contra Domiciano y de su propio jefe, que había apoyado la conspiración. Nerva se halló enfrentado con el destino de Galba, pero trató con valentía de arrostrar a los soldados de la guardia. Nerva no perdió su vida como resultado de ello, pero le infligieron una dura humillación al matar a quienes quería y luego obligar a Nerva a hacer que el Senado votase una moción de agradecimiento hacia ellos por esa matanza.

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