–Sí –murmuró Leonard, pero su respuesta se perdió en el ruido de las bombas.
Sobre la parte superior de los terraplenes gemelos de sacos corrían cables de energía eléctrica, el conducto del aire acondicionado y los cables que partían de la sala de grabación, enfundados en un tubo de plomo. A lo largo del camino había teléfonos montados en la pared, extintores de incendios, cajas de fusibles e interruptores de emergencia. A intervalos se veían luces de advertencia rojas y verdes, como semáforos en miniatura. Era una ciudad de juguete, atestada de invenciones infantiles. A Leonard le recordó los campamentos secretos y los túneles a través de la maleza que él solía hacer con sus amigos en un pequeño bosque cercano a su casa. Y el grandioso tren en miniatura que había en Hamleys, el mundo seguro de sus ovejas y vacas inmóviles pastando en las incongruentes colinas verdes que no eran más que pretextos para los túneles. Los túneles representaban la clandestinidad y la seguridad; los niños y los trenes penetraban en ellos, desaparecían de la vista y las preocupaciones y luego salían sanos y salvos.
MacNamee le murmuró de nuevo al oído:
–Le diré lo que me gusta de este proyecto. La actitud. Una vez que los norteamericanos deciden hacer algo, lo hacen bien, sin preocuparse del coste. He tenido todo lo que he querido, nunca ha habido ni una queja. Nada de esa estupidez de a ver si puede usted arreglárselas con medio ovillo de cordel.
Leonard se sentía halagado de que le hiciera confidencias.
Trató de manifestar que estaba de acuerdo con una broma.
–Fíjese en las molestias que se toman con las comidas. Me encanta la forma en que hacen las patatas fritas…
MacNamee miró hacia otro lado. Esta pueril observación pareció acompañarles por el túnel hasta que llegaron a la puerta de acero.
Más allá estaba el equipo de aire acondicionado, colocado a ambos lados para dejar un estrecho pasillo por donde iban los raíles. Pasaron de perfil junto a un técnico norteamericano que estaba trabajando allí y abrieron una segunda puerta.
–Bueno –dijo MacNamee al cerrarla tras de sí–. ¿Qué le parece?
Habían entrado en un sector del túnel que tenía buena iluminación y estaba limpio y bien ordenado. Las paredes estaban forradas de contrachapado pintado de blanco. Los raíles habían desaparecido bajo un suelo de hormigón cubierto de linóleo. Desde arriba llegaba el retumbar del tráfico de la Schónefelder Chaussee. Encajonados entre hileras de equipo electrónico había ordenados espacios de trabajo, superficies de contrachapado con auriculares y los magnetofones de control. Las cajas que Leonard había mandado aquel mismo día estaban cuidadosamente apiladas en el suelo. No le pidió que admirase el amplificador. Conocía el modelo de Dollis Hill. Era potente, compacto y pesaba menos de veinte kilos. Era probablemente el aparato más caro del laboratorio en que él trabajaba. Lo admirable no era el aparato en sí, sino la enorme cantidad de ellos y de tableros de conmutadores, que cubrían casi tres metros de pared a lo largo de un lado del túnel, apilados hasta la altura de la cabeza, como el interior de una centralita telefónica. MacNamee estaba orgulloso de la cantidad, de la capacidad operativa, de la potencia amplificadora y de la proeza técnica que implicaba. Junto a la puerta, los cables enfundados en el tubo de plomo se dividían en ramales multicolores que se abrían en abanico hasta puntos de empalme de los cuales emergían en grupos más pequeños sujetos por clips de goma. Había tres hombres del Cuerpo de Transmisiones británico trabajando. Saludaron con un gesto a Leonard. Los dos hombres pasaron a lo largo del impresionante despliegue con paso majestuoso, como si estuvieran pasando revista a una guardia de honor.
—Cerca de un cuarto de millón de libras. Estamos interviniendo una mínima fracción de las señales rusas, así que necesitamos lo mejor que haya —dijo MacNamee.
Desde su comentario sobre las patatas fritas, Leonard limitaba su apreciación a asentimientos y suspiros. Estaba pensando en alguna pregunta inteligente que pudiera hacer y sólo escuchaba a medias mientras MacNamee describía los tecnicismos de los circuitos. No era necesario prestar mayor atención. El orgullo de MacNamee por la luminosa y blanca sala de amplificación era impersonal. Le gustaba ver los logros a través de los ojos de un recién llegado y para eso valían los ojos de cualquiera. Leonard seguía preparando su pregunta cuando se acercaron a la segunda puerta de acero. MacNamee se detuvo junto a ella.
—Esta es una puerta doble. Vamos a mantener la sala de intervención bajo presión para evitar una fuga de nitrógeno.
