Fue más dificil, sin embargo, cuando se encontró tentado de comunicarle a Maria estas fantasías. Inicialmente, se limitó a estrujarla con más fuerza, a morderla con considerable comedimiento, a sujetarle los brazos extendidos y fantasear que le estaba impidiendo escapar. Le dio un azote en las nalgas. Nada de esto pareció importarle mucho a Maria. No se daba cuenta de nada, o fingía no dársela. Sólo el placer de Leonard se intensificaba. Ahora la idea se iba haciendo cada vez más apremiante: quería que ella supiese lo que ocurría en su mente, por muy estúpido que fuera. No podía creer que eso no la excitase. La azotó otra vez, la mordió y la estrujó más fuerte aún.
Ella tenía que darle lo que le pertenecía
.
Su teatro particular se había vuelto insuficiente. Quería algo que sucediera entre los dos. Una realidad, no una fantasía. Decírselo de algún modo era el paso siguiente inevitable. Quería que su poder fuese reconocido y que Maria lo sufriese, sólo un poquito, de la forma más placentera. Pero siempre permanecía callado una vez que terminaban. Luego se sentía avergonzado. ¿En qué consistía ese poder que deseaba ver reconocido? No era más que una repugnante historia que ocurría en su cabeza. Más tarde se preguntó si no era posible que a ella también la excitase. No había nada que comentar, por supuesto. Nada que él pudiera o se atreviera a expresar con palabras. Ciertamente, no podía pedirle permiso. Tenía que sorprenderla, demostrárselo, dejar que el placer venciese sus objeciones racionales. Pensó todo esto y supo que acabaría sucediendo.
Hacia mediados de marzo unas nubes blancas informes cubrieron el cielo y la temperatura aumentó considerablemente. La capa de varios centímetros de nieve sucia se derritió en tres días. En el camino entre el pueblo de Rudow y el almacén había retoños verdes en el fango, y en los árboles al borde de la carretera se veían gruesos brotes. Leonard y Maria salieron de su hibernación. Dejaron la cama y el dormitorio y llevaron la estufa eléctrica al cuarto de estar. Comieron juntos en un restaurante y fueron a un bar a tomar una cerveza. Vieron una película de Tarzán en la Kurfürstendamm. Un sábado por la noche fueron al Resi y bailaron al ritmo de una gran orquesta alemana que alternaba canciones románticas norteamericanas con saltarines números bávaros de ritmo vivaz. Pidieron vino espumoso para brindar por su primer encuentro. Maria dijo que quería que se sentaran separados para enviarse mensajes por el tubo neumático, pero no había mesas libres. Tomaron una segunda botella de vino espumoso y sólo les quedó suficiente dinero para la mitad del trayecto en autobús hasta casa. Mientras caminaban por la Adalbertstrasse, Maria bostezó ruidosamente y se cogió del brazo de Leonard en busca de apoyo. Había hecho diez horas extraordinarias en los últimos tres días porque una de las chicas de su oficina estaba de baja a causa de la gripe. Y la noche anterior ella y Leonard habían estado despiertos hasta el amanecer y encima habían tenido que rehacer la cama antes de dormirse.
–Estoy cansada, cansada, cansada –dijo en voz baja mientras empezaban a subir las escaleras de su casa.
Una vez dentro, se fue derecha al cuarto de baño a prepararse para la cama. Leonard se terminó una botella de vino blanco mientras esperaba en el cuarto de estar. Cuando apareció dio un par de pasos hacia ella y se detuvo cerrándole el camino hacia el dormitorio. Sabía que si actuaba con aplomo y era fiel a sus sentimientos, no podía fallar.
Ella hizo ademán de cogerle la mano.
–Ahora vámonos a dormir. Tendremos toda la mañana.
El apartó la mano y la apoyó en la cadera. Maria despedía un olor infantil a jabón y dentífrico. Tenía en la mano el broche que había llevado en el pelo.
Leonard mantuvo la voz plana y, según creyó, inexpresiva.
