El Imperio Romano (25 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

Juliano estableció su cuartel general en Lutecia, donde su abuelo, Constancio Cloro, estaba estacionado cuando fue nombrado César. El nombre completo de la ciudad era Lutetia Parisiorum («Lutecia de los parisinos»), por el nombre tribal de sus primeros habitantes. A veces era llamada París, y este nombre alternativo se generalizó mientras estuvo Juliano allí, y así entró en la historia este nombre que en siglos posteriores iba a hacerse tan famoso.

Juliano ganó enorme popularidad por su capacidad y su carácter humanitario. Puesto que nada favorece tanto como el éxito, fue el niño mimado del ejército.

El hosco y malhumorado Constancio, al observar esto desde lejos montó en cólera, pues era bien consciente de que sus propios y continuados fracasos con los persas parecían aún peores en contraste con los éxitos de su sobrino. Sapor había derrotado a sus enemigos bárbaros y había vuelto al ataque contra Roma más ferozmente que nunca. Los puntos fortificados romanos comenzaron a ceder, y en 359 Amida, fortaleza situada a 160 kilómetros al noroeste de Nisibis, cayó después de un sitio de diez semanas.

Constancio usó esto como excusa para debilitar a Juliano llamando al Este a parte de su ejército. Juliano señaló el peligro que esto significaba para la Galia, pero obedeció. Mas el ejército mismo se negó a abandonar a su comandante. Exigió que Juliano se proclamase emperador, y éste no tuvo más opción que aceptar.

Marchó hacia Constantinopla, y Constancio se lanzó hacia el Oeste desde Siria para ir a su encuentro, mientras Sapor se congratulaba ante la idea de la guerra civil que iba a producirse. Pero no hubo tal guerra. Antes de que los ejércitos se encontraran, Constancio murió de una enfermedad en Tarso, y Juliano se convirtió en gobernante de un Imperio unido en 361 (1114 A. U. C.).

Juliano fue un emperador muy fuera de lo común en un aspecto, pues no era cristiano. Había recibido una educación cristiana, sin duda, pero ésta no había arraigado en él. Constancio II, el emperador cristiano, había matado a su familia y Juliano había vivido en el constante temor de su propia muerte. Si eso era el cristianismo, ¿en qué se diferenciaba de cualquier otra religión que alentase la tiranía y la crueldad?

En cambio, se sintió atraído por las enseñanzas de los filósofos paganos (y la mitad del Imperio aún era pagano). En los filósofos halló el recuerdo de una antigua Grecia de sabios y demócratas coloreada por la bruma dorada de siete siglos de historia. Secretamente, Juliano se volvió pagano y se hizo iniciar en los misterios eleusinos.

Juliano aspiraba a recrear la maravillosa época en que Platón se paseaba por su Academia, instruyendo a sus discípulos y platicando con otros filósofos. Esos tiempos, desde luego, habían sido tan brutales como los de Juliano, pero hay una especie de memoria selectiva que se adueña de los hombres cuando contemplan el pasado. Sólo ven lo bueno y pasan por alto lo malo.

Muerto Constancio y aceptado Juliano como emperador, proclamó abiertamente su fe pagana, por lo que fue llegado a conocer en la historia como «Juliano el Apóstata», es decir, una persona que renuncia a su religión. (Por supuesto, nadie llama al anterior emperador «Constantino el Apóstata» porque renunció al paganismo para convertirse al cristianismo. Todo depende de quién escriba los libros de historia.)

Juliano no intentó reprimir el cristianismo. En cambio, proclamó la libertad religiosa y la completa tolerancia de judíos y paganos, así como de los cristianos. Además, proclamó la tolerancia de todas las diversas herejías dentro del cristianismo e hizo volver a los obispos exiliados por una u otra herejía.

Evidentemente, en su opinión, la represión directa del cristianismo era innecesaria. Si el catolicismo, el arrianismo, el donatismo y una docena de otros «ismos» gozaban de libertad para combatirse unos a otros sin que el poder del Estado apoyase a ninguno, el cristianismo se desintegraría en un gran número de religiones débiles y rivales y ya no sería un poder. (Su cálculo era correcto, pues esto es exactamente lo que ha ocurrido en muchas partes del mundo moderno, pero el reinado de Juliano no duró lo suficiente para obtener este resultado.)

El humanitario Juliano llevó una vida de elevada moralidad, trató de gobernar con sensatez, moderación y justicia, trató al Senado con respeto y, en general, se comportó de una manera mucho más cristiana que casi todos los emperadores cristianos que gobernaron a Roma antes y después de Juliano. Hasta trató de modificar el paganismo según la línea del monoteísmo y la ética cristiana. Pero esto no lo hizo más aceptable para los cristianos de la época; más bien todo lo contrario. Un pagano virtuoso es más peligroso que uno malvado, porque es más atractivo.