Leonard asintió de nuevo. Los cables rusos tendrían nitrógeno en su interior para preservarlos de la humedad y como sistema de protección. Mantener a presión el aire alrededor de los cables permitiría penetrar en ellos sin que se notara. MacNamee abrió las puertas y Leonard entró tras él. Era como si hubieran entrado en el interior de un tambor golpeado por un loco. El ruido de la carretera llenaba el túnel vertical y reverberaba en la cámara de conexiones. MacNamee pasó por encima de unos sacos de aislamiento sonoro vacíos tirados en el suelo y cogió una linterna de una mesa. Se detuvieron en la base del túnel de acceso. Justo en su techo, destacando junto a la estrecha viga, estaban los tres cables, de unos diez o doce centímetros de grosor cada uno y cubiertos de barro. MacNamee iba a hablar, pero los golpes se intensificaron hasta el frenesí y tuvo que esperar. Cuando el ruido disminuyó dijo:
—Un caballo y un carro. Es lo más molesto. Cuando estemos listos, usaremos un gato hidráulico para bajar los cables. Luego necesitaremos un día y medio para reforzar el techo con cemento. No los cortaremos hasta que todo el soporte esté colocado. Primero haremos puentes en los circuitos y luego cortaremos y empalmaremos las derivaciones. Es probable que haya más de ciento cincuenta circuitos en cada cable. Habrá un técnico del MI6 para hacer los empalmes y otros tres a su lado por si algo saliera mal. Hay un hombre que está de baja por enfermedad, así que tal vez tenga usted que participar en el grupo de apoyo.
Mientras hablaba, MacNamee apoyó una mano en el hombro de Leonard. Se apartaron del pozo para escapar del ruido más intenso.
—Bueno, se me ocurre una pregunta —dijo Leonard—, pero puede que no quiera usted contestarla.
El científico se encogió de hombros. Leonard descubrió que deseaba su aprobación.
—Seguramente todas las comunicaciones militares importantes serán cifradas y telegrafiadas. ¿Cómo vamos a leerlas?
Estas cifras modernas están hechas para ser prácticamente inviolables.
MacNamee sacó una pipa del bolsillo de su chaqueta y mordió la boquilla. Naturalmente allí no se podía fumar.
—De eso quería charlar. ¿No ha hablado usted con nadie?
—No.
—¿Ha oído mencionar a un hombre llamado Nelson, Carl Nelson? Trabajaba para la Oficina de Comunicaciones de la CIA.
—No.
MacNamee pasó por las puertas dobles delante de él. Antes de continuar echó el cerrojo.
—Esto ya es nivel cuatro. Ibamos a darle acceso a él, creo.
Está usted a punto de entrar en un club muy selecto.
Se habían parado de nuevo, esta vez junto a la primera estantería de amplificadores. Al otro extremo, los tres hombres seguían trabajando en silencio, fuera del alcance del oído. Mientras hablaba, MacNamee pasaba el dedo por un amplificador, tal vez para dar la impresión de que estaba refiriéndose al aparato.
—Le daré la versión simplificada. Se ha descubierto que cuando se cifra electrónicamente un mensaje y se envía por la línea, hay un débil eco electrónico, una sombra del original, del texto claro, que viaja con él. Es tan débil que se desvanece a los treinta kilómetros, más o menos. Pero con el equipo adecuado, y si se consigue intervenir la línea dentro de esos treinta kilómetros, se puede lograr que un mensaje legible entre directamente en la teleimpresora, sin que importe lo bien cifrado que estuviera. Este es el fundamento de toda esta operación. No íbamos a construir algo a semejante escala sólo para escuchar charlas telefónicas de baja prioridad. Fue un descubrimiento de Nelson y el equipo es invención suya. Andaba recorriendo Viena en busca de un buen sitio donde probar el sistema en las líneas rusas cuando se metió en un túnel que nosotros habíamos construido para intervenir esas mismas líneas. Así que, muy generosamente, dejamos que los norteamericanos entraran en nuestro túnel, les dimos facilidades, les permitimos usar nuestros empalmes. ¿Y sabe qué hicieron? Ni siquiera nos hablaron del invento de Nelson. Se llevaban el material a Washington y leían el texto claro mientras nosotros nos calentábamos la cabeza tratando de descifrar los mensajes. Y éstos son nuestros aliados. Increíble, ¿no le parece? —Hizo una pausa en espera de asentimiento—. Ahora que compartimos este proyecto, nos han contado el secreto. Pero únicamente la idea general, no crea, nada de detalles. Por eso sólo puedo darle una versión muy simple.
Dos de los hombres de Transmisiones británicos iban hacia ellos. MacNamee llevó a Leonard de nuevo en dirección a la cámara de conexiones.