– Quítate la ropa.
–Sí, en el dormitorio.
Fue a pasar por su lado. El la cogió por el codo y la hizo retroceder de un empujón.
– Hazlo aquí.
Estaba enfadada. El ya lo había previsto, sabía que tendrían que pasar por eso.
– Estoy demasiado cansada esta noche. Puedes verlo.
Estas últimas palabras fueron dichas en tono conciliador, y a Leonard le costó un esfuerzo de voluntad alargar la mano y cogerle la barbilla entre el índice y el pulgar. Levantó la voz.
– Haz lo que te digo. Aquí. Ahora.
Maria apartó su mano. Estaba realmente sorprendida y un poco divertida.
– Estás borracho. Has bebido demasiado en el Resi y te sientes Tarzán.
Su risa le irritó. La empujó contra la pared, con más fuerza de lo que se proponía. A ella se le cortó la respiración. Tenía los ojos muy abiertos. Recobró el aliento y dijo:
—Leonard…
El sabía que el miedo podría intervenir en el asunto y que tenían que dejarlo atrás lo antes posible.
—Haz lo que te digo y no te pasará nada. —Su tono era tranquilizador—. Quítatelo todo si no quieres que te lo quite yo.
Ella se apretó contra la pared. Negó con la cabeza. Sus ojos parecían pesados y oscuros. El pensó que tal vez fuese la primera indicación de éxito. Cuando empezase a obedecer comprendería que aquella pantomima era sólo por placer, el suyo tanto como el de Leonard. Entonces el miedo desaparecería por completo.
—Harás lo que yo te diga.
Consiguió reprimir el tono interrogativo.
Maria dejó caer el broche del pelo y apretó los dedos contra la pared que tenía a su espalda. Su cabeza estaba inmóvil y un poco inclinada. Respiró hondo y dijo:
—Ahora me voy al dormitorio.
Su acento era más pronunciado que de costumbre. Apenas se había separado unos centímetros de la pared cuando él la empujó de nuevo.
—No —dijo.
Ella le estaba mirando. Tenía la mandíbula caída y los labios abiertos. Le miraba como si le viese por primera vez. La expresión de su cara podía haber sido de extrañeza, o incluso de asombrada admiración. Al cabo de un momento todo sería diferente, habría una gozosa sumisión y una transformación. Enganchó los dedos en el cierre de la falda y tiró con fuerza.
Ya no podía volverse atrás. Ella gritó y dijo su nombre dos veces, rápidamente. Se sostuvo la falda con una mano mientras tenía la otra medio levantada, con la palma hacia fuera, para protegerse. Había dos botones negros en el suelo. Agarró un puñado de tela y le bajó la falda de un tirón. Entonces ella se lanzó hacia el otro lado de la habitación. La falda se rasgó a lo largo de la costura y Maria tropezó, trató de levantarse y volvió a caer. Él le dio la vuelta para ponerla boca arriba y le apretó los hombros contra las tablas del suelo. Deberían estar riéndose, pensó Leonard. Era un juego, un juego estimulante. Ella hacía mal al considerarlo un drama. Estaba arrodillado a su lado sujetándola con ambas manos. Luego la soltó. Se echó junto a ella, torpemente, apoyado en un codo. Con la mano libre tiró de la ropa interior de ella y se desabrochó la bragueta.
Maria permaneció inmóvil mirando al techo. Casi no parpadeaba. Este era el momento crucial. Ya estaban en marcha. Deseó sonreírle, pero pensó que esto podría menoscabar su aire de dominio. Mantuvo una expresión severa mientras se situaba. Era un juego, pero un juego serio, después de todo. Ya estaba casi en su sitio. Ella estaba tensa. Fue un choque cuando ella habló con tanta calma. No apartó la mirada del techo y su voz era fría.
—Quiero que te marches. Quiero que te vayas a tu casa.
—Me quedaré —contestó Leonard—. Y no hay más que hablar.