Después de asentarse en el gobierno y de establecer lo que esperaba que fuese el nuevo orden religioso, Juliano condujo su ejército a Siria para reanudar la guerra con los persas. Allí abrigó la esperanza de continuar su osado estilo de hacer la guerra. Si en Galia había imitado con éxito al gran Julio César, en el Este esperaba imitar al gran Trajano.

Puso una flota en el río Eufrates y con un fuerte ejército marchó a lo largo de la Mesopotamia, como había hecho Trajano. Llegó a la capital persa, Ctesifonte, y atravesó el Tigris, derrotando al ejército persa en cada encuentro.

Pero aquí Juliano cometió un error fatal. Sus éxitos militares juveniles le inspiraron la idea de que era más que Trajano, de que era nada menos que Alejandro Magno redivivo. Desechó la idea de sitiar Ctesifonte y decidió perseguir al ejército persa como antaño había hecho Alejandro Magno.

Desgraciadamente para Juliano, sólo hubo un Alejandro en la historia. El astuto Sapor tenía espacio de sobra para retirarse y mantuvo su ejército intacto y lejos de Juliano. Las fuerzas persas desaparecieron, y Juliano redujo a su ejército al agotamiento sin conseguir nada. Tuvo que volver por una región cálida y desértica, rechazando los ataques de los persas a cada paso.

Mientras Juliano permaneció vivo, los romanos siguieron ganando todas las batallas, pero cada vez estaban más debilitados. Luego, el 26 de julio de 363 (1116 A. U. C.) fue herido por una lanza de origen desconocido. Se dijo que fue un persa enemigo quien arrojó esa lanza, pero es al menos igualmente probable que la mano que blandió esa lanza fuese la de un soldado romano cristiano. Juliano murió a la edad de treinta y dos años, después de un reinado de veinte meses.

Según una historia famosa (pero muy probablemente falsa), sus últimas palabras fueron: «Vicisti, Galileae» («has vencido, Galileo»). Pero si no las dijo, bien podía haberlas dicho. El intento de restablecer el paganismo, o al menos de restablecer la tolerancia religiosa, fracasó inmediatamente con su muerte. Ningún pagano declarado iba a volver a ocupar el trono romano, y el paganismo, en general, continuó decayendo constantemente dentro de los dominios romanos, aunque filósofos paganos siguieron enseñando en Atenas durante otro siglo y medio.

Desde la época en que Constancio Cloro se convirtió en uno de los cuatro gobernantes del Imperio Romano, en 293, habían pasado setenta años, durante los cuales él y cinco de sus descendientes gobernaron todo o parte del Imperio. Pero Juliano no tenía hijos, y con él murió el último de los descendientes varones de Constancio.

9. El linaje de Valentiniano
Valentiniano y Valente

Muerto Juliano, el ejército proclamó emperador en el lugar a Joviano (Flavius Claudius Jovianus), un general oscuro pero cristiano. Sin duda, el desastre en que terminó la gran expedición de Juliano convenció a muchos de que el cielo estaba colérico por el paganismo de Juliano, y sólo bajo un emperador cristiano estarían seguros.

Joviano hizo dos cosas. Anuló la política religiosa de Juliano, volviendo a la situación existente bajo Constantino (aunque sin ningún intento de efectuar una persecución activa de los paganos). También anuló la política militar de Constancio y Juliano, firmando una paz desventajosa con Sapor. Abandonó Armenia y otra regiones que los romanos conservaban desde el tiempo de Diocleciano. Muy en particular, y desafortunadamente, cedió la fortaleza de Nisibis, que Sapor nunca había podido conquistar en lucha abierta.

Joviano hizo la paz para poder volver a Constantinopla lo antes posible a fin de asumir toda la pompa del Imperio. Pero en el viaje de vuelta murió, y sólo su cadáver entró en Constantinopla en 364.

Los soldados eligieron otro emperador, esta vez un capaz oficial llamado Valentiniano (Flavius Valentinianus) que había nacido en Panonia. Compartió el gobierno con su hermano, Valente (Flavius Valens). Valentiniano era católico, pero tolerante con los disidentes, mientras que Valente era un arriano ferviente y proselitista. No obstante, los hermanos se llevaban bien, pese a la diferencia de religión y de temperamento.

Valentiniano era el más capaz de los dos. Tenía escasa educación y desconfiaba de las clases superiores, pero trató de mejorar la situación del conjunto de la población. Por desgracia, sus esfuerzos fueron vanos. Todos los intentos de mejorar el Imperio chocaban con la permanente sangría de las necesidades militares.

Valente se quedó en el Este, mientras Valentiniano asumió la defensa del Oeste y estableció su capital en Milán. Después de la partida de Juliano de la Galia, cuatro años antes, las tribus germánicas se aventuraron nuevamente a cruzar el Rin. Pero en Valentiniano hallaron otro Juliano. Una vez más, tuvieron que retirarse; y una vez más los ejércitos romanos atravesaron el Rin en represalia.

Valentiniano luego se abalanzó al Sur para defender el Danubio superior, con igual éxito, mientras su capaz general Teodosio desempeñó eficazmente los mismos servicios en Britania, expulsando a los pictos y los escotos de la parte romana de la isla.