–De acuerdo con la norma de no dar conocimientos innecesarios, usted no debería enterarse de nada de esto. Probablemente se está preguntando qué pretendo. Bueno, ellos han prometido compartir con nosotros todo lo que descubran. Y tenemos que aceptar su palabra sin más pruebas. Pero no estamos dispuestos a vivir de las migajas de su mesa. No es así como entendemos esta relación. Estamos desarrollando nuestra propia versión de la técnica de Nelson y hemos encontrado algunos lugares donde su aplicación podría tener resultados potenciales maravillosos. No les hemos hablado de ellos a los norteamericanos. La rapidez es importante, porque antes o después los rusos harán el mismo descubrimiento y entonces modificarán sus aparatos. Hay un equipo de Dollis Hill trabajando en el asunto, pero sería útil tener aquí a alguien que mantenga los ojos y los oídos bien abiertos. Pensamos que es posible que aquí haya uno o dos norteamericanos que conozcan el sistema de Nelson. Necesitamos a alguien con conocimientos técnicos y que no tenga un cargo demasiado alto. En cuanto me ven, esta gente sale corriendo. Son los detalles lo que buscamos, retazos de cotilleo electrónico, cualquier cosa que pudiera ayudarnos a avanzar. Ya sabe lo descuidados que pueden ser los yanquis. Hablan, dejan cosas tiradas por ahí…
Se habían detenido junto a las dobles puertas de acero.
–Bueno, ¿qué opina?
–Todos se van de la lengua en la cantina –contestó Leonard–. Incluso los nuestros.
–Entonces, ¿lo hará? Estupendo. Ya hablaremos del asunto.
Vámonos arriba, a tomar un té. Me estoy quedando congelado.
Volvieron por el túnel, entraron en el sector americano y subieron la pendiente. Era difícil no sentirse orgulloso del túnel. Leonard recordó que, antes de la guerra, su padre había ampliado la cocina de su casa. Leonard prestó la ayuda simbólica de un niño: alargaba una paleta, iba a la ferretería con una lista, cosas así. Cuando estuvo terminada, y antes de que colocaran la mesa para el desayuno y las sillas, se plantó en medio de la nueva habitación, con sus paredes enyesadas, su instalación eléctrica y su ventana casera, y se sintió loco de alegría por su propio logro.
Una vez en el almacén, Leonard se excusó para no ir a tomar el té a la cantina. Ahora que tenía la aprobación de MacNamee, incluso su gratitud, se sentía seguro y libre. Camino de la salida entró en su cuarto: la ausencia de magnetofones en los estantes era en sí misma un pequeño triunfo. Cerró la puerta con su llave, que entregó en el despacho del oficial de guardia. Cruzó el recinto exterior, pasó junto al centinela de la puerta y echó a andar hacia Rudow. La carretera estaba oscura, pero conocía cada paso del camino. Su capote no era suficiente protección contra el frío. Notaba que los pelos de la nariz se le erizaban. Cuando respiraba por la boca el aire helado, le dolía el pecho. Intuía los gélidos campos que le rodeaban. Pasó por delante de las chabolas en que los refugiados del sector ruso habían establecido su hogar. Había niños jugando fuera, en la oscuridad, y cuando los pasos de Leonard resonaron en la fría carretera se hicieron callar unos a otros y permanecieron quietos hasta que pasó. Cada metro que le alejaba del almacén era un metro que le acercaba a Maria. No había hablado de ella con nadie en el trabajo, y a ella no podía contarle lo que hacía. No estaba seguro de que durante el tiempo que pasaba viajando entre sus dos mundos secretos fuera verdaderamente el mismo, de que le resultara posible mantenerlos en equilibrio y separados de su propio ser; a veces pensaba que en aquellos momentos no era nada, únicamente un espacio vacío que viajaba entre dos puntos. Sólo la llegada a cualquiera de los dos extremos del trayecto parecía tener sentido para él, y entonces recobraba su identidad, o una de sus identidades. Lo que sí sabía con certeza era que sus especulaciones empezarían a desvanecerse a medida que el tren se aproximara a la estación de Kreuzberg, y que cuando cruzara corriendo el patio y subiera los cinco tramos de escalera de dos en dos, o hasta de tres en tres, habrían desaparecido por completo.
La iniciación de Leonard coincidió con la semana más fría del invierno. Incluso los veteranos acostumbrados al gélido clima berlinés estaban de acuerdo en que veinticinco grados bajo cero era una temperatura excepcional. No había nubes, y de día incluso los destrozos de los bombardeos, que centelleaban bajo una brillante luz anaranjada, tenían cierta belleza. Por la noche el vaho que empañaba la parte interior de los cristales de la ventana de Maria se helaba formando dibujos fantásticos. Por las mañanas el cobertor exterior de la cama, generalmente el capote de Leonard, estaba rígido. Durante aquel período raras veces vio a Maria desnuda, nunca entera, nunca toda al mismo tiempo. Veía el brillo apagado de su piel cuando se abría paso dentro de la húmeda oscuridad. Los cobertores de su cama invernal, formados por un montón de mantas finas, abrigos, toallas de baño, la funda de una butaca y una colcha infantil, eran precarios, se aguantaban sólo por su propio peso. No había nada lo bastante grande para mantener el conjunto unido. Cualquier movimiento descuidado hacía resbalar los distintos elementos, y la compleja estructura se desmoronaba.
Entonces se encontraban el uno frente al otro a cada lado del colchón, tiritando, y comenzaban la reconstrucción.