Sus palabras no sonaron tan terminantes como hubiera deseado.
—Por favor… —dijo ella.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Continuó mirando fijamente al techo. Al fin parpadeó y un hilo de lágrimas le corrió directamente por las sienes y se perdió entre el pelo sobre las orejas. A Leonard le dolía el codo. Maria se chupó el labio inferior y parpadeó de nuevo. No hubo más lágrimas y confió en poder hablar otra vez.
—Vete.
El le acarició la cara, siguiendo la línea del pómulo hasta donde el pelo estaba mojado. Ella contuvo el aliento mientras esperaba a que parase.
Leonard se puso de rodillas, se frotó el brazo y se abrochó la bragueta. El silencio silbaba a su alrededor. Aquella muda acusación era injusta. Apeló a un tribunal imaginario. Si esto hubiese sido algo diferente a un juego, si se hubiera propuesto hacerle daño, no habría parado cuando lo hizo, en el mismo momento en que comprendió lo disgustada que estaba. Ella se lo estaba tomando al pie de la letra, utilizándolo contra él, y eso era totalmente injusto. No sabía cómo explicárselo. Ella no se había movido del suelo. Estaba enojado con ella. Y desesperado por obtener su perdón. Era imposible hablar. Ella dejó la mano inerte cuando él se la cogió y se la apretó. Media hora antes iban andando del brazo por Oranienstrasse. ¿Cómo lograría que las cosas volvieran a ser como antes? Le vino a la memoria una imagen de una locomotora azul de cuerda, un regalo que había recibido en su octavo o noveno cumpleaños. Arrastraba una hilera de vagones de carbón por unas vías en forma de ocho hasta que una tarde, con un espíritu de reverente experimentación, le dio demasiada cuerda.
Finalmente, Leonard se levantó y retrocedió dos pasos. Maria se sentó y se arregló la falda para taparse las rodillas. Ella también tenía un recuerdo, pero éste era de hacía sólo diez años y mucho más agobiante que un tren de juguete roto. Era de un refugio antiaéreo al este de Berlín, cerca del puente de Oberbaum. Era a finales de abril, la semana anterior a la caída de la ciudad. Ella tenía casi veinte años. Una unidad de avanzadilla del Ejército Rojo había instalado cerca de allí artillería pesada y estaba bombardeando el centro de la ciudad. En el refugio había treinta personas, mujeres, niños, viejos, encogidos de miedo bajo el estruendo. Maria estaba con su tío Walter. Hubo un intervalo de calma y cinco soldados entraron tranquilamente en el refugio, los primeros rusos que veían. Uno de ellos les apuntó con un fusil mientras otro indicaba a los alemanes, por medio de la mímica, que entregaran los relojes y las joyas. La colecta fue rápida y silenciosa. El tío Walter empujó a Maria hacia la parte más oscura, al fondo, donde estaba el puesto de primeros auxilios. Ella se escondió en un rincón, entre la pared y un armario de suministros vacío. En un colchón en el suelo había una mujer de unos cincuenta años con heridas de bala en ambas piernas. Tenía los ojos cerrados y gemía. Era un sonido alto y continuo en una sola nota. Atrajo la atención de uno de los soldados. Se arrodilló junto a la mujer y sacó un cuchillo de mango corto. Ella seguía con los ojos cerrados. El soldado le levantó la falda y le cortó la ropa interior. Mirando por encima del hombro de su tío, Maria pensó que el ruso se disponía a realizar una tosca operación quirúrgica de urgencia, a sacar las balas con un cuchillo sin esterilizar. Luego el soldado se echó sobre la mujer herida y la penetró con movimientos bruscos y temblorosos.
La voz de la mujer descendió a un tono bajo. Más allá de ella, en el refugio, la gente volvía la espalda. Nadie hizo el menor ruido. Luego hubo un revuelo y otro ruso, un hombre enorme vestido de paisano, se abrió paso a empujones hasta el puesto de primeros auxilios. Era un comisario político, según supo Maria más tarde. Tenía la cara enrojecida a causa de la furia que tensaba sus labios sobre los dientes. Dando un grito, agarró al soldado por la espalda de la guerrera y lo apartó de un tirón. Su pene destacaba intensamente en la semioscuridad y era más pequeño de lo que Maria había supuesto. El comisario se llevó al soldado cogido por una oreja, gritándole en ruso. Luego se hizo el silencio de nuevo. Alguien le dio a la mujer herida un vaso de agua. Tres horas más tarde, cuando ya era seguro que la unidad de artillería se había trasladado a otro sitio, salieron del refugio a la lluvia. Encontraron al soldado tirado boca abajo al borde de la carretera. Le habían pegado un tiro en la nuca.
Maria se puso de pie. Se sostenía la falda con una mano. Tiró del capote de Leonard, que estaba sobre la mesa, y lo dejó caer a sus pies. Leonard comprendió que tenía que irse porque no se le ocurría nada que decir. Tenía la mente confusa. Al pasar junto a ella, le puso la mano en el antebrazo. Ella miró la mano y apartó la vista.
No tenía dinero, por lo que tuvo que ir andando hasta Platanenallee. Al día siguiente, después del trabajo, fue a visitarla con un ramo de flores, pero ella se había ido. Al otro día supo por una vecina que estaba con sus padres en el sector ruso.
No hubo tiempo para tristes meditaciones. Dos días después de que se fuera Maria, llevaron un gato hidráulico al extremo del túnel para bajar los cables. Lo fijaron al suelo debajo del pozo vertical. Sellaron las dobles puertas y dieron presión a la cámara. John MacNamee estaba allí, y Leonard y cinco técnicos más. También había un norteamericano de paisano que no habló. Para adaptar sus oídos a la creciente presión tenían que tragar con fuerza. MacNamee les pasó unos caramelos. El norteamericano bebía agua a sorbitos en una taza de té. El ruido del tráfico resonaba en la cámara. De vez en cuando oían el estruendo de un camión pesado y el techo vibraba.
Cuando en un teléfono de campaña se encendió una luz parpadeante, MacNamee lo cogió y escuchó. Ya había tenido las confirmaciones de la sala de grabación, de la gente encargada de los amplificadores y de los ingenieros responsables de los generadores de energía eléctrica y del suministro de aire. La última llamada era de los vigías apostados en el tejado del almacén que vigilaban la Schónefelder Chaussee a través de prismáticos. Habían estado allí durante toda la excavación. Detenían el trabajo cada vez que había Vopos directamente sobre el túnel. MacNamee colgó el teléfono e hizo una seña con la cabeza a los dos hombres que estaban junto al gato. Uno de ellos se colgó una ancha correa de cuero sobre el hombro y subió por una escalera de mano hasta los cables. Pasó por detrás de éstos y la sujetó a una cadena que había sido recubierta de goma para evitar que hiciera ruido. El hombre que estaba al pie de la escalera fijó la cadena al gato y miró a MacNamee. Cuando el primero bajó y retiraron la escalera, MacNamee cogió otra vez el teléfono. Luego lo colgó y asintió, y el hombre empezó a manejar el gato.
Era tentador acercarse y pararse debajo del pozo para ver cómo bajaban los cables. Habían calculado lo que colgarían los cables al quedar libres y cuándo podrían tensarlos con seguridad, aunque nadie lo sabía con certeza. Pero no era profesional demostrar demasiada curiosidad. El hombre que daba vueltas al gato necesitaba espacio. Esperaron en silencio y chuparon sus caramelos. La presión continuaba y olían a sudor. El norteamericano se mantuvo apartado. Miró su reloj y anotó algo en un cuaderno. MacNamee tenía la mano sobre el teléfono. El hombre que estaba trabajando con el gato se irguió y le observó. MacNamee se acercó al pozo y miró hacia arriba. Se puso de puntillas y alargó el brazo. Cuando bajó la mano la tenía cubierta de barro.