Lamentablemente, Valentiniano murió de un ataque en 375, al montar en cólera durante un parlamento con el jefe de ciertas tribus bárbaras. En cuanto a Teodosio, fue falsamente acusado de traición por funcionarios cuya corrupción estaba él poniendo de manifiesto, y fue ejecutado ese mismo año.

Valentiniano fue sucedido por su hijo mayor, Graciano (Flavius Gratianus), quien gobernó en asociación con un medio hermano, Valentiniano II (Flavius Valentinianus).

Dado que éste sólo tenía cuatro años, Graciano fue el verdadero gobernante del Oeste.

Pero fue en el Este donde se acercaban acontecimientos sombríos. Desde hacía un siglo y cuarto, los godos habían habitado las regiones situadas al norte del Danubio y el mar Negro. Habían librado una guerra más o menos constante con los romanos, pero habían sido derrotados una y otra vez por una serie de emperadores romanos capaces.

Pero ahora los godos tuvieron ante sí un adversario más terrorífico que los romanos, un adversario que se acercaba desde recónditos lugares de Asia.

Los vastos tramos de Asia Central han arrojado periódicamente, a lo largo de toda la historia, hordas de jinetes. De ordinario, el Asia Central brindaba pastos a los nómadas, duros hombres que comían, dormían y vivían a caballo, cuyo hogar no estaba en ninguna parte y estaba en todas a la vez, pero que seguían los pastos de estación en estación. Los nómadas aumentaron gradualmente de número gracias a sucesiones de años buenos con abundantes lluvias, pero de tanto en tanto, faltaban las lluvias durante varios años seguidos y las tierras ya no podían sustentar a la población.

De esas estepas, pues, brotaban los jinetes. Llevaban consigo todo lo que necesitaban, sus ganados y sus familias. Podían vivir de casi nada, de sangre de caballo y leche de yegua, si era necesario, y no necesitaban preocuparse de tener líneas de abastecimiento. En sus veloces caballos, podían atravesar las distancias casi tan rápidamente como un ejército moderno, de modo que podían caer como el rayo donde menos se los esperaba. Era el terror de su avance en torbellino y su impetuosa carga lo que destruía a sus enemigos, así como su frustrante capacidad de desaparecer ante una resistencia firme sólo para volver desde otra dirección.

La sucesión de pueblos que vivieron al norte del mar Negro en tiempos antiguos fue probablemente el producto de una serie de invasiones desde las estepas de Asia Central. En la época de Homero, vivían allí los cimerios; en tiempo de Heródoto, habían sido sucedidos por los escitas; en tiempos romanos, por los sármatas.

Era raro, en verdad, que los godos que llegaron después proviniesen del norte europeo y no del este asiático. Pero ahora, en tiempos de Valentiniano y Valente, el viejo orden se estaba restableciendo. Una nueva oleada de nómadas avanzaba hacia el Oeste.

Esos nómadas se habían lanzado hacia el Sur y el Este, contra China, durante siglos. Los chinos los habían llamado los Hsiung-nu y, en el siglo III a C. (cuando Roma luchaba contra Cartago) construyeron la Gran Muralla o Muralla China, enorme defensa que se extendía por más de 1.600 kilómetros, en un intento de rechazarlos.

Fue quizá desdichado para Europa que los chinos tuviesen tanto éxito, pues los Hsiung-nu, frustrados en el Este, se volvieron a Occidente. El atónito y aterrorizado mundo occidental llamó a los nuevos invasores los hunos. En 374, los hunos llegaron al territorio de los ostrogodos, al norte del mar Negro, después de conquistar y obligar a aliarse con ellos a las tribus que habían encontrado en su camino. Los ostrogodos fueron derrotados, a su vez, y obligados a someterse. Los hunos atacaron entonces a los visigodos que habitaban al norte del Danubio.

Los visigodos, demasiado aterrorizados para poder combatir, retrocedieron sobre el Danubio y, en 376, pidieron a sus viejos enemigos, los romanos, refugio dentro del Imperio. Los romanos pusieron condiciones duras: los godos debían llegar desarmados y sus mujeres serían transportadas a Asia como rehenes. Los godos no tenían más remedio que aceptar, y varios cientos de miles de ellos penetraron en el Imperio mientras los hunos avanzaban sobre el Danubio.

Todo podía haber marchado razonablemente bien si los romanos hubiesen podido resistir la tentación de explotar a los refugiados godos. Les vendieron alimentos a precios exorbitantes y les hicieron sentir de diversos modos que eran unos cobardes y débiles que eran salvados por la caridad romana. (En cierto modo, era así, pero esto no significa que les agradase ser tratados de esa manera.)

El resultado fue que hallaron armas en alguna parte y empezaron a saquear como si hubiesen invadido el Imperio, en vez de ser admitidos como refugiados. Hasta se asociaron a algunos de los hunos ante los cuales habían huido, pues los hunos estaban muy deseosos de compartir el botín romano.